Pedro Herrero encontró un sitio en el metro; sacó de su maletín una novela y la abrió por la primera página.

Era un luminoso y frío día de abril, y los relojes marcaban las trece.

—¡Qué buen comienzo!— pensó; leyó la frase nuevamente para paladearla más despacio, luego levantó la vista y la paseó discretamente por la línea de pasajeros sentados frente a él, continuando por los que estaban de pie. La mayoría eran oficinistas, que como él, se dirigían hacia sus lugares de trabajo, enfrascados en sus móviles o tablets. Pedro reflexionó sobre el ritmo cada vez más acelerado con el que la tecnología invadía nuestras vidas. Recordó cómo, de niño, había contemplado boquiabierto la carta de ajuste en vivos colores la primera vez que vio un televisor en color en un escaparate una tarde volviendo del colegio; la aparición, unos años más tarde, ya adolescente, del vídeo; la llegada de los primeros ordenadores personales, que nadie tenía muy claro para qué servían. Innovaciones como éstas aparecían a una velocidad creciente pero todavía asimilable; entonces era aún posible maravillarse con cada novedad tecnológica. —Pero ahora resulta cada vez más difícil que algo nos sorprenda. Los avances son tan rápidos que antes de darnos cuenta ya los hemos incorporado en nuestra rutina y no podemos prescindir de ellos—concluyó.

—Y luego está el lado oscuro de todo esto…; el Gran Hermano ya no necesita que tengamos un televisor espía, que no se puede apagar, en nuestro salón; nos lo llevamos en el bolsillo a donde quiera que vamos… Sin darnos cuenta hemos caído en una versión más sutil pero no menos intrusiva de Oceania. Y lo más terrible es que nuestra Oceania se hace pasar por una sociedad libre y democrática… Pero la vigilancia es constante, la NSA, la CIA, Google o FaceBook…, no vemos su imagen en cada esquina, pero aún así el Gran Hermano nos tiene a todos y cada uno de nosotros en su punto de mira … —Y entre estas cavilaciones llegó a su destino; cerró su libro y salió del tren.

A media mañana, tras corregir cientos de cifras en diferentes listados y ficheros según los requerimientos que iban apareciendo en su pantalla, cuando los números ya bailaban ante sus ojos, decidió darles un descanso y se levantó para ir a tomar un café.

Frente a la máquina dispensadora se había formado un corrillo de trabajadores que charlaban animadamente, pero la conversación se fue apagando al ritmo que Pedro se acercaba. Introdujo unas monedas en la ranura, poniendo en marcha el mecanismo interno de la máquina de café, el único sonido perceptible después de la llegada de Pedro. El grupo fue reduciendo su tamaño conforme los presentes apuraban el último sorbo y regresaban a sus puestos, hasta que al final solo quedó Alberto, un tipo afable, sin duda la persona con la que más había hablado Pedro durante las pausas en el trabajo.

—¿Qué tal te va, Pedro?— saludó.

—¡Uff! Necesitaba un descanso…, esta pantalla me está destrozando la vista. Nos recortan hasta en las herramientas de trabajo, a costa de nuestra salud, claro.

—Bueno, ya sabes, lo llaman reducción de costes, optimización de recursos …— respondió Alberto, risueño.

—Sí, pero a base de optimizar recursos van a acabar con una tropa de empleados ciegos; ¡y encima nos envenenan con esta mierda!…— protestó Pedro, lanzando la taza de café sin acabar a la papelera.

—¡Pedro Herrero, tan positivo y optimista como siempre!— bromeó Alberto —venga, cuéntame qué te ha pasado para estar tan contento hoy …

—Bueno, en realidad nada; uno que piensa demasiado, quizá. Esta mañana, según venía a trabajar, me dió por observar a los demás viajeros. Parecían haber entrado en una relación simbiótica con sus teléfonos móviles, con sus tablets, incluso con sus ordenadores portátiles. A ninguno de ellos parecía importarle lo más mínimo su huella digital …

—¿Y por qué habría de preocuparles su huella digital?— inquirió Alberto; —Además, no creo que sea necesariamente cierto lo que dices … es posible que por lo menos a alguno sí que le preocupe, o que al menos sea consciente de que la va dejando, pero que lo acepte como parte del contrato: Sí, acepto que FaceBook, Twitter o Instagram acumulen información sobre mí, a cambio de proporcionarme una ventana al ciberespacio.

—Pero el problema es que en ese contrato del que hablas no entramos libremente; hoy en día es prácticamente imposible abrir una cuenta en un banco si no tienes un teléfono móvil; si no tienes un teléfono móvil es como si no existieras. Cuando te registras en una red social crees que lo haces simplemente para tener un círculo social virtual, pero no lees la letra pequeña… Si mañana la CIA, el CNI, o yo que sé, el Mossad, quisieran liquidarte, no tendrían más que seguir tu huella digital, y … ¡pop!

Alberto rió divertido, —Pero vamos a ver, Pedro, ¿por qué iba a querer asesinarme el Mossad a mí, un ciudadano de a pié que ni siquiera sabe dónde está la franja de Gaza?

—Vale, pongamos un ejemplo más mundano, si quieres. Imagina que, ese fin de semana en el que estás de Rodríguez, echas una cana al aire con esa compañera de la oficina que no para de tirarte los tejos… Si quisiera, Google, o alguno de sus empleados, podría extorsionarte; no necesitan tener fotos, o una grabación; les basta con saber que tu móvil pasó la noche a dos metros del de ella en la misma habitación de hotel…

Alberto miró a Pedro con una mueca entre socarrona y divertida; —Ya sabes, sábado sabadete… Anda, salgamos fuera, que necesito un pitillo.— Salieron a un corredor exterior donde no había nadie más, y Alberto sacó el encendedor. Haciendo anillos de humo con la boca, le preguntó: —Pedro, ¿tú vives con tu madre, no?

—Vivía; mi madre murió hace año y medio.

—¡Ah, vaya! Lo siento …

—No te preocupes. Era muy mayor; además, se le había ido la pinza un poco…, es ley de vida…

—Y ahora, ¿vives solo?

—Pues sí; de momento vivo solo, si…

—Ya …— dijo Alberto; cayeron en un silencio contemplativo; la mañana era fresca, aunque lucía un sol esplendoroso para abril, y el cielo era de un azul brillante, entrecortado por las estelas blancas de varios aviones.

—¿Y qué me dices de las quimioestelas?

—¿Las qué?— preguntó Alberto, perplejo.

—Ya sabes, las estelas químicas que van dejando los aviones; nadie sabe qué son, pero muchos estamos convencidos de que nos están rociando con sustancias químicas o agentes biológicos con fines ocultos… todo forma parte de un plan, ¿sabes? Internet no es más que una versión evolucionada de los métodos de la Stasi y la KGB para tener vigilada a la población; las quimioestelas son otra herramienta de control, con la que pretenden dominar nuestra mente, el clima, las cosechas …

La expresión de Alberto se tornó ahora más seria; —Pedro, ¿de verdad crees todo eso?

—Cada vez estoy más convencido, Alberto. Creo que los gobiernos se han dado cuenta de que internet es una herramienta muy poderosa, y la están usando. Es la Guerra Fría otra vez, pero sin misiles; lo tienen que hacer porque los otros ya lo están haciendo, y no se pueden permitir el lujo de quedar atrás.

—Ya, … y …, dime una cosa, Pedro, … ¿tu tienes novia?

Pedro se volvió hacia él, sorprendido; —Pero… ¿y eso qué tiene que ver?

—Venga, Pedro, no te salgas por la tangente; dime, ¿tienes novia? o, ¿novio?

—¡¿Qué?! ¿Pero por quién me tomas?

—Pedro …

—Pues no, … la verdad es que no tengo a nadie …

—¡Ja, lo sabía!— dijo Alberto, divertido. —¡Ese es tu problema!

—No sé qué pretendes decir …

—Pues salta a la vista, querido Pedro. Tu problema es que tienes demasiado tiempo para pensar. Mírame a mí; tenemos prácticamente la misma edad, pero yo estoy casado; soy padre de dos churumbeles …, en resumidas cuentas, que no tengo tiempo ni para limpiarme el culo cuando voy al baño. En cambio tú dedicas ese tiempo que te sobra a cavilar, a descubrir intenciones ocultas y teorías conspiratorias que te amargan la vida.

—¡Estoy seguro de que no son teorías conspiratórias! …

—No me entiendes, Pedro; no dudo que haya un trasfondo de verdad en lo que cuentas; al fin y al cabo la tecnología siempre ha sido un arma de doble filo. Pero ya que la tenemos aquí, y no podemos escapar de ella, deberías centrarte en sacar partido a su lado bueno en vez de preocuparte tanto por su lado oscuro …

—Sigo sin ver qué tiene eso que ver con …

—Pues Pedro, más claro, ¡agua! Tú lo que necesitas es una buena chica,— le dijo, apagando la colilla contra el muro, —una buena novia que te reciba con los brazos, y a ser posible las piernas, bien abiertos; alguien con quien llenar esas horas que te sobran. Internet te puede ayudar con eso; hay decenas de aplicaciones que podrías utilizar…

—Ya …— respondió Pedro, con la desagradable sensación de que quizá había desvelado demasiado a alguien que en el fondo no era más que un conocido. Alberto se volvió hacia él, risueño nuevamente, y dándole una palmadita en la espalda le dijo:

—En serio, Pedro; necesitas encontrar a tu media naranja; cuando la encuentres disfrutarás más de la vida; y después de disfrutar un tiempo prudencial, ¡a tener familia! ¡Mira que tú y yo vamos a necesitar quien nos pague las pensiones!— Y dicho esto lanzó su colilla al cenicero, dando a entender que se le había acabado el tiempo de pausa, y tenía que volver a su puesto.

Al final de la jornada Pedro se estiró en su silla y se frotó los ojos; dejó todo perfectamente ordenado sobre su mesa, como era su costumbre; tomó sus pertenencias y se marchó camino a la estación de metro más cercana. Por el rabillo del ojo vio a Alberto, que alzó su brazo en gesto de despedida.

De nuevo tuvo suerte y encontró un asiento en el tren; sacó su novela y la abrió por el comienzo, pero esta vez ni siquiera llegó a leer la primera frase. Sentada frente a él había una chica, a primera vista indistinguible de cualquier otra de las decenas de oficinistas que regresaban a sus casas en ese mismo vagón, pero ésta captó su atención. No pudo evitar una desagradable sensación de déjà vu; no era solo que creyera reconocer a la chica, aunque no recordara dónde ni cuándo la había visto; habría jurado que no era la primera vez que vivía exactamente esa misma situación, no una, sino varias veces. Sin apartar los ojos de la chica, se dijo que alguien, o algo, debía estar jugando con sus recuerdos, con su cerebro, y estuvo a punto de sufrir un ataque de pánico que a duras penas pudo reprimir.

La persona que es observada casi invariablemente se acaba dando cuenta; la chica levantó la mirada de su móvil y se topó con los ojos desquiciados de Pedro. Comenzó a sentirse visiblemente incómoda al notar que el tío que tenía enfrente no le quitaba la vista de encima.

—¡Aha!— pensó Pedro, —¡sabe que la he descubierto!— Pasaron varias estaciones; cuando la chica se levantó de su asiento para bajar en la siguiente, Pedro no lo pensó dos veces; esperó a que bajara, y en el último instante, antes de que cerrara la puerta, fue tras ella. Le embargaba una sensación de anticipación; sintió que había encontrado un hilo del que tirar; que si se manejaba con cuidado y astucia quizá podría averiguar algo de ese mundo en la sombra que tanto lo agobiaba. Intentando mantener una distancia prudencial procuró no perderla de vista mientras la seguía por los túneles inundados de gente de la estación. Pero ella, quizá alertada por un sexto sentido, se volvió levemente desde lo alto de la escalera y, al ver que Pedro la seguía unos metros más abajo, aceleró su paso. Ya sin nada que perder, Pedro abandonó todo intento de sigilo y fue tras ella a grandes zancadas. La chica había alcanzado ya la salida, desapareciendo en la luz exterior. La carrera había acelerado su pulso, y Pedro quedó cegado un instante al salir a la calle. Pero, allí estaba ella, mirando con nerviosismo hacia la salida del metro mientras esperaba a que cambiaran las luces del semáforo. Corrió hasta allí y se situó a su lado; ella instintivamente se apartó.

—¡Déjame en paz!— le dijo. —Solo una pregunta, ¡por favor!— pidió Pedro.

—¡Que me dejes en paz, o llamo a la policía!— espetó ella, mirándolo por una fracción de segundo; presa del nerviosismo se lanzó a cruzar sin esperar más. El autobús, que había acelerado para pasar el semáforo antes de que la luz ámbar se tornara en roja, no la pudo esquivar. El golpe la hizo volar varios metros, cayendo sobre el asfalto como una muñeca de trapo. El ruido del frenazo hizo que la gente se volviese a ver lo ocurrido, y en seguida se formó un corro de personas en torno al cuerpo; alguien llamó a una ambulancia; el conductor del autobús descendió pausadamente de su cabina y se sentó contra la rueda, poniendo la cabeza entre las manos. Una señora mayor, quizá medio sorda, preguntaba a voz en grito si alguien se había suicidado. Consternado, Pedro vio que no tenía más que hacer allí y se marchó.

No pudo dormir esa noche; una mezcla de sensaciones encontradas lo mantuvo en vilo. No había pretendido causar daño a aquella chica; solo buscaba información. Se vió de nuevo en el punto de partida; lo que por un momento había parecido una pista a seguir se había desvanecido con el chirrido de un frenazo. Pedro recordó lo guapa que era chica; ¡qué tragedia que acabara así!. Pero no pudo dejar de admirar su entrega: sabiéndose descubierta, había preferido fingir un accidente antes que poner en peligro su misión, cualquiera que ésta fuera.

Se levantó con las primeras luces; se dio una ducha fría y preparó un café bien cargado con el que mejor afrontar el día tras la noche en vela. Media hora más tarde entraba en el vagón del metro, camino del trabajo. Siendo jueves, había menos viajeros y no tuvo problema en encontrar sitio. Se sentó, sacó de su maletín una novela y la abrió por la primera página. Sus labios mudos pronunciaron la frase —Era un luminoso y frío día de abril, y los relojes marcaban las trece.

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