Hace tiempo que dejé olvidada la maleta de la culpabilidad, sin embargo diría que aún vigila mi sueño. Mi madre murió sin despedirse de mí. Su recuerdo se cuela sin avisar, como el humo por la rendija de una puerta mal cerrada. Revivimos el dolor puro, el que asola sin piedad, con solo palpar una cicatriz, sin embargo nadie nos advierte a tiempo de la profundidad del desgarro que sentiremos después de herir a otra alma. Asomada por la ventana, espero al cirujano que acabo de conocer en el congreso. Mis pensamientos caminan hacia el pasado y con demasiada frecuencia paralizan mi presente. Me separan diez tallas y el doble de años, de la adolescente que se hubiera zampado todas las chocolatinas que me dan la bienvenida en esta habitación para fumadores. Aquella niña llena de complejos, de sábados sin amigas y veranos sin bikini, es hoy una mujer que rellena los poros que la corroen con basura: lencería comprada para el adúltero que llegará pronto a este hotel, vanidad a cucharadas que empacha el cuerpo pero vacía mi mente a dentelladas. No digo que mi madre me escondiera del mundo, pero su mano equivocada, en vez de levantarme, consolaba mis lágrimas con más chocolate. Nadie sabe cuánto y cuándo la influencia de una madre empieza a deformar a los hijos.

       Desde que ella murió no importa dónde vivo, porque mis pies y mi maleta que caminan juntos, rara vez repiten el mismo suelo, sin embargo mi mente, distante y rezagada busca el que fue su hogar, aunque ese hogar fuera solo la fría casa de mi madre. El cirujano ya ha llegado al hotel; sonríe demasiado. Con el chasquido que oigo cuando cierra el pestillo del baño, me asalta la imagen de la puerta de mi cuarto en mi casa materna. El pestillo en mi habitación estaba por fuera y mi madre, avergonzada de mí, me recluía allí cuando llegaban visitas a merendar, para que no fuera glotona y me comiera las galletas. Me alcanza otro recuerdo amargo: tres días allí encerrada por maquillarme con doce años. Lo que son las cosas, durante su larga enfermedad, ella dormiría en la que fue mi habitación y yo cerraría el pestillo solo para evitar que se levantara a oscuras y pudiera desorientarse por el pasillo. Para proteger su intimidad, tampoco permití visitas en casa, tal y como ella prohibía la entrada a mis escasas amigas. Eran sus reglas y debía cumplirlas. No supe hacerlo mejor.

       La sonrisa infiel del cirujano estudia mi cuerpo desnudo. Al colgar su chaqueta me alcanza su olor a humo, que despierta ráfagas de imágenes diferidas. Necesito un momento, me escondo en el baño para darme otra ducha. Bajo el agua caliente palpo el relieve de la quemadura en mi brazo que me trae la imagen de mi madre y el cigarrillo apagado en mi piel. Estoy sentada estudiando, ella se acerca a mí por la espalda, con sigilo y con un cigarrillo encontrado en mi mochila. Lo trae encendido y sin mediar palabra lo apaga en mi brazo desnudo. ¡Que no es mío, mamá, de verdad, que alguien me lo ha metido en la bolsa!, ¡mamá…, por favor…! Su mano responde: lo aplasta con más fuerza. Cuánto miedo aprendí aquel día, cuánta rabia contenida en sus rígidas normas. Me quemo, abro el grifo del agua fría, contraste que me alivia y me lleva de un salto hasta mi primer trabajo, el que me permitió doblar la esquina y cambiar la trayectoria de mi camino, venciendo la inercia de seguir bajo la penumbra materna.

       Al doblar la esquina del edificio, una gran puerta giratoria automática aparece ante mí. Busco con mirada lastimera alguna otra alternativa para acceder al piso décimo donde he sido citada, pero desisto al echar un vistazo al reloj: debo entrar ya. Me impone más respeto aquella puerta que esa primera entrevista de trabajo. Estiro mi falda intentando hacerla más larga, me coloco el bolso por tercera vez en el hombro y consigo acceder al interior sin ser atropellada. Me deslumbra el brillo del mármol que me rodea y el olor del lujo inunda el aire que no me atrevo ni a respirar por si no me pertenece. La música envolvente del ascensor de cristal me acerca a un mundo nuevo donde cuesta encajar mi inseguridad. Con los sentidos saturados conozco al doctor Sierra, quien me contratará y con quien aprenderé a arrancar las cortinas sin miedo a que entre la luz. En pocos años consigo levantar la mirada y no verme a través de los ojos de mi madre. Al alejarme de su densa presencia, puedo distinguir el sufrimiento del victimismo gratuito, sin depender de su constante aprobación. Entonces, cuando mis pies dejan de andar de puntillas y empiezan a correr sin miedo a levantar el polvo, de pronto, mi madre enferma.

       Como perfecta hija única que siempre hace lo que se espera de ella, volví a casa de mi madre para cuidarla, porque no supe encontrar la excusa que me salvase de retroceder por el angosto camino hacia su casa. Mi madre se había quedado viuda años atrás. La muerte de mi padre debió de ocurrir en la fecha que imprimió la funeraria en la esquela. Pasé de no sentirle vivo a olvidarle muerto: sólo me dejó sus ojos azules. Mi madre volvió a robar mi libertad recién estrenada, porque pese a la medicación que la obligaba a dormitar casi todo el día, ejercía una gran influencia sobre mí y lo aprovechaba. Ella debía de creer que no la quería, pero cuando la oía llorar por las noches, mis sueños conjugaban el verbo deber y me levantaba para atenderla. Le administraba calmantes a las dosis prescritas, pero aún así su enfermedad degenerativa avanzaba sin piedad, una áspera tortura. Recuerdo los años que tardó en morir como una agonía en la que tanto pedía perdón y se sumía en rezos y rosarios suplicando piedad, como se aferraba a mis manos y me exigía a gritos que le aumentara la medicación. Su austeridad tampoco le permitía contratar a nadie para ayudarla y no se reconocía en aquella mujer débil y dependiente que era entonces. Se consumía como las velas encendidas cada tarde a San Pantaleón, en quien tenía tanta fe. La ayudaba a cambiar de postura para evitar las escaras, aunque le dolían tanto las llagas, que prefería no moverla demasiado. Le preparaba puntualmente su comida que se quedaba helada en el plato porque su orgullo le prohibía pedir ayuda. La apremiaba con comer dulces si la notaba tristona, porque como ella me enseñó, la angustia se siente menos gris con el marrón chocolate. Inundaba la casa con música para no escuchar sus ideas suicidas que yo sufría como amenazas; debía mantener la calma para no ceder ante sus peticiones. La escuchaba compadecerse de sí misma noche tras noche e incluso tuve que administrarle antidepresivos para ayudarla, siempre disueltos en su bebida para mantener su dignidad. Los días pasaban lentos entre sus alaridos, sus lamentos y mi resignación. No podía soportar su sufrimiento, pero sí podía aumentar las dosis de sedantes y confieso que la ayudé.

       Siempre tuve la convicción de que la vida tiene esquinas. La esquina más opaca de mi vida fue mi madre, que eclipsaba mi camino sin dejarme ver el siguiente tramo. Mi madre provenía de una generación de mujeres tristes, siempre moderadas pero sobre todo infelices. Vestía un halo de resignación que lo contagiaba todo y cargaba un peso sobre sus hombros que era su propio victimismo. Su compostura y recato limitaban el vuelo de su falda. Mi madre regentaba su hogar como si fuese un negocio, porque para ella la vida era muy seria y reírse a carcajadas o bailar en la cocina con la música alta, además de una locura era una clara señal de inmadurez. En casa de mi madre, que nunca fue mi casa, habitaba la austeridad: en cada lámpara se desenroscaban algunas bombillas, las duchas en pleno invierno eran de agua templada, porque la templanza atenuaba la intensidad de algo tan sobrio que podría llamarse tacañería, pero entre cortinas de humo y penumbra, la línea que separa la contención de la miseria se desvanece. Y yo nunca pude decir que mi madre fuera tacaña, si acaso contenida. En su casa el silencio se hacía respetar y las tensiones mudas en la mesa se rellenaban con el telediario. Cuando hablaba con mi madre, su mirada se perdía en el infinito y sus palabras, sin lenguaje corporal, parecían formar parte de una costosa conversación telefónica.

       Por supuesto que busqué a mi padre en aquel hogar. Existía, estaba pero sin estar, porque tenía su propia estrategia para cumplir las normas: la ausencia. Nunca participaba en mi vida, nunca se acercó a mí o quizá nunca se atrevió. Era un hombre plano. Aprendí a ser prudente, a no molestar demasiado, a contar los hechos secos de emoción. Diría que pude ser trasparente y alegre, pero la pastosidad que rezumaba aquella casa me fue haciendo traslúcida, quizá por la opacidad heredada. Creo que el papel de joven serena y discreta que interpretaba se fue enquistando en mi ser y empezó a mezclarse mi esperanza y mi realidad, porque mi madre me fue conformando a su manera y modeló mi persona para necesitarla sin razón aparente. Anhelaba su aprobación y me sentía egoísta si la hacía sufrir; una ligera mirada de decepción suya, pisoteaba mis ilusiones y las convertía en caprichos vergonzosos. Dependía de los hilos que me manejaban y llegué a apartarme a un lado solo para dejarle más espacio en mi vida. Mi padre miró para otro lado.

       Con aquella atmósfera, la dirección que tomaron mis pasos fue muy sencilla, porque no había alternativas: en mi casa sólo se podía mirar hacia abajo. Busqué los ojos de mi padre, pero estaban apagados y nunca encontré los de mi madre porque siempre miraban hacia sí misma. Su control me obligó a crecer pegada a las paredes y a respirar sin hacer ruido. Estudié, sobreviví agarrada a los libros, la mejor excusa para no abrir las ventanas y que el mundo real entrara en casa. Hasta lo que recuerdo de ella, sentía su presencia como si fuera humo. 

       Vuelvo a mi realidad cuando el volumen de los jadeos del hombre que está encima de mí aumenta. Al poco aparece el silencio que anuncia el fin de esta misma situación grotesca repetida en cuerpos diferentes. Por fin se levanta, alcanza algo del bolsillo de su chaqueta y se sienta en la cama, de espaldas a mí. Acaba de encender un cigarrillo. Con la primera bocanada de humo que escapa de su boca, mi mente, sin pedir permiso, anula mi voluntad y me arrastra hasta la casa de mi madre y hasta el día en que no quiso despedirse de mí. Ese mismo día me llama desde la habitación a la que acudo desarmada, porque lleva muchos días callada, hundida, dejándose morir. Cuando abro la puerta, veo su cuerpo derrotado, pero ella agazapada detrás de una mirada dura, aún me hace temblar. Su orgullo me echa de su casa para poder morirse sola. Hoy, la niña que habla por mí se atreve a decirle que nunca la quiso. Para esquivar el odio que brota de sus ojos, le doy un beso cobarde en la frente. La viva llama de una vela tiembla tan cerca de la colcha, que solo salgo al pasillo y espero. Cuando el humo se escapa por debajo de su puerta, me despido de ella con el chasquido del cerrojo. Ahora ella tampoco me podrá perdonar a mí. De pronto una certeza me desgarra: me he equivocado, porque esa ínfima parte de mi alma que no estaba manchada por mi madre se muere en el momento en que elijo castigarla. La casa se quema pero no me libera ni me purifica. Solo pertenezco a una generación de mujeres tristes que pasean su oscuridad.

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