Volaba muy alto: tan alto como sus pulmones le permitían. No quería bajar de esas alturas porque lo que estaba debajo le traía recuerdos de dolor.

Una vez se convirtió en pájaro –de plumaje negro y pico largo— y sin saber por qué, se echó a volar.

No se acuerda cómo se llamaba antes; da igual. Algunas veces, tiene recuerdos de cosas que, quizás, le sucedieron cuando aún era humano.

Una carretera.

Un coche rojo.

Fuego.

¿Sus gritos?

No: esa voz no era de él. ¿O sería ella?

Negro. De plumaje lustroso. Vuela alto y solo.

Solo. Solo. Solo. Solo.

Alguna vez no lo estuvo, pero ya no lo recuerda del todo.

Tampoco.

El aire que acaricia su cuerpo aerodinámico. Las ciudades. Los pueblos. Los bosques. Los secarrales. El mar. Esa distancia de seguridad que, una vez, decidió alcanzar a base de volar bien alto.

Todo tiene un orden. Un lugar de estar y ser. Desde arriba, el caos se ve como una imagen casi estática.

¿Para qué bajar?

¿Qué le espera entre los seres humanos que valga la pena un atisbo de sufrimiento?

Amar.

El eco de esa palabra trae calor a su cuerpo fibroso. Siente como si volar fuera más fácil cuando los recuerdos borrosos del amor lo invaden.

Sí. El aleteo se hace más ligero. El aire: más cálido.

Ana María Perales. Le cuesta mantener el pulso firme para garabatear su nombre en unas cuantas hojas de papel. Las cataratas cubren sus ojos verdes del color de las esmeraldas. Alguna vez fue feliz. No lo recuerda del todo. Pero la evocación de tiempos mejores le trae una sonrisa instantánea.

—El cuerpo recuerda –piensa—. Quiere decir que sí he conocido la felicidad.

Ana María ha decidido jubilarse.

—Ya era hora –dice Natalia, su hija.

Ana María no quería dejar su tienda que había tenido desde muy joven, cuando supo que su vida estaría dedicada a que su pueblo de adopción vistiera mejor. Modista primero, luego, además, dueña de una tienda de moda unisex. Una institución de buen gusto en las épocas en las que solo se sabía lo que estaba de moda por medio de las revistas que Ana María se hacía traer de París.

Había confeccionado los vestidos de novia, bautizo, comunión y confirmación de todas las mujeres del pueblo. También los de divorcio, e incluso de luto. Del mismo modo, los hombres visitaban a Ana María, para que les confeccionase su primer traje de chaqueta, el traje de boda, de comunión, de confirmación…ellos, había notado una vez, no se hacían ropa especial cuando se divorciaban.

—En eso, debo decir, son más prácticos –reflexionó aquel día Ana María, después de que su mejor amiga, Leticia, se divorciase de su esposo de veinte años, Pedro, al enterarse que este le metía los cuernos con la hija del carnicero. Aquella vez, Leticia le había pedido a su amiga que le hiciese un vestido inspirado en la última temporada parisina: corría el año 1983 y el divorcio era una novedad en aquel pueblo. Pero Leticia, mujer de armas tomar y, francamente, de temer, se plantó en su decisión de divorciarse de Pedro, y él, hombre débil física y mentalmente, no pudo más que acceder. Finalmente, Ana María le confeccionó un traje de chaqueta basado en un Chanel de color turquesa claro, ajustado y de falda hasta las rodillas que había usado Lady Di en una visita oficial que la princesa de Gales había hecho al nuevo diseñador de la casa de moda parisina, Karl Lagerfeld.

Leticia no se sacaba el traje de chaqueta ni para estar en casa: durante un mes entero, se podía reconocer a la primera mujer divorciada del pueblo tan solo al ver un traje color cielo que se paseaba por las calles llenas y vacías, hablando pestes de su exmarido y perjurando contra “la niña de las carnes”, como llamaba maliciosamente a la amante de Pedro. Ana María, ajena al amor desde que el noviecito de su ciudad natal se había muerto de neumonía una tarde fría de invierno hacía diez años, encontraba a su amiga un tanto exagerada, pero la acompañaba, silenciosamente, en su despecho.

Una tarde de verano, cuando el calor apretaba tanto que Ana María tuvo que parar en el bar de la estación de buses para tomar un refresco frío, entró por la puerta del local refrigerado la persona que cambiaría para siempre la vida de la Modista.

De pelo negro como el carbón y ojos haciendo juego, un hombre con aire de forastero se abría paso entre los jubilados que agolpaban las mesas debajo del aire acondicionado recién instalado en el Bar de Pepe. Ana María, desplomada en una silla a fuerza de pasarse la mañana entera comprando telas y apliques para el vestido de novia de Rosario (la hija de la panadera) en la tienda de tejidos del pueblo vecino, sintió la necesidad de acomodarse la ropa y secar el sudor de forma improvisada con la servilleta de papel que encontró en la mesa. Luego, se miró en el vidrio que separaba el clima ártico del bar del calor desértico de la calle, para asegurarse que estuviera presentable. Mientras esto ocurría, la melena negra, lustrosa, se sentaba en una banqueta de la barra y pedía algo al camarero.

Ana María sintió una inmensa necesidad de acercarse a ese hombre para verlo de cerca. Sin usar demasiado la imaginación, se bebió lo que quedaba de refresco de un golpe, y se acercó a la barra a pedir otro, asegurándose de hacer este movimiento cerquita del Forastero, para poder explorarlo en detalle. No sabía qué se había apoderado exactamente de ella.

El viento.

El viento fue el mejor remedio para todos sus males.

Fuerte, frío, a veces –incluso— congelado. Pero sanador.

Como si, mientras más duro el invierno, más efectivo el castigo.

Volar. Comer. Dormir.

El tiempo transcurre en una rueda de paisajes ya conocidos, acantilados escarpados, bosques frondosos y planicies donde pululan personas y animales, donde crece la cosecha y se escarcha la hierba.

Eran verdes. Verdes como cuando el sol del atardecer ilumina las copas más altas de los árboles frondosos que se mueven al compás de la brisa estival.

Pensar en esos ojos le hace perder el sentido de pertenencia. ¿Dónde estoy? ¿Cómo llegué hasta aquí?

Y ella, ¿qué habrá sido de ella?

Ya no sabe llorar, pero si pudiera, lo haría. Sus ojos negros, profundos y eternamente redondos y abiertos, han olvidado la sensación de ardor que llega cuando las emociones se hacen intensas y desbordan los límites de los párpados.

Aletea con más fuerza; sube más alto; contempla el horizonte que no deja de expandirse y baja en picada en busca de comida.

Volar. Comer. Dormir.

Tan cerquita se puso Ana María que terminó por rozar el hombro izquierdo del Forastero con su hombro derecho. Tanto se abalanzó la Modista que tropezó con un maletín que descansaba en el suelo, y cayó en brazos de esos ojos negros.

—Discúlpeme… me tropecé con algo, lo siento mucho –balbuceaba Ana María mientras sus mejillas se convertían en color rojo granate, y el sudor bajaba como cascada por sus sienes.

El Forastero la ayudó a ponerse de pie, y le regaló una sonrisa tibia. Ana María recuerda, incluso hoy, después de décadas de ese encuentro, la sensación de temblor que le invadió el cuerpo, como si ya no fuese más dueña de su destino.

—Usted no es de por aquí, ¿verdad? –se atrevió a decir la Modista y agregó— conozco a todo el mundo en este pueblo y nunca lo he visto antes.

El Forastero la miraba fijamente, sin decir palabra.

—Disculpe, me estoy entrometiendo en dónde no me llaman; lo siento –agregó Ana María al ver que los segundos pasaban sin respuesta.

Se dio media vuelta, y sin pedir nada más, volvió a su mesa y abandonó con velocidad la escena vergonzosa que había protagonizado.

No recuerda cómo hizo para salir del Bar de Pepe sin volver a tropezar; solo guarda en su memoria que las piernas le temblaron por horas, y que esa tarde no pudo trabajar en el vestido de novia de Rosario.

A la mañana siguiente, mientras terminaba de atender a una de sus clientas más asiduas, entró por la puerta el Forastero, vestido con ropa informal y luciendo una sonrisa que hizo que Ana María se olvidara por un momento de lo que estaba haciendo.

—Adiós Ana María: vuelvo la semana entrante para ver si te llegaron las revistas nuevas de París –dijo al salir la clienta, pero la Modista ya no escuchaba nada que no fueran los rápidos latidos de su corazón.

—¿Ana María? –dijo el Forastero.

Lo tuvo que repetir un par de veces. Ella: no reaccionaba.

Dormir. Sueña. Es un Pájaro que Sueña.

¿Vestigios de una vida pasada?

Una sonrisa de mujer, franca y amorosa.

Unos ojos verdes, cuan esmeraldas, que lo miran con todo el amor que puede caber en un corazón grande.

Gritos.

¿Suyos?

De ella.

Fuego.

Todo se quema.

No.

De nuevo, no.

La culpa/Mi culpa/Otra vez.

El fuego. Los gritos. La muerte. El dolor. El dolor.

No puedo. Otra vez. No puedo.

Corro. Salgo corriendo.

Lo siento, Amor: no puedo.

Corro cada vez más rápido.

Más rápido. Todo se vuelve negro. Mira/miro hacia atrás: el coche está en llamas. Todo está en llamas. Mi vida ha vuelto a estar en llamas.

Estaba muerta. Lo vi. No respiraba. Lo vi. Se quema. Lo sé. No puedo. Otra vez la muerte se lleva lo que más quiero. Adiós. Quiero/quiere dejar de Ser.

Corre tan rápido, tan rápido corre que de tanto correr empieza a volar. Aletea con sus brazos con fuerza y decisión; tanto aletea que, de a poco, se van transformando en largas alas, de plumaje negro azabache, como su cabello, y cuanto más aletea, más emprende vuelo, y su cuerpo se va transformando, ante la atónita mirada de la luna llena, en un hermoso cuervo.

Que echa a volar sin mirar atrás.

—¿Ana María? Perdone, se llama Ana María, ¿verdad? –dijo el Forastero, y la Modista salió del limbo en el que entró cuando él cruzó el umbral de su puerta.

—Sí, ¡perdone! Soy Ana María, modista del pueblo. ¿Necesita algo? –no supo cómo hizo para decirlo, pero esas palabras salieron de su boca.

—Sí: pedirte… perdón, pedirle disculpas por mi comportamiento de ayer. Estaba con muchas cosas en la cabeza, y para cuando me di cuenta de que la había dejado con la palabra en la boca, ya se había marchado del bar –dijo, y agregó— me llamo Federico.

El Forastero hablaba, tenía nombre y acento de otras tierras.

—Hola Federico –logró decir Ana María, y se puso automáticamente roja como un tomate maduro.

—Si me permites, me gustaría invitarte a cenar –dijo Federico—. Se que suena repentino y quizás hasta un poco exagerado, pero me gustaría disculparme de forma más formal y, además, soy nuevo en este pueblo y agradecería un poco de compañía.

La Modista se lo quedó mirando con cara de incrédula, rozando la incomprensión.

—¿Compañía? –repitió mecánicamente– no le estoy entendiendo bien.

Federico se dio cuenta rápidamente que su comentario había sido, quizás, un poco atrevido y directo para una mujer de pueblo –le habían avisado que las personas en esa región eran más bien conservadoras— y dio marcha atrás en su propuesta.

—Perdón: creo que me he sobrepasado con mi propuesta –dijo de forma abrupta– si prefieres, podemos tomar un café por la tarde…

—¿Prefieres? —pensó Ana María.

Federico le leyó la mente.

—Prefiere…PREFIERE –perdón por tutearte, tutearla…perdón –Federico se calló, notoriamente avergonzado por una situación que estaba lejos de ser la que él había repasado en su mente de camino a la tienda.

Ana María se apresuró a aclarar la confusión:

—Puedes tutearme sin problemas. Es verdad que este es un pueblo más bien alejado de la civilización y que, a veces, pecamos de costumbres ya obsoletas, pero entre amigos solemos tutearnos. Gracias, Federico: acepto tu invitación. Si te parece bien, podemos encontrarnos a las cinco, antes de que vuelva a abrir la tienda, y tomamos un café en el bar de la esquina. 

La Modista se sintió satisfecha con su capacidad para salir del estado de shock que se había apoderado de su cuerpo, y por volver a comportarse como una mujer de treinta años. Federico aceptó, con una sonrisa grande dibujada en la cara, y se marchó dejando una estela de luz que Ana María seguiría viendo incluso pasados los días, posteriores a ese segundo encuentro.

Sobrevuela por un pueblo detenido en el tiempo: lleno de ancianos y de remembranzas de antaño.

¿Lo recuerda?

Aletea con suavidad, para poder recorrer las callejuelas sin levantar demasiadas sospechas. Un ave tan grande y tan poco bien recibida prefiere mantener sus distancias con aquellos que la repudian.

Conoce las calles. Las recorre como si de caminarlas se tratara. Una señora, sentada en una silla frente a su portal, nota al extraño pájaro y se persigna a su paso.

—Pájaro de mal agüero –dice la mujer— y vuelve a hacer la señal de la cruz.

No sabe porqué ha bajado a este pueblo, ni tampoco entiende porqué le resultan sus calles tan familiares. Y, sin embargo, se siente como en casa. Un calor recorre su cuerpo y, por un momento, ve el rostro de una mujer: ¡Anita!

Casi se choca con un poste de luz. Los niños que juegan en la calle con los móviles de sus padres levantan la mirada aletargada para observar a ese pájaro grande que se comporta de forma curiosa.

¡Anita!

¡Anita!

¡Anita!

Me llama.

¡Voy!

¡No te vayas sin mí! Remonta vuelo por encima del pueblo y se dirige a una casa en las afueras del laberinto de callejuelas.

Su casa.

Y todo lo recuerda.

Su vida.

Su nombre.

Su amada.

Su miedo.

Su escapatoria.

Su purgatorio.

Su olvido.

Su hija.

Su Modista.

Vuela rápido, desenfrenado; la luz parece viajar más lenta que el Cuervo, que en su vuelo desesperado se va consumiendo en llamas, rojas y vivas.

—Estoy yendo contigo, Anita, espérame, mi amor –dice el Cuervo con voz de hombre y acento de otras tierras, mientras su cuerpo se desvanece dejando una estela dorada en el cielo celeste noche.

Ana María descansa en su cama, en la casa que una vez fue suya y ahora es de su hija. Está muy enferma, y le quedan pocas ganas de seguir viviendo.

—He sobrevivido tantos años sin ti –piensa— si no fuera por Natalia hubiera muerto de pena hace ya muchos, muchos años.

—Pero Natalia ya es toda una mujer, con su propia familia, y yo me quiero ir… adónde te hayas ido, amor, llévame –mientras dice para sus adentros sus últimas palabras conscientes, cae en un sueño profundo, extraterrenal.

Sueña con la vida que no fue, envejeciendo junto a Federico, ambos criando a su hija, teniendo, quizás, un hijo más, a quien hubieran llamado Antonio, en honor al abuelo que su amado Forastero tanto quería. Incluso después de todos estos años, en sus sueños, lo ve claro, con sus profundos ojos negros, y tan bello como era cuando estaba junto a ella.

—Llévame adónde estés –repite en sus sueños— necesito entender porqué te fuiste esa noche, porqué me abandonaste en medio de una carretera desolada, con un coche en llamas y nuestra hija en mi vientre. Y necesito que me abraces fuerte. Bien fuerte.

La brisa del ocaso se cuela por la ventana, trayendo consigo la estela dorada que una vez fue Cuervo.

—¿Eres tú, Federico? —se escucha un susurro inconsciente salir de la boca inmóvil de Ana María. De repente, una sonrisa asoma en la cara de la Modista, su pecho se infla por última vez, dejando atrás a este mundo.

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