Mi padre tenía mala suerte

Mi padre tenía mala suerte

Mario Navarro

12/07/2020

          “Por eso en tu total                                                                                                                                              fracaso de vivir,                                                                                                                                                  ni el tiro del final                                                                                                                                              te va a salir.”

(Estrofa final del tango Desencuentro de Cátulo Castillo)

Mi padre era un romántico y los románticos tienen mala suerte; si tuvieran buena suerte no serían románticos, serían supervivientes. 

Yo soy un superviviente.

Llamaré a mi padre Gustavo. Lo recuerdo cuando escucho Verklärte Nacht, Noche Transfigurada, el sexteto de Arnold Schönberg basado en el poema homónimo de Richard Dehmel. Me recuerda la vida de mi padre; es un relato en forma de poesía. No es un poema romántico; hay una negociación exitosa en su devenir. Cuando hay negociación se anula el romanticismo, prevalece el pragmatismo. Qué lejos de mi padre Gustavo, siempre un romántico irreductible. Porque ser romántico es justamente eso, ser irreductible. Los románticos crean empatías, pueden convencer pero jamás negocian. Son principistas, son fundamentalistas.

A ella la llamaré Margarita. Es delgada, de facciones finas, piel clara, ojos verdes, cabellos entre rubios y castaños; aparenta buena educación. Pertenece a una conocida familia del barrio. Mi padre sabe dónde vive, no es lejos. Se acerca a sus hermanos, comerciantes comunes dueños del Almacén de los Mercachifles que heredaron de su padre fallecido. A ellos sólo les interesa ganar algún dinero, hacer deporte, visitar cantinas, ir a bailes y pasear por los corsos de Carnaval. Gustavo se abre a su amistad; es estar más cerca de ella. Entonces la fuerza inmanejable, imprevisible, insondable, inmensa del amor guía a mi romántico e irreductible padre hacia ella.

No había otra alternativa. Tenía que ser Margarita. Pero Margarita no siente lo mismo. Reconocía que Gustavo era un Clark Gable latino que atraía, y mucho. Sin embargo, el Clark Gable auténtico sólo parecía romántico, no lo era en la realidad. Nuestro Clark Gable no poseía medios contantes y sonantes; sólo hacía gala de aquellos etéreos de la poesía, del canto, de la música y de la belleza pictórica. Pasa un tiempo y Gustavo, nuestro Clark Gable latino y romántico, llega finalmente a esa Margarita anhelada. Cómo sucedió, no lo sé. No lo inventaré. Mi padre Gustavo llegó a ella y lo logró cabalmente, trágicamente. Un logro pírrico como corresponde a un romántico.

Es mi turno para intervenir; aun sin hablar, aun sin mostrarme, aun sin gesticular, aun sin abrazar, aun sin besar, aun sin sentir el sol, aun sin sentir el frío, aun sin sentir hambre, aun sin ver, quizá oyendo, quizá sintiendo sin saberlo, quizá sumergido en un universo de confort engañoso. Aun llevándome en su cuerpo Margarita decide que se va a ir con el otro. Sí, el otro, el de antes y que sería, el de después. El otro que podría haber sido mi padre pero no lo fue. A pesar de todo, un romántico no desactiva su romanticismo; el romántico es militante. El romanticismo no se da por vencido, es heroico y actúa. Margarita le dice:

          —No vamos a seguir juntos; mi situación no hará que cambie de opinión.

          —Si me dejas, me pego un tiro — le contesta Gustavo

          —No quiero estar contigo, volveré con Edgardo, mi antiguo novio. No dejo de pensar en él.

          —¿Con lo que llevas en ti?

          —Es mío y va adonde yo vaya.

          —¿Ah, sí?, ¿piensas que es tuyo? Ya verás.

Gustavo deja la habitación y entra al baño. Se oye un disparo, es una bala calibre .32 salida del viejo Smith & Wesson cromado de caño corto que lleva oculto en su cintura. Se produce una gran conmoción, corridas, llantos, familia, desmayos, gritos, hermanas, curiosos, llamadas, hermanos, reproches, vecinos. Viene la policía, llega la ambulancia, van al hospital, pasa por la mesa de operaciones, luego una cama de piso, habrá recuperación. Empieza la convalecencia, llegarán muchas visitas. Aparece la condena de los hermanos. Aparece la lógica moral de ese año de 1941. Aparece el sentimiento de culpa.

Es un buen tipo; era mi viejo, mi padre Gustavo.

Pero tenía mala suerte como corresponde a un buen romántico. El tiro le salió mal; le erró al corazón y se quedó sin un pulmón. Mal para su adicción al cigarrillo, mal como su mala suerte de siempre.

Las presiones de la familia, la vergüenza, el arrepentimiento y la pena finalmente doblegan a Margarita. Acepta a Gustavo y se casan. En toda su vida mi padre va a soportar a una Margarita que rehúye estar plenamente con él. Lo despreciará siempre. Nunca festejaron un aniversario de bodas. Fueron 24 años de agravios continuos, de ignorarse, de insultos, de ninguneos, de objetivos vitales maltrechos, de ilusiones tiradas por el desagüe de la vida que no se vive.

Nunca los vi congratularse porque yo sobreviviera, de que existiera. Al contrario, yo era el motivo de la desdicha romántica de mi padre, la encarnación de la tortura del fracaso necesario en su mala suerte. Al ignorar conscientemente la realidad, Margarita iba quedándose con quien no quería; al lado de quien la llevara a esa situación que aborrecía. Sin ser romántica tampoco tuvo suerte. De ahí la incapacidad de ambos para vivir con alegría. Mi instinto por la supervivencia no percibía esa realidad; yo creía en la alegría. Al no ser querido tampoco tuve suerte. No me sucedió como al niño de Noche Transfigurada; él sí tendría padre y madre que lo iban a amar:       

          ”… transfigurará al niño,
            a mí, de mí me lo nacerás,
            por ti me ha entrado el resplandor,
            has hecho un niño de mí mismo.”

Los supervivientes sólo queremos sobrevivir. Por eso yo nunca quise ni quiero a nadie. He sufrido obsesiones pero sin romanticismo; sólo hasta donde la conciencia de sobrevivir lo ha permitido. He demostrado con sinceridad ser incapaz de sentimiento alguno. Me pregunto si soy realmente así, duro, inalcanzable, intocable, inconmovible. Aprendí muy bien lo que es no sentir nunca el calor de un abrazo, un apretón de cuerpo a cuerpo, una palabra de aliento, un guiño cómplice, una actitud redentora. Aprendí a ser duro, aprendí a negociar al límite, aprendí a evitar romanticismos estériles.

Pobre mi padre Gustavo, en su ensueño de amor no conoció la alegría. La vida de un romántico no tiene escapatoria, tiene que estar marcada por sucesos trágicos, nunca por una victoria duradera. Sólo admite aquella del éxtasis momentáneo para poder ser derrumbada prontamente por caídas brutales. Cuando llega a la alegría se le abre inmediatamente un abismo de dudas, incertidumbres que acarrean el fracaso en sí mismas. No hay caminatas “… a través de un desnudo bosque frío; la luna corre sobre los altos robles; ni una nube oscurece la luz del cielo adonde las negras ramas se extienden…”

          —“Llevo un niño y no de ti … “— Le dice ella en Noche Transfigurada

          —“El niño que has recibido, que no cargue sobre tu alma …”— le responde él.

Pero entre Margarita y Gustavo no hay acuerdo, no hay negociación, no hay esperanza:

          —el niño podrá venir de ti pero no me quedaré contigo había dicho Margarita.

A la inversa de nuestro personaje de la noche que se transfigura, a Margarita y Gustavo sólo les quedó el parte policial, la sirena de la ambulancia, la febril actividad de los médicos en la noche de la emergencia, el olor del alcohol, el cirujano anunciando que se salvará, la limpieza del baño para sacar la sangre derramada, un vecindario escandalizado, una familia con votos de silencio, una situación incómoda y tortuosa, un estigma importante en aquellos tiempos.

Y yo, superviviente del miedo a lo oscuro, del miedo a quedar fuera de esa sociedad de reglas rígidas no siempre cumplidas. Superviviente por no gozar ellos de una condición económica que permitiera los lujos de los hijos de la alta burguesía. Superviviente no deseado, tampoco amado. Superviviente a secas, sin adjetivos. Sobreviví. Los supervivientes no somos románticos como mi padre, los supervivientes somos duros.

Me pregunto si tuve suerte esa noche transfigurada.

          «Noche Transfigurada» (poema de Richard Dehmel 1863-1920):

          Dos personas caminan a través de un desnudo bosque frío;
          La luna corre sobre ellos, se miran en ella.
          La luna corre sobre los altos robles;
          ni una nube oscurece la luz del cielo
          adonde las negras ramas se extienden.
          La voz de una mujer habla:

          «Llevo un niño, y no de ti,
           camino en pecado junto a ti,
           he cometido una gran ofensa contra mí misma.
           Yo ya no creía que pudiese ser feliz,
           y sin embargo, tenía el fuerte deseo
           del fruto de vida, de la felicidad de ser madre
           y de deber, así cometí un descaro,
           así, temblando, entregué mi sexo
           a los brazos de un hombre extraño,
           e incluso quedé embarazada.
           Ahora la vida se ha vengado:
           Ahora, oh a ti, te he encontrado.”

           Ella camina con paso torpe.
           Levanta la vista; la luna corre sobre ellos.
           Sus ojos oscuros se ahogan en la luz.
           La voz de un hombre habla:

          “El niño que has recibido,
           que no cargue sobre tu alma.
           Sólo mira ¡cuán claro brilla el universo!
           Hay un resplandor sobre todas las cosas;
           tú flotas junto a mí en mar frío,
           pero un calor especial parpadea
           desde ti hacia mí, desde mí hacia ti.
           Ese transfigurará al niño,
           a mí, de mí me lo nacerás,
           por ti me ha entrado el resplandor,
           has hecho un niño de mí mismo.”

           Él posa su mano en sus anchas caderas.
           Sus alientos se entremezclan [o se besan] en el aire.
           Dos personas caminan a través de la alta noche luminosa.

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