Napolitanas de chocolate

Napolitanas de chocolate

María Crespo

10/07/2020

Cuando está triste me agarra del brazo, descansa su cabeza en mi hombro y en voz baja, pregunta “¿Cuánto me quieres?”, no porque no sepa la respuesta, sino porque quiere escucharme decir un “nada” fingidamente serio que significa lo contrario.

Estamos sentadas en una cama doble muy pequeña de un hotel en Lyon. Es un París en miniatura. Con esos edificios blancos, clásicos, de techos altos y ventanas enormes, como puertas para los fantasmas y en la calle un montón de tiendecitas con toldos de colores y un lejano olor a mantequilla. Hace frío y he salido al pasillo a preguntarle al dueño por qué la cama es tan pequeña y cómo se enciende la calefacción. Todo sin dejar de sonreír mientras él mira, con la ceja levantada, mis zapatillas azules y rosas. Al volver se me caen las llaves y me entra la risa tonta. Mi hermana se contagia y juntas evocamos la caída al suelo de mi madre, hace un rato, cuando jugábamos a ser turistas en la calle Víctor Hugo y elegíamos las boinas más elegantes de los escaparates en rebajas. No se ha roto algún hueso de milagro.

No me río con nadie como con mi hermana. Quiero decir que sólo ella me hace reír a carcajadas en un segundo. Con una mirada sabemos qué nos hace gracia sin nombrarlo.

Después de un descanso volvemos a salir a la calle, mapa en mano. Mi madre nos enseña el codo, que empieza a cambiar de color. Cruzamos al lado viejo de la ciudad por la pasarela de San Jorge, comiendo napolitanas de chocolate. Se nos deshacen las capas de hojaldre entre los dedos e imitamos la despedida, exagerada, de la dependienta. “Que tengáis una tarde extraordinaria”, ha dicho, como si el mundo fuera a cambiar al cerrar la puerta de la panadería.

Está poniéndose el sol e intento atraparlo en una fotografía, aunque sé que esa luz no cabe en un cuadrado. Mi mundo cambió cuando murió mi padre. Sin avisar, una tarde cualquiera. Y a pesar de que todo está un poco roto desde entonces, el sol sigue acostándose cada día en cielos amarillos. Quizás es una especie de consuelo, la prueba de que hay reservas intocables de belleza, lejanas pero siempre a la vista, por si alguien necesita mirarlas.

No lo decimos pero las tres seguimos persiguiendo los recuerdos de cómo era todo cuando éramos cuatro. Cuando los días estaban hechos de promesas y él te pedía un trocito de napolitana de chocolate y se llevaba por delante casi la mitad del postre.

No lo decimos pero las tres sabemos que hemos heredado sus tareas, sus sueños, sus hallazgos. Que mi madre es ahora quien tiene las respuestas, quien resuelve dilemas y cobija las lágrimas. Que mi hermana es quien se esfuerza en mantenernos unidas, a salvo del peligro. Que yo leo los mapas si vamos de viaje y, a veces, escribo, por si él está mirando y porque alguien tendrá que contar nuestra historia.

Amanece, el viento ha llegado a Lyon. Subimos callejuelas empinadas, entramos en algunas iglesias y seguimos con el inventario de cosas francesas. Un tiovivo, un bar donde todo el mundo lee en silencio y casi a oscuras, gente que bebe vino, señoras que hacen cola para comprar una baguette. Gente muy segura de sí misma (demasiado), que habla sobre el amor como si estuviera en una película y de política como si fuera a dar una clase maestra. Ah, los franceses.

Llegamos a la plaza Bellecour, una enorme explanada con una noria y una estatua al autor del Principito. En un extremo, un grupo de estudiantes improvisa una manifestación contra las tasas educativas (una más para el inventario). De la fachada de un edificio cuelga una foto enorme de un culo embutido en unos vaqueros, sobre el que se lee: Liberté, Egalité, Sensualité (otra imagen para la lista de tópicos franceses).

Entonces se escucha un grito agudo, desgarrador. Varias palomas aletean y los estudiantes se callan. Otro grito, más fuerte. Parece que una madre está llamando a su hijo, Manu.

Tal vez sea porque ese nombre se parece mucho al del mi hijo, que es el sobrino de mi hermana, el nieto de mi madre. O, simplemente, porque esa mujer parece estar a punto de perder la cabeza, vamos hacia ella al tiempo que buscamos, sin saber cómo es, a ese niño perdido. Alrededor, todo el mundo ha empezado a llamarle. “¡Manu, Manu!”. Mi hermana también dice, con todas sus fuerzas, ese diminutivo, Se acerca un policía, pide un poco de calma, por favor, y un taxista avisa de que se va a a dar vueltas a la plaza con el coche, no debe andar muy lejos ese crío. La madre, abatida, sentada en el suelo con varias bolsas a su alrededor, enseña en el móvil una foto y repite, en bucle. “Mi pequeño, mi pequeño”.

Pasa un tiempo que parece eterno. Mi madre intenta esconder bajo sus gafas de sol la angustia que desborda. Dos estudiantes le ofrecen un café a la madre desolada, intentan que se ponga de pie. Aparecen otros tres policías más, mientras el primero sigue tomando nota del relato. Y entonces se vuelve a romper el silencio.

“¡Madame! ¡Su hijo!”

Ahí está Manu. Un niño de unos cuatro años, con el abrigo abierto y la cara manchada de chocolate. Sujeta de la mano a un señor que lleva un delantal y los mofletes rojos, que sonríe como si fuera el mejor día de su vida. Un día extraordinario.

El hombre habla rápido. La madre abraza al niño. Todos los demás sonreímos. Manu tenía mucha hambre y como su madre no quería comprarle una napolitana de chocolate, se enfadó y se marchó corriendo a buscar una, sin darse cuenta de lo grande que era esa plaza. De lo grande que es el mundo que empieza donde acaban los brazos de su madre.

Volvemos al hotel, cansadas. El móvil dice que hemos caminado casi 15.000 pasos. Hay que hacer las maletas, repartir en los huecos los trocitos de queso al vacío que llevamos a casa, comprobar que no nos hemos dejado nada sobre la repisa del baño. Nos sentamos una última vez las tres en la cama pequeña y mi hermana le pide a mi madre que le acaricie un poco el pelo. Yo las miro, cada día se parecen más.

No lo digo pero pienso que ojalá Manu tenga un hermano.

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