Las infancias rotas ·

Las infancias rotas ·

Daniela Baños

02/12/2020

La foto de la tía Marga llegó a mi habitación nueve días después de la desgracia. La casa todavía olía a los lirios que nos habíamos traído de su velatorio cuando mi madre la puso sobre mi mesita de noche. Desde el momento en que la vi, me entró un soplo frío al cuerpo que nunca se fue. Algo no estaba bien. Era un retrato viejo, tenía las esquinas desteñidas y estaba agrietado. Pero, sobre todo, era una imagen fea. Estaba la tía Marga parada junto a un árbol de duraznos que había en el jardín de mi abuelo. Traía un vestido ajustado que resaltaba las lonjas gelatinosas de su barriga. En la mano tenía un cigarro. Pero lo que descomponía la foto era la expresión de su cara. Tenía el ceño fruncido y los labios torcidos. A su lado estaba yo, con unos cuatro años, una paleta en la boca y una sonrisa pegajosa. No había misterio detrás de su disgusto. Odiaba los niños. No le gustaba tenerlos a la vista, menos cerca de ella. A mí me saludaba con unas palmadas en la cabeza como si fuese un perro. Con un empujoncito, me decía: “Hala, vete a comer tierra”. Mi madre pulió el marco de madera con su pulgar y volteó a verme con los ojos aguados.

– ¿Te gusta?

– Sí, mamá. Es muy bonita.

– Me alegro.

– Es tan bonita, que quisiera ir a su tumba y dejársela- dije, pensando que había encontrado una manera de deshacerme de ella.

– Qué dices, Pedro. La tía Marga no la necesita. Te puede ver desde el cielo.

Su muerte había sido inesperada. Un accidente tan extraño que se convirtió en un mito urbano: la mujer que nadaba bajo la lluvia cuando le cayó un relámpago y la partió en dos. En realidad, la tía Marga nunca nadaba. Solo flotaba en un camastro inflable con lentes de sol, un cigarro y su Martini con aceitunas. Como las estrellas de Hollywood, pero con treinta kilos de más. El accidente causó tal euforia que vinieron reporteros de fuera y acamparon en la puerta del tanatorio. La historia estaba en las portadas y en los encabezados y en los magacines informativos. También en las conversaciones de las peluquerías, entre tintes y tijeretazos; en los encuentros casuales en el pasillo de cereales del mercado; en la fila de espera en Correos y en los recreos de mi cole. Escuché el primer rumor sobre su muerte en la casa de mis abuelos. Fue una amiga suya, Sabina Lapeña, quien lo dijo. Había venido con su hermana a darle el pésame a mi familia. Traía un manojo de pañuelos arrugados en la mano, como peonías blancas, y le susurró, entre lágrimas y sin darse cuenta de que yo estaba al lado: “La electricidad le entró al cuerpo con tanta fuerza que sus ojos salieron volando y los paramédicos tuvieron que sacarlos de la piscina. No podría haber sido peor”. A mis ocho años, la imagen de sus ojos rodando como canicas en el fondo de la piscina se me quedó tatuada. Al igual que el comentario de mi amigo Luis, quien me dijo que se le había aparecido su fantasma una noche flotando en la piscina de su casa.

A mí me daba miedo la tía Marga, incluso antes de que muriera y de que dijeran todas esas cosas acerca de ella. Era la hermana mayor de mi madre. Se había divorciado dos veces; no le gustaban los abrazos ni los besos; daba los peores regalos de Navidad; mascaba semillas de girasol y fumaba, dejando cáscaras tiradas por toda la casa y una estela de cenizas. Era escandalosa, en su mirada había una pizca de maldad y olía a ropa vieja. La única vez que me cuidó la cosa terminó mal. Mi madre tenía que hacer diligencias y me dejó en su casa. No me hizo mucho caso. Me dio un barquillo de chocolate y salió a asolearse en la piscina; estaba flotando en su inflable, con música en el fondo y un sombrero enorme puesto. Tenía una botella de ginebra y una lata de aceitunas en la orilla, para rellenar su Martini. Yo me quedé dentro, primero conté cuántos azulejos había en la cocina y después rompí una vasija con mi pelota saltarina. No se dio cuenta hasta el almuerzo cuando pisó un pedazo y se le incrustó un triángulo de porcelana en el pie. Había intentado esconder los trozos debajo del sofá, pero no me fijé bien y dejé algunas piezas sueltas. Un listón de sangre empezó a correr en el suelo y ella se engrandeció de rabia. Parecía que iba a reventar y las venas se le salían de las sienes como los ríos que coloreábamos en clase de geografía. El resto de la tarde me encerró en un armario. Primero la llamé a gritos, después me puse a llorar. Me dejó salir unos minutos antes de que me recogiera mi madre. Ella le dijo que todo había ido de maravilla y yo le conté la verdad en el coche, cuando íbamos de regreso a casa, pero no me creyó.

– Pedro, cariño, si me ha dicho que han estado jugando a las escondidillas, ¿no será que te habrás asustado cuanto no te encontró y te quedaste solo en el armario?

Nadie más parecía percibirlo, pero la tía Marga era cruel. Había algo que parecía haberse roto o desviado dentro de ella. Yo lo sabía porque, a veces, ella hablaba con la boca, pero no con los ojos y sonreía con los dientes, pero no con la cara.

La primera noche que pasé con la foto en mi habitación, volteé el marco hacia la pared antes de acostarme. No quería ver a mi tía y tampoco quería que ella me estuviese viendo mientras dormía, aunque no pegué el ojo. Cayó una tormenta y azotaron tres relámpagos. Cuando murió la tía Marga habían sido seis. No los había contado, pero lo repitieron tanto en los noticieros que se me quedó grabado. Tan pronto escuché a mi padre levantarse en la mañana, salí corriendo de la cama. Estaba preparándose un café cuando interrumpí su ritual matutino.

– Papá, ayer cayeron tres rayos.

– Sí, hijo. ¿Te despertaron?

– No. Pero, entonces, ¿han matado a tres personas?

– No, cariño…. Lo que le pasó a tu tía fue algo fuera de lo normal.

– ¿Me puedo morir yo también por un rayo?

–  Sí, pero no va a pasar.

– Y, ¿cuáles son las probabilidades?

– Pues, no lo sé. Una en diez millones. Vaya, como si te fueses a sacar la lotería.

No sabía cuánto significaba uno en diez millones. Sonaba a mucho y sabía al idioma de adultos. A ese lenguaje que usan en las noticias y cuando hablan en el coche sobre el trabajo. Pero no le pregunté a mi padre cuánto era. Quería que él pensara que era inteligente. Aproveché que mi madre no se había despertado para desayunar cereal con tres cucharadas de ColaCao porque ella no me dejaba hacerlo. Papá sí, pero no tres cucharadas, así que lo hice cuando estaba lavando su taza.

A la mitad del desayuno me acordé de la foto. Volví a mi cuarto apresurado para voltear el marco antes de que se despertara mi madre y lo viera. Al virarlo me encontré con un retrato distinto. Era parecido, pero diferente. Estábamos en el mismo lugar, el jardín de mi abuelo, y traíamos la misma ropa, pero estábamos acomodados en otro orden. La tía Marga estaba atrás del árbol y yo enfrente. Intenté sacudir los escalofríos que se me treparon encima. Quizás no había prestado mucha atención cuando me la había traído mi madre por primera vez. Era distraído. Me pasaba en todas partes. Me lo decían mis padres, cuando dejaba la puerta del frigo abierto. Mis abuelos, cuando iba a su casa y dejaba la llave de la cocina corriendo. Mi maestra del cole, cuando suspendía los exámenes de sumas y restas por estar observando los pájaros que pasaban por la ventana: “Pedro eres un chico inteligente, pero tienes que estar más atento”.

No le dije a nadie lo que había ocurrido. Me fijé en cada centímetro de la foto, absorbiendo todos sus detalles: el pastizal amarillento que nos pincelaba los pies, el árbol torcido a la izquierda, mi camisa de rayas blancas y rojas. El resto del día me lo pasé replicando la imagen. Como si, al no tenerla en bucle en mi cabeza y estarla escupiendo por doquier, la fuera a olvidar y me fuese a hacer otra mala pasada. La dibujé en la parte trasera de mis cuadernos durante clase y en el recreo sobre la servilleta en la que mi madre envolvía mi sándwich. También en la clase de arte, aunque se suponía que teníamos que pintar peras y manzanas con acuarelas. Regresé a casa y cuando entré a mi habitación vi que la foto había regresado a su estado original. Estábamos parados lado a lado.

Dormí con una hoguera burbujeando en mi estómago. Puse el marco bocabajo sobre mi mesita de noche y me acomodé en la punta contraria de la cama, lo más lejos que podía estar de la foto. Al despertarme, me encontré con el marco bien puesto, apuntando en mi dirección. La imagen era distinta. Se había transfigurado de nuevo. Salía la tía Marga detrás de mí, con ambas manos sobre mi cuello como si me estuviera ahorcando. Tenía una sonrisa mecánica puesta. Mi cabeza colgaba entre sus dedos como una presa muerta con los ojos abiertos y cristalizados. Mis gritos reventaron la casa. Tiré la foto y el vidrio explotó en el piso. Cuando entraron mis padres, la imagen había vuelto a su estado original y yo no podía formular una oración completa. No podía explicarles que la tía Marga me estaba intentando lastimar. Solo lloraba y mi madre me rebosaba en besos y abrazos.

–  Es bueno sacar el dolor. No te preocupes por el marco, ¿vale? Compraré otro – sus ojos se llenaron de lágrimas y, en ese momento, no me atreví a decirle que no quería la foto en mi habitación.

En el desayuno me dejaron comer lo que quisiera. Tenía el estómago tan cerrado que ni un cereal con tres cucharadas de ColaCao me abrió el apetito.

La foto regresó a mi habitación al día siguiente con un marco metálico. Con el cambio de madera por uno de metal, la brujería de la imagen parecía haberse apagado porque los días siguientes el retrato era mismo: nosotros dos parados frente al árbol en el jardín de mi abuelo. Fue hasta una semana después que me percaté de lo que estaba pasando. La tía Marga estaba creciendo poco a poco. Era un cambio sutil, milimétrico. Pero se me trepó por debajo de la piel. Al día siguiente, harto de sus hechicerías y decidido a revelar la verdad, le llevé la foto a mis padres. Estaban viendo una película, así que me paré enfrente del televisor para que me hicieran caso. Les dije que la tía Marga se estaba volviendo más grande. Mi padre tomó la foto, frunció el ceño y se la pasó a mi madre.

–  Hijo, la tía Marga era gorda pero no es para tanto.

–  No me estáis escuchando. Cada vez crece más en la foto.

–  Cariño, la foto es la misma. No te entiendo.

–  ¡Que no es la misma! Está embrujada. Cada día cambia.

Ese día, se fue de mi cuarto. La pusieron en la estantería de libros. Pero cuando desperté, estaba en mi mesita de noche. Mis padres no me creyeron cuando les dije que no la había traído de vuelta a mi habitación. Tampoco me creyeron cuando les insistí que la tía Marga seguía creciendo. Para la semana siguiente, se había engrandecido tanto que rebasaba al árbol que tenía a su lado. A los pocos días, me tapaba a mí también. Se infló tanto que, adquirió el tamaño real de una persona. En el marco solo cabía la mitad de su cara. Una mañana me desperté y ya no estaba la foto sobre mi mesita de noche. En su lugar había unas cáscaras de semillas de girasol, cenizas de cigarro y un olor a ropa vieja en la habitación.

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