Las persianas tamizaban la luz de la tarde trazando líneas sobre la sala, donde el hombre de arrugas profundas y barba blanca yacía sobre un diván.

     —John, cuénteme su sueño —pidió el hombre de jersey amarillo que resaltaba sobre la piel granate del sillón en el que estaba sentado. Sobre las piernas cruzadas sostenía un bloc. En la mano derecha un bolígrafo Cross dorado.

     —Siempre es el mismo. Me veo golpeando la puerta del baño, una y otra vez.

     —¿Por qué?

   —Quiero entrar. Hemos oído los frenos de la camioneta de mi padre del modo en que chirrían cuando regresa borracho.


     La mujer leía en la cama recostada en dos almohadones. En un sillón, John sostenía un vaso de whisky en la mano derecha. La tormenta eléctrica rasgó la noche. Las descargas seguidas de relámpagos y truenos delineaban el cielo nocturno. Un ruido de lluvia ansiosa y fragante a tierra mojada inundó el dormitorio. Por la abierta cristalera penetraba un viento fresco que se entretenía en agitar la cortina.

     —¿Quieres sabes la verdad sobre mi ceguera?

     La mujer levantó los ojos del libro y se le quedó mirando por encima de las gafas.

     —¿No te caíste de un columpio?

     —Eso fue lo que contaron mis padres —dijo.

     Ella se quitó las gafas. John se llevó el vaso a los labios.


     —Un segundo —rogó el celador. Buscó en la relación pasando el dedo. Descolgó el teléfono y marcó —. Están aquí los familiares del treinta y nueve… Bien, bien… —colgó—. Pasen a la sala cinco. Es la tercera a la derecha.

      Agarrado del brazo de la mujer, el hombre caminaba moviendo el bastón de derecha a izquierda. Entraron en una sala aséptica y fría. A la izquierda, se abrían tres líneas de puertas metálicas numeradas. De una de ellas asomaba una camilla con un cadáver cubierto por una sábana. El asistente comparaba la etiqueta que colgaba del dedo gordo del pie del cadáver con el expediente.

     —¿Son los familiares de Katherine Baker?

     —Soy su hermano John —dijo el hombre de barba blanca y gafas negras—. Soy invidente. ¿Me permitiría poner las manos sobre el rostro?

     —Claro, claro —balbuceó, destapando la cabeza.

     Entregó el bastón a la mujer. Ella le colocó las manos sobre la cara del cadáver. Los dedos recorrieron la orografía de facciones como si interpretara una pieza en un piano de hielo.

     —Es Katherine—afirmó, moviendo la cabeza—. Si le sirve: en el dedo meñique de la mano derecha tiene una cicatriz. De pequeña se lo pilló con una puerta.

     El funcionario sacó la mano de la sábana y lo comprobó.

     —¿Sufrió? —preguntó John.

     —No. Chocó contra un árbol y se rompió el cuello —dijo. Tapó la cara y empujó el cajón que se cerró con un golpe seco.


     John bebió. Saboreó y chascó la lengua. El carrillón del salón dio las once. La lluvia proseguía pertinaz y ruidosa. Los fogonazos de los relámpagos entreveían la amenazante masa gris que techaba la ciudad. La mujer cerró el libro y le miró atenta.

     —Vivíamos en un pueblecito de Montana frente a las Rocosas, rodeado de bosques de pinos —continuó John—. Papá tenía un aserradero. En aquella época era jovial y religioso. Mamá, por el contrario, se mostraba siempre callada; a veces lloraba sin que supiéramos la causa. Si a Kathy y a mí nos hubieran separado al nacer, nadie pensaría que fuéramos hermanos, y menos, mellizos. Ella heredó el pelo rubio y la suavidad de carácter y rasgos de mamá. Yo, por el contrario, el cabello negro y las facciones angulosas de papá.

       Apuró de golpe el resto del whisky.

     —Todo fue perfecto hasta que papá se amputó una mano trabajando. Comenzó a beber los sábados. El alcohol le volvía violento. Por su culpa, mamá estaba más triste. Seeker, nuestro collie, tenía la costumbre de recibirte poniéndose en pie y lamerte la cara. Una noche salió al encuentro de papá. Al día siguiente lo encontramos con la cabeza destrozada. Lo enterramos bajo un pino. Kathy puso una cruz con su nombre.


     El hombre del jersey amarillo terminó de escribir. Buscó varias hojas atrás en el bloc. Releyó y miró al paciente.

     —¿Quién más oyó chirriar los frenos, John?

     —Mamá y Kathy.

     —¿Dónde están ellas?

     —Encerradas en el baño. No quiero quedarme solo.

     —¿Por qué, John?

     Contrajo la cara. Movió la cabeza. Entrecortó la respiración. Boqueó.

     —Tengo miedo. No, miedo no, es pavor lo que siento —dijo. Humedeció los labios con la lengua—. Golpeo la puerta y grito que me dejen entrar. El picaporte se resbala. Me sudan las manos. Vuelvo a gritar. No abren. Suplico, una y otra vez, pero no abren. Estoy fuera y solo. Escucho la puerta de la entrada. No tengo fuerzas. Papá se recorta en la luz del porche. El metal de la prótesis, reluce. Trastabilla hacia mí. Las piernas no me obedecen.


     La mujer dejó el libro sobre la mesilla y salió de la cama. Al cerrar la cristalera, la tormenta enmudeció y la cortina se detuvo. Se sentó en un brazo del sillón de John. Le quitó el vaso vacío de la mano y la sostuvo entre las suyas.

     —Perdí la visión por un golpe de mi padre —prosiguió John—. En el hospital dijeron que sufría amnesia retrógrada. Que iría recuperando la memoria paulatinamente. No fue así. Desde entonces tengo un sueño recurrente. He estado yendo a un sicoanalista para recordar.

     —Lo siento —susurró la mujer. Le acarició el pelo. Los ojos le brillaban húmedos.

    —Mamá amaneció muerta dentro de la camioneta. Kathy me dijo que estaba guapa, como dormida, con la cabeza apoyada en el cristal. No fue el monóxido de carbono el que se la llevó, fue la pena. Desde que me quedé ciego, había empeorado. Pasaba los días sentada en un rincón, sin hablar. Mi hermana se encargó de la casa. Cuidaba de mí como de un niño: me daba de comer, me ayudaba a acostar, hizo todo lo que pudo hasta que aprendí a valerme por mí mismo. La tía Viki consiguió nuestra custodia. Nos trajo a vivir con ella. No nos llevó al sepelio de papá.

     Le rodeó con uno de los brazos y le atrajo hacia ella.

     —Cuéntame el sueño, John.


     La capilla estaba revestida de madera, con bancos a los lados del pasillo central. El frente lo ocupaba una mampara abierta que dejaba ver el féretro situado sobre unos rieles frente a unas cortinas grises. Tras las palabras del celebrante, al son de una música litúrgica, las cortinas se abrieron dejando ver una trampilla metálica. El ataúd comenzó a moverse hacia ella. Cuando estaba próximo, la trampilla se abrió, mostrando sus entrañas de fuego.

     Tras recibir las condolencias y pésames de los asistentes, regresaron en coche.

     —Ha sido la ceremonia que ella habría querido, ¿no te parece? —dijo la mujer, sin perder de vista la carretera.

     John no contestó. Tenía los ojos cerrados.

     —¿Te encuentras bien? —Puso la mano sobre la de John, y la acarició.

     —El día del accidente, Kathy vino a casa. Tu habías ido a la ciudad —dijo el hombre como para sí.

     —No me lo comentaste —le miró de reojo—. ¿Qué quería?

     —Saber lo que recordé.


     Las líneas de luz se habían vuelto rosas y los paspartús blancos de las acuarelas que decoraban el despacho, naranjas. El hombre del jersey amarillo sostenía la gafa en una mano y con la otra se presionaba el entrecejo. Miró al paciente que parecía dormido.

     —Necesito que recuerde, John. ¿Por qué se han encerrado su madre y hermana?

     —Papá nos pega.

     —¿Por qué no quieren abrirle?

     La frente se crispó. De los parpados contraídos se resbalaban lágrimas que desaparecían entre su barba.

     —Es mi hermana la que no quiere. No deja que mamá abra.

     —¿Por qué, John? ¿Por qué Kathy no quiere abrirle?

     Apretó las manos. La respiración se le aceleró. Contrajo el cuerpo, incorporándose con brusquedad.

     —Porque si nos encerramos todos, papá tirara la puerta —gritó. Se abrazó y rompió a llorar.

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