Los rayos del sol se filtraban por las rendijas de la persiana. Miraba cómo alumbraban
toda la sala, como si de un foco en medio de la mar oscura se tratase. Volví a darme la
vuelta en la cama, otra vez más. Había perdido la cuenta ya de cuántas llevaba. Ya ni me
molestaba en contar ovejas. Era absurdo. Una perdida de tiempo como la de cada
segundo que pasaba. Decidí levantarme. No tenía nada mejor que hacer. Me dirigí a la
cocina y con movimientos mecánicos abrí la despensa y deposité dos cucharaditas de
café en mi vaso de agua hirviendo. Arrastré la silla mientras la madera se quejaba con
cada paso que daba. Miré la pared y la pared me devolvió la mirada. Quieta, fría y
ausente. Como yo. Me dediqué a escuchar el silencio. Era curioso porque resultaba
escandaloso ver cómo enturbian la paz los más simples sonidos. El tintineo de la
cucharita al repicar en el vaso, la electricidad estática del tejido del pijama al frotarme las
piernas, Laura en su habitación montando cajas de cartón. Me pasaba el día esperando al
silencio de la noche para que no notase diferencia de mi estado con el de resto de
personas. Durmiendo todo el mundo pulsa el pause. Despiertos todos tenían una vida que
recorrer, mientras yo me limitaba a observarles. Un día más, un día menos. Otro giro a la
cucharilla del café. Sólo era cuestión de tiempo. Ese era el mantra que me repetía cada
día, cada noche, cada minuto. No recordaba cuándo fue la última vez que me duché.
Tampoco me importaba. Hacía meses que necesitaba un cepillo de dientes, pero seguía
en mi lista de prescindibles. Una lista que iba creciendo día tras día. No había nada que
me hiciese parpadear y tantas otras cosas había que me hacían llorar. Todo en realidad.
Un anuncio en la televisión, una noticia en el periódico, ver cómo un niño pequeño se reía
en el parque, que quedase cinco minutos todavía para que el bus llegase. Todo era
susceptible de ser el protagonista de la angustia de ese momento. Los segundos se
escurrían lentos y parsimoniosos y seguía removiendo un café que ya estaba frío. Laura
salió de su cuarto y con su voz cantarina me dio los buenos días a su modo:

 ¿¡Ya estás levantada?! No te he oído, hija. Eres silenciosa como un gato dice
preparándose su café. Por la hora a la que la había oído despertarse este debería ser el
tercero ya Va a venir ahora Sergio a ayudarme con las cajas. ¿Nos echas una mano para
bajarlas?- pregunta recogiéndose un mechón de pelo detrás de la oreja.

 Claro me limito a responder. Cinco letras que se me atragantan por todo lo que
supone. Tengo que moverme, hacer el esfuerzo de subir y bajar las escaleras varias
veces y lo cierto es, que no tengo ni la fuerza ni el propósito. Pero lo hago, como todas las
cosas sin fundamento que hago a lo largo del día. Esas que significan que el tiempo fluye,
sigue su ritmo y yo debo correr para no quedarme atrás. Luego está lo más evidente.
Laura se muda con Sergio y me deja sola en el piso que habíamos compartido cuatro
años de carrera. En cualquier otro momento no me habría importado. Me habría alegrado
por ella y me animaría empezar una nueva vida por mi cuenta. Ahora las cosas son bien
distintas. Laura es parte de mi rutina y que ésta se vea alterada, amenaza tormenta. Mi
realidad ahora se filtra amarga por la sensación irremediable de la soledad. Voy a estar sola. Más aún. Veo como la espiral en mi mente se hace más grande y profunda. Queda
muy poco para que suceda y mucho tiempo para sufrirla. Voy a necesitar de muchos
cafés al día para poder soportarlo. La cafeína es lo único que me ayuda a estar
mentalmente activa. A veces, el olor es suficiente para arrancarme una sonrisa
momentánea. Pero sólo a veces.

Tengo que dar el paso. Tengo que cambiar y si yo no puedo hacerlo por mí misma, tengo
que lograr que alguien lo haga por mí. O al menos que me diga cómo hacerlo. Miro a
Laura con la pesadez de lo que duele la decisión que he tomado. Porque cuando estás sumida en la mayor de las desesperanzas es más fácil dejarse hundir que remar a contracorriente. Pero la felicidad no te viene sola, la felicidad se alcanza en esa lucha constante contra el boicot que uno mismo se empeña en hacerse así mismo.  Yo ya estoy hundida, así que solo me queda remar. Llegar a la superficie y respirar un poquito de esa felicidad que tanto anhelo. 

 Laura la llamo. Ella se queda mirándome como suele hacer desde que murieron mis
padres. Esa lástima por querer ayudar al que no puedes  necesito ayuda, sé que la necesito se me quiebra
la voz y entre susurros y lágrimas que brotaban añado – debo ver a un psicólogo o a
alguien, no sé, pero no puedo seguir más así. No… no debo seguir así- ella me abraza,
me acuna la cabeza y me acaricia el pelo.

 Claro que sí, cariño. Buscaremos a todos los especialistas que hagan falta hasta que
vuelvas a ser tú. No te preocupes, estoy aquí para todo lo que necesites murmura
llorando conmigo.

Va a ser difícil, doloroso y maldeciré mi suerte mil veces. Querré rendirme a la pena y el
sufrimiento. Pero estoy segura de que ellos no querrían que me consumiera de esta manera.
No dejaba de ver lo largo que sería el camino hasta superarlo, pero hasta un camino de
cien millas comienza con un paso. Yo ya lo había dado, ahora solo me quedaba seguir
dando uno tras otro, como sorbitos del café casi terminado. Llegaré a la meta. Algún día lo haré. Sólo será cuestión de tiempo. Pondré todos mis esfuerzos en construir una casa donde el suelo esté hecho de fuerza, las
paredes customizadas de ambición, donde el techo sea una obra maestra de
perdón. Me construiré a mí misma.

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