ANNA RECITANDO A VERLAIN.

ANNA RECITANDO A VERLAIN.

Tono Martinez

11/07/2020

ANNA RECITANDO A VERLAIN.

Alejo Llanos era un conocido comerciante de arte y un anónimo y excelente pintor. Disponía de una pequeña galería en la calle Arganzuela, cerca del Rastro madrileño. Era famoso por viajar en busca de buenas pinturas y adquirir cuadros de autores desconocidos que luego vendía. Presumía de tener grandes contactos en los mercadillos internacionales, tanto en el de Portobello de Londres, como en el de las Pulgas de Paris, Ámsterdam o Berlín. Ofrecía excelentes gangas y era famoso entre los marchantes del país que con frecuencia lo visitaban. Esa mañana estaba reunido con Narcís y Jordi, dos galeristas catalanes. Alejo les enseñaba unas pinturas que acababan de llegar.

—Aquí tenéis lo último, lo que he traído del viaje que hice por la Europa de los Balcanes.

— ¿Y qué hay allí interesante?

—Mucha creación. Ahora están en pleno renacimiento. Desde la posguerra, la nueva generación está formando su mundo. Y en ese mundo, el arte está en plena expansión. —Los clientes empezaron a examinar las pinturas mostradas.

—Vaya, así, a primera vista hay alguno con buena pinta. Déjame ese que lo ponga a la luz —pidió Jordi.

—Mira que estilo tiene. Parece un Matisse. —Mientras Alejo hablaba vio que Narcis observaba con interés otro cuadro, uno que estaba en el suelo, en un rincón. En ese momento salió Olga, su secretaria, ayudante y de vez en cuando, amante.

—Don Alejo, le llaman por el fijo.

—Disculpadme, ahora vengo. —Alejo fue a la oficina y quedaron solos los dos marchantes. Narcís miró alrededor y cuando estuvo seguro de que nadie oía, susurró a su compañero.

—Has visto ese cuadro. Es un simple apunte, un boceto, pero parece un Bacón.

—Sera una imitación. Como va a tener aquí un Bacón. Lo tendría guardado.

—Igual no lo sabe. El compra por ahí, pero tampoco es un gran experto.

— ¿Tú crees? Un dibujo de una cara deforme y sin firma. Cualquiera lo puede haber pintado. Pero el especialista en Francis Bacón eres tú.

—Si es una imitación, es muy buena. Pero también podría ser uno de los muchos bocetos que desechó. Me gustaría verlo con tranquilidad porque tiene su sello.

—Bueno, tú sabrás. Pero si es cierto, no muestres interés.

—Mira, como vamos a comprar, elegiremos tres o cuatro y si el precio es bueno, lo incluimos en el lote. Igual tenemos suerte y resulta autentico. Con Alejo ya nos ha pasado algo parecido. Recuerda aquella acuarela de Nolde.

—Sí. Es tan desastre que no sabía ni donde la había comprado. —En ese momento salió Alejo con cara de circunstancias.

—Lo lamento pero me he de marchar. Me han llamado del hospital que han ingresado a mi padre.

—Vaya, sí que lo siento —dijo Jordi—. Espero que no sea grave y que se recupere pronto. —Narcís hizo un gesto de solidaridad.

—Bueno, no es la primera vez que lo ingresan. Pero vosotros seguid y si os interesa alguna pintura, Olga os la venderá.

Les agradeció la visita, se despidió y salió rápido.

—A ver, Olga —dijo Jordi después de estar un rato viendo cuadros y preguntando precios—. Si nos llevamos un lote con estos cuatro, por cuanto nos lo dejas. Ten en cuenta que son cuatro pinturas.

—Les puedo hacer un descuento del diez por ciento y espero que don Alejo no se me enfade. —Contestó con cierto desparpajo. Los socios se miraron y tras unos segundos de fingida duda, aceptaron.

—Vale, nos lo quedamos.

Los catalanes cerraron el trato, se despidieron y se marcharon con disimulada satisfacción. Al rato regresó Alejo. Sonrió a su ayudante.

—Han estado poco tiempo, el justo para tomarme un café. Los he visto salir y parece que se iban contentos.

—Estaban convencidos que se llevaban un chollo. Hice lo que me dijiste, les dejé solos y se relajaron.

—Sí, claro, te han visto presa fácil. Ha salido bien. ¿Cuántos han comprado?

—Cuatro. Los que habías previsto.

—Perfecto —dijo con media sonrisa—. Por cierto, ¿a qué hora viene Frank? —Olga ojeó su libreta.

—Ahora, a la una —contestó mirando el reloj—. No tardará. Mientras tanto vamos a seguir con la lista. Tienes que terminar un Alfaro y un Antonio López. Y deben estar listos en dos meses. —Alejo pensó como se podía organizar, sacó la agenda y estudió el trabajo pendiente.

Cuarenta minutos después entró Frank. Era un americano alto, guapo y elegante. Su figura acicalada contrastaba con el aspecto desaliñado de Alejo que, despeinado y barbudo, daba una imagen de bohemio trasnochado. Eran amigos desde hacía tiempo, se tenían confianza y hacían buenos negocios juntos. Al verlo entrar, Alejo sonrió, se levantó y le abrazó. Luego preguntó.

—¿Ya has convencido a ese millonario de Dallas? —Frank hizo un gesto pícaro y tardó en contestar. Lo hizo con su característico acento yanqui pero en un perfecto castellano.

—Sí. Estoy intentando venderle un Modigliani. Ahora lo ha descubierto y está interesado por su obra, por la época del Paris de la preguerra, cuando vivía con Anna. La ha visto en alguna pintura y dice que es mágica.

—Y tú ya has montado la estrategia, supongo.

—Le he dejado caer que pintó muchas veces a Anna. Que le hizo más de veinte retratos, aunque solo se conozcan cinco. Y que, como no tenía dinero, los malvendió para subsistir. Que se supone que esos retratos, hasta ahora desconocidos, deben estar en colecciones privadas. Y que mis contactos en Europa siguen la pista de uno de ellos.

—Buena envolvente. O sea que tengo que pintar un Modigliani.

—Sí, pero espera, la fruta aun no está madura. El siguiente paso será convencerlo de que se ha localizado esa pintura. Se llamará Anna recitando a Verlain. El título le va a encantar. Está fascinado desde que se enteró que los amantes recitaban al poeta a dos voces.

—No me digas que es un millonario sensible.

—Le gusta aparentarlo. Le da glamur. En el cuadro ella debe estar desnuda, con un libro en la mano. —Alejó quedó pensativo, imaginando la composición. Con media sonrisa comentó.

—Se puede crear una bonita historia. Seguro que ya la tienes diseñada.

—Estoy en ello. He pensado esta estrategia, a ver qué te parece. Como Modigliani era judío, vendió a otros judíos, murió, se hizo famoso, Paris, la guerra, la invasión naci, el holocausto, el cuadro que aparece en un desván. Con todo eso elaboraré algo creíble, un cuento romántico.

— Bueno, si está bien montado me puedes convencer hasta a mí. —Sonrió—. ¿Crees que colará?

—Claro. Déjame que lo organice y lo ponga en escena. Que se entere de los pormenores como si fueran descubrimientos propios. Cuando deje varios señuelos y él los encuentre, caerá. Me suplicará que se lo consiga.

—Bien, ya me darás más datos. Y sin firma, como siempre, ¿no?

—Esta vez no. Tengo una idea. Modigliani murió en 1920 y cuando estalló la guerra y los nacis ocuparon Francia, ya era famoso y sus pinturas estaban valoradas. También se sabe que, en algunos casos, para evitar el expolio de arte de los nacis, hubo quien tapó la firma con una capa de pintura. Así el cuadro pasaba desapercibido, como una copia y era poco probable que lo requisaran. Usaremos esa estrategia. Le haremos creer al tejano que el propietario era un rico judío parisino, que murió en un campo de concentración y que los herederos no tienen ni idea de que pueden poseer un Modigliani. Así, cuando lo adquiera, se elimine esa capa y aparezca la firma, se reforzará su autenticidad.

—Genial. —Contestó Alejo y quedó mirando a los ojos a Frank. Ambos soltaron una carcajada. Eran dos granujas que se entendían perfectamente. El pintor intentó centrar su cometido—. Entonces, ¿yo que he de hacer?

—Empápate de Modigliani y de su amante Anna. Tendrás que pintar Anna recitando a Verlain, con todo lo que hemos hablado. Y recuerda que lo pintó en 1911. Has de envejecerlo cien años.

Y así lo hizo. Alejo estudió y analizó al detalle la vida de ambos. Penetró en los personajes y adivinó sus pensamientos. Sintió el Paris de la preguerra, cuando la capital del Sena se había convertido en la vanguardia del arte europeo y palpó la vida de sus protagonistas.

En efecto, cien años antes, una tarde de la primavera de 1911, la poetisa rusa Anna Ajmátova posaba desnuda para su amado, Amadeo Modigliani. Mientras este la pintaba, Anna observaba a su amor y recordaba el año anterior, cuando lo conoció, cuando llegó al café la Rotonde con su grupo de amigos. “Ahora sé que me sedujo al instante. No lo quería reconocer porque estaba recién casada. Pero era tan guapo, tenía tanta personalidad. Resultaba tan distinguido con aquel traje de terciopelo ocre, la camisa amarilla, y el sombrero de ala ancha. Me fijé en él por su elegancia, por su porte aristocrático, aunque luego supe que no tenía ni un franco. Estaba sentado con sus colegas que después me presentó, Cocteau, Picasso y Brancusi. En cuanto me vio, no cesó de observarme. No le importó que estuviera con mi marido, que fuese extranjera o que me rodease de otra gente, buscó la ocasión para conocerme. Me regaló un boceto y me dijo que era como una diosa egipcia y que quería esculpir mi figura. Aunque yo estaba de viaje de novios, lo volví a ver en varias ocasiones. Una tarde de lluvia me llevó bajo aquel paraguas negro, viejo y enorme, y paseamos por el jardín de Luxemburgo. Luego, cuando amainó, nos sentamos en un banco sin importarnos que estuviese mojado y recitamos por primera vez a Verlain. Lo recitamos a dos voces y me impresionó la seductora armonía que creamos. Cuando regresé a Rusia nos escribimos. Me di cuenta que me había enamorado de él, que ya no sentía nada por Nicolai y que quería regresar a Paris”. De pronto la voz de Modigliani interrumpió sus pensamientos.

—Anna, eleva la cabeza y yergue el cuerpo. Quiero plasmar tu mirada, tu perfil egipcio y esa larga y cautivadora figura. —Anna sonrió. Era más alta que él, espigada y morena. Amadeo se había enamorado de la poetisa. De sus ojos verdiaguados, de su mirada penetrante, de su imagen exótica y de su fuerte personalidad. Admiraba la facilidad que tenía para adivinar pensamientos, para ver y entender sueños ajenos. Pensaba que poseía poderes mágicos. Por su parte, Anna disfrutaba de la sensibilidad del pintor y admiraba su honestidad. Serio y solitario, podía pasar de la melancolía a la vitalidad cuando algo le ilusionaba. Entonces era un torbellino. Para pintar, para recitar, para esculpir, para hacer el amor. Tenía la permanente necesidad de crear y cuando creaba, se extasiaba.

Anna y Amadeo se entendían perfectamente. Los dos amaban el arte y el sexo. Esa tarde había sido desenfrenado la primera vez. Luego, relajados y desnudos, recitaron varios poemas de Verlain. Llegaron a uno de los preferidos de Anna.

Soñé contigo esta noche

Te desfallecías de mil maneras

Y murmurabas tantas cosas…

Y yo, así como se saborea una fruta

Te besaba con toda la boca

Un poco por todas partes, monte, valle, llanura.

Modigliani interrumpió la lectura y, emocionado, cerró los ojos y hundió su cabeza en el cuerpo de Anna. Esta vez el sexo fue lento y delicado. Después, exhaustos y enamorados, él se puso a dibujarla mientras ella posaba y recitaba sus poesías.

Una de las últimas pinturas de Amadeo Modigliani, El gran desnudo, estaba expuesta en el Moma de New York. Frank se encontraba allí con su cliente tejano, observando el cuadro. Parecía que el tejano estaba extasiado. Había viajado adrede desde Dallas solo para ver esa pintura. Después de un rato en silencio le hizo una señal a Frank y se apartaron a un lateral del museo para hablar.

—Tienes más noticias de Francia, de ese Modigliani.

—Aun no. Tengo a mi gente tras la pista. Sé que pertenece a una familia que vive en Paris, en un antiguo caserón del barrio judío de le Marais; que el propietario es viejo y está enfermo, que tiene tres hijos y varios nietos y que cuando muera, y será más pronto que tarde, la pintura formará parte de la herencia. Si eso ocurre, habrá un perito que valore los bienes y se corre el riesgo que descubra que es un Modigliani, aunque no esté firmado. Entonces se realizará una valoración oficial y la compra de ese cuadro podría ser más complicada. Y mucho más cara. Pero si lo puedes pagar, sería la mejor opción. Tendrías la garantía de que es auténtico. —Quedó observando a su interlocutor para ver cómo reaccionaba.

—Tienes razón. Pero no quiero arriesgarme a que, mientras tanto, alguien lo compre. O que vaya a subasta y se ponga a un precio imposible. Si lo puedo conseguir, lo autentificaré con mis peritos. Me gustaría tenerlo cuanto antes. —Frank le miró unos segundos, levantó los hombros e hizo un gesto de acuerdo.

—Bien, si es eso lo que quieres, hablaré con los contactos a ver si pueden acelerar el proceso. —Pensó que las cosas iban por buen camino y que debería pasar ya a la acción. Dos horas después telefoneaba a su amigo.

—Ahí debe ser tarde pero como eres nocturno, sabía que te encontraría despierto. Hay novedades del Modigliani. ¿Has empezado ya la pintura?

—Tengo un boceto, pero he dedicado la mayor parte del tiempo a examinar al pintor, a analizar su estilo. Lo he estudiado y me identifico con él. Como a mí, le gustaban las mujeres, el alcohol y los porros. —Frank sonrió. Alejo continuó con voz socarrona—. Entiendo muy bien su personalidad. —Ambos rieron.

—Bueno, ¿cuándo podrás tener la obra terminada?

—He de trabajar en varios ejemplos, hacer bocetos antes de llegar a la pintura definitiva. Calcula que de dos a tres meses.

—¿Tanto?

—Pues claro. Si quieres un Modigliani de esa época tengo que profundizar en su estilo.

—¿Tan complicado es? Son cuatro rayas, parece más sencillo.

—Ja, ja ja. No sé cómo te dedicas al arte.

—Porque soy buen negociante —contestó el americano con una carcajada. Alejo no le contó las dificultades que surgirían cuando trabajara aquel cuadro. Sabía que debía meterse en el alma del artista, componer la hierática postura de la modelo, dibujar con un trazo preciso la figura y darle la expresión de éxtasis que sentía la rusa cuando recitaba a Verlain. Además, debía pintar con aquel peculiar estilo, aquel estilo de transición de artista escultor a pintor, distinto del que usó después.

Se despidieron y quedaron en que se llamarían todas las semanas. Debían acoplar los tiempos para que Franck diese la información correcta a su cliente.

Pasaron cuatro meses y todo salió como estaba previsto. El fraude fue un éxito rotundo. El tejano compró el cuadro convencido de que era original, puesto que dos expertos, hábilmente elegidos, habían certificado su autenticidad. Y cuando eliminaron la primera capa de pintura y apareció la firma de Modigliani, ya nadie dudó de su veracidad.

El millonario lo expuso en la sala privada de su mansión de Highland Park y lo rodeó de modernas medidas de seguridad. Solo lo podían disfrutar él y su círculo más íntimo. Y suponía un honor cuando invitaba a algún amigo a contemplarlo.

Dos años después, Alejo estaba cenando con Frank en Diverxo, el lujoso restaurante madrileño. Después de hablar de los proyectos pendientes, en una pausa, el americano comentó.

—Por cierto, mi amigo el millonario tejano ha denunciado a un pintor. —Alejo puso cara de espanto.

— ¿Que ha ocurrido?

—Tranquilo, no eres tú, es un pintor de Los Ángeles.

—Y ¿por qué?

—Por plagio.

— ¿Por plagio?

—Sí, ha copiado una obra de su propiedad y la ha intentado vender como autentica.

— ¿Qué obra? —Frank aguardó unos segundos, sonrió y contestó con cierta ironía.

—Una pintura de Modigliani. Se titula Anna recitando a Verlain.

———————————————————————————-Tono–Mayo 2020.-

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