Era la mañana del primer domingo de primavera, con el sol sin mucho calentar, las familias en el pueblo fueron sin prisa a disfrutar del mercadillo.

—Ojalá sea un día diferente —dijo Goyito a sus padres al salir de la casa.

—Espero conseguir algo bueno —respondió el padre.

—Espero hallar algo que me guste —enfatizó la madre, al tiempo que elevó el brazo y saludó a unos conocidos.

Desde la entrada se manifestaba el ambiente de feria, como todos los años, cuando cambia la estación. Los parroquianos mantenían la ilusión de encontrar a un nuevo marchante, de esos nómadas que cargan raros utensilios. Alguien que les brindara un domingo de diversión.

El mercadillo de la calle principal se convirtió en el sitio para el encuentro, para la tertulia, el café con los amigos y el chismorreo para enterarse de los pormenores de las familias. Es ese lugar donde los niños llevan de la mano a sus padres para que les compren el juguete que un compañero llevó a la escuela esa semana; donde los jóvenes se acercan a los vendedores de ropa que los vieron crecer e ilusionados preguntan sobre la moda y fisgonean entre los percheros; es el espacio donde los padres controlan y equilibran el gasto del mes.

En el centro se mostraba un forastero, con su furgoneta exhibiendo sus artículos…Y, como cuando el sueño envuelve el tiempo y lo hace entrar en una concha de caracol ¡El día deseado se hizo!

—¡Llegó Aquilino para que consigas todo lo que trae tu destino! —se acomodó el sombrero y se subió el pantalón hasta el pecho y con grandes zancadas se aproximó a los pequeños. Los adultos quedaban sorprendidos y reaccionaban protegiendo a la familia.

—No me temas, soy el sabor del helado que más te gusta, … pero que mantienes en secreto. —Cual saltimbanqui volvió a su puesto haciendo reír a los espectadores.

Aquilino parecía ser el marchante que llegaba a deleitar. El vendedor esperado. Su figura se imponía detrás de los mostachos engominados: un hombre como una mata de coco, con sombrero de pajilla y un mechón de cabello que sobresalía por la frente. Los grandes dientes competían con el tamaño de la nariz. El sonido de la voz arropaba varias esquinas invitando a los transeúntes a curiosear su puesto.

—¡Llegó Aquilino! Rebusca y te asombrarás con lo que encuentras.

La mañana parecía un mar turbulento. Un concierto de risas haciendo eco a las bromas.

—¿De dónde llega esa voz? —preguntó el padre de Goyito a su mujer.

—De allá, donde está un grupo que ríe —respondió la mujer señalándolo.

Su contextura sobresalía del tamaño promedio de los hombres, con largas piernas que terminaban en unas botas marrones de punta larga y roja, un pantalón que parecía elaborado con piel oscura o quizá de un material impermeable, portaba camisa a cuadros remangada, que permitía mostrar sus brazos y dedos como palmeras. En el cinturón exhibía una hebilla con un labrado algo confuso entre una cabeza de león y unos palos atravesando una rueda de caravana. Sus movimientos se asemejaban a los de un arlequín tirado de unas cuerdas y cuando gritaba, parecía el cuello de un gallo desafiando al sol.

—Soy Aquilino, llegué hoy y también estaré mañana contigo.

Goyito volteó buscando la venta de los juguetes y la mano de la madre lo haló hacia el lugar de donde venía la gritería. Guindando, fue remolcado hasta el puesto que exhibía un montón de objetos agolpados: ollas de acero al lado de floreros, una guitarra sobre una bandeja de plata con marcas de mucho uso, ollas de barro debajo de libros con bordes dorados, a un costado varillas de hierro con mangos de cuero, cajones y retablos, cuadros al lado de ceniceros, figuras de bronce, botellas de cervezas, armarios, cartas del tarot, joyeros, afeitadoras eléctricas, esculturas en cristal de Murano, fotografías; un caballito de madera columpiándose sobre una silla destartalada. Su puesto era un mundo construido con trastos traídos de muchos lugares y viejos tiempos.

—¡Llegó Aquilino, con lo que agarres me mostrarás tu camino! —vociferaba frente a los curiosos que reían.

Los pueblerinos se aglutinaban como buscando payasos, fieras y domadores.

—Pueden tocar señores, pero no llevarlos sin pagar. —Desde los distintos rincones llegaban a mirar lo que traía el forastero.

Su entusiasmo daba ambiente de feria, de circo con entrada gratis.

—¡Me esperabas! —vociferaba Aquilino— llegué para satisfacer tus verdaderos deseos.

Otros marchantes reían y comentaban la locuacidad del visitante; todos se turnaban en sus puestos para husmear entre las cosas que mostraba el extranjero.

—¡Compra, para que te conozcas! —decía sembrando intriga en los transeúntes.

Aquilino se convirtió en el escultor de la curiosidad, el veedor de la morbosidad, el inquisidor de la realidad, el incitador de la insatisfacción. Sus gestos se confundían con los de un mago, con los de un malabarista. Era el vendedor construido en el pensamiento de los parroquiales, cuando desearon darle un tono diferente a la mañana. Pero no sabemos si se ajustaba a lo esperado.

Los trastos se exponían sin ningún control, daba la sensación de que el desorden era su primera atracción. Apenas las personas dirigían la mirada hacia el puesto, se enfilaban directo hacia la mercancía, se empujaban por ir a rebuscar. Mujeres, hombres y niños la tocaban con entusiasmo; cada cual era cautivado por algo especial. Así estaban los padres de Goyito ¡Atrapados por el encantador!

En el suelo, formando parte del bazar, unas gafas de cristales oscuros sobresalían llamando la atención de Goyito, estaban tiradas con peligro de ser trituradas. Muchos zapatos pasaban a su lado, otros las empujaban y él desde el costado de su mamá, no dejaba de seguir sus movimientos.

Unas botas de hombre pisaron con la punta el borde de una de sus patas. Goyito fue testigo de cómo saltaron hasta colocarse más cerca de él. No solo estaba hechizado, sino que le pareció imperioso ser su salvador. Con siete años tomó la decisión de ir por ellas. Se liberó de un tirón de la mano de su madre que lo mantenía apretado como a carrito de mercado. No hubo sorpresa en sus padres. Siguieron en lo suyo.

Angustiado por la suerte de los cristales escurrió su cuerpo entre la multitud, tropezó con las faldas, pantalones, empujó canillas y se lanzó como en una playa. El movimiento de las piernas de los mayores lo atajaron y no le permitía terminar de caer. A ninguno parecía importarle. Cayó despacio. Y cuando una señora iba a montarle el tacón a los cristales, una ráfaga de viento los apartó para colocarlos a poca distancia de él.

—¡Toma lo que quieras y satisface tu gusto! —Goyito escuchaba a Aquilino.

Las botas de puntas rojas se acercaron con cuidado y haciendo cálculos, empujaron las gafas para avecinárselas. La sorpresa, por unos instantes, lo paralizó y las gafas fueron nuevamente pateadas, las miró como ratones correteados. Goyito buscando alcanzar su objetivo estiró su brazo como lo hacía Aquilino: como cuerdas, tornó sus dedos en trenzas y las alcanzó. Sin darle tiempo a limpiarlas se le vinieron encima y como relámpago se empotraron en su cara. ¡Todo cambió!, ¡todo se transformó!, ¡toda la multitud cambió!

La mañana oscureció, las personas alteraron sus dimensiones; algunos flacos se convirtieron en gordos, los pequeños en gigantes, los gordos en… Una señora que tenía el cabello recién cortado lo mostraba hasta las nalgas. El forcejeo y la lucha por alcanzar las cosas fueron diferentes, pasaron de un tiempo rápido a un tiempo lento y de los gritos al silencio; solo observaba unas bocas moviéndose. Los señores que tanto pedían a sus mujeres le plancharan las camisas para lucirlas en el mercadillo, las presentaban con inmundicia y la ropa en las señoras, las mostraban de arrabal. ¡Todo lo veía diferente!

—No dejen pasar este día, agarren lo que necesitan y mírense más auténticos —decía el encantador.

Aquilino estaba como centinela en la torre. Las personas se movían como títeres. Los compradores buscaban en sus bolsillos para alcanzar el premio. Las mujeres registraban la cartera. Cada cual pagaba lo anhelado.

—¡Soy el que trajo el juego y llegué para seguir contigo!

Una señora ajustó la falda entre sus piernas y agarró una olla de barro; tenía las manos heridas, el ojo con sangre y la mejilla derecha moreteada. Un hombre portaba en la mano un cajón de madera y en la otra llevaba un feto que chorreaba líquido blanquecino. Varias personas se lanzaron hacia los cuchillos. Un hombre grueso levantó uno muy largo y en la punta mostraba la cabeza ensartada de un gato negro; una señora hundía un cuchillo en el cuello de una mujer que recogía un cenicero de cristal de Murano. Un hombre agarró un punzón y lo metió en el pecho de otro como si fuera una fiesta taurina. Una joven se cortó las venas y cayó al suelo en un pozo de sangre, la pisaban y la sandalia de una señora se sumergió en el charco hasta llegarle el líquido a los dedos; pero nadie se percataba de lo que estaba ocurriendo.

El mercader estaba sentado en una silla y flotaba en el aire. Su sonrisa confirmaba la intención del vendedor y la satisfacción del comprador.

—¡Todo al gusto y a sus necesidades, no dejen de adquirir lo que más satisfacción les produzca! —gritaba Aquilino.

Goyito, buscando salir, se chocaba con las piernas gordas de las mujeres, era golpeado por las manos sin control de los hombres y con las carteras de las señoras. Eran movimientos en la oscuridad, en el espacio de las sombras. El terror lo mantenía en la asfixia y el deseo de escapar le daba aliento. Sin tener una salida definida, se deslizó y escapó; corrió buscando un mundo distinto, zanjeando calles, escuchando gritos. Corrió, aún con los ojos cerrados; corrió pueblo abajo.

Después de mucho tiempo, una brisa suave y fresca le reconfortó. Se encontró en un descampado que no le era conocido; y paró. Jadeando, paró. Todo el campo estaba lóbrego. En un impulso, arrancó de su cara las gafas y las lanzó al aire, preparado para seguir corriendo… ¡Se sorprendió! El día se aclaró ante sus ojos, apareció el verde de los árboles y los colores del prado. Los brazos le pesaban. Al sacudir las manos de pronto vio que tenía pegada una etiqueta con un escrito: “Modelo Reencarnación 7. No apto para niños”.

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