Un paraguas de rayas

Un paraguas de rayas

Paloma Moreno

09/07/2020

La casa estaba vacía, desocupada de muebles y palabras. La soledad era total, el silencio opresivo. A su alrededor los pájaros evitaban su vuelo y los más cercanos acallaban sus gorjeos.

La lluvia, impenitente, no había parado de caer día tras día, empapando suelos, casas y viandantes. De los tejados escurrían enormes goterones y por los canalones manaban cascadas que salpicaban con estruendo contra el suelo. Las alcantarillas no daban abasto para tanto agua y arremolinaban burbujeantes ríos sucios cargados de palos, hojas y desperdicios. Yo cruzaba la acera bajo un gran paraguas de rayas, totalmente calado a pesar de su tamaño porque no conseguía evitar que el agua me mojara por todas partes, debido a las caprichosas rachas de viento.

Ella se paró delante de mí impidiéndome el paso, molesta por la falta de espacio en la acera, ocupado por mi gran paraguas. Me detuve de inmediato y la miré a los ojos, alzando la cabeza. Con un gesto despectivo y fingido disimulo, me apartó hacia la calzada y las ruedas de un coche escupieron contra mí una ráfaga de agua a su paso. Ya estaba totalmente empapado, chorreando, a la vez que asolado y cabreado por esos malos modos. Me giré de inmediato y me apresuré tras ella olvidando mis quehaceres. Cerré el paraguas que ya no me servía para nada y aceleré aún más el paso. Iba muy rápida, casi no podía seguirla esquivando a todas las personas que se cruzaban en mi camino. Pero la vi dirigirse a una pequeña casa de fachada blanca que había al cruzar la calle. Abrió la puerta y la cerró a su paso.

No encendió ninguna luz, las ventanas seguían oscuras. Me acerqué para mirar a través de los cristales. No vi nada, ningún mueble, ningún cuadro, ni siquiera unos visillos para impedir las miradas de curiosos como yo. Una oscuridad vacía. Rodeé la casa analizando el terreno y buscando una posibilidad de acceso. En una de las ventanas de la parte de atrás, que daban a un pequeño jardín se veía una rendija abierta por la que quizá pudiera colarme dentro. Mi corazón palpitaba con fuerza. Por un momento dudé si merecía la pena seguir esa cruzada. Mis piernas hacían la guerra por su cuenta y no se detenían, tiraban de mí hacia esa ventana entreabierta. Necesitaba entrar en la vivienda sin saber muy bien cuál iba a ser mi reacción si lo conseguía. Estaba furioso. Quizá me moviera el orgullo herido, su desdén, su descaro al empujarme a la calzada. Tenía que contestar a esa mujer como se merecía, hacerle algún daño, mostrarle mi desprecio, amargarle el día, la vida si fuera posible.

Cuando estaba levantando el cristal y empezando a meter una pierna dentro, oí un ruido por detrás y me volví un poco asustado. Un enorme perro me miraba con unos enrojecidos ojos vidriosos. Gruñía mientras baboseaba y jadeaba, a punto de lanzarse contra mí.

Desde dentro me llegaron unos susurros que me dejaron clavado. Creí entender mi nombre escupido entre dientes por una voz oscura, imperiosa, aunque no había nadie.

Calibré si enfrentarme al perro y salir huyendo o terminar de colarme en la casa, apoyando el pie en el charco que empezaba a formarse bajo mi pierna. De pronto ella apareció al lado de la ventana, mirándome, y sus ojos eran igual que los del perro, un perro que ya no estaba fuera. Me asusté, se me cayó el paraguas al interior y perdí el equilibrio, aterrizando en el jardín, momento que ella aprovechó para cerrar la ventana. Sus ojos seguían mirándome mientras me levantaba y comenzaba a correr despavorido. Sobre la nuca muy cerca, percibí el aliento y los soplidos del perro, bufando, resollando. Yo corría como nunca antes lo había hecho, ¡volaba, aterrado! La calle principal se mantenía a la misma distancia que cuando empecé la carrera, inalcanzable. Tras de mí, sentía sus latidos, su bofe, apenas unos centímetros nos separaban, pero en un último impulso atravesé la calzada a toda carrera, sin mirar atrás, hasta que me di cuenta de que ya lo único que me perseguía era mi sombra. Me detuve entonces para recuperar un poco de cordura y de vida.

La impresión recibida y el miedo que pasé me indujeron a olvidar secretamente lo ocurrido. De forma inconsciente eché una negra cortina sobre ese día por no recordar la humillación sufrida y mi cobardía. No volví a pensar en esa mujer. Evité esa parte de la ciudad durante mucho tiempo, hasta que se esfumó mi malestar y desapareció de mi recuerdo.

Bastantes años después, un anunció en el periódico llamó mi atención. Vendían una casa en un barrio céntrico bastante afamado, con una oferta muy atractiva. La zona había experimentado una fuerte transformación en los últimos tiempos, pasando a ser un emporio económico y cultural. Quedé con la dueña en visitarla esa misma tarde. Según me aproximaba, las calles empezaron a sonarme de algo pero no recordaba de qué, hasta que apareció ante mí una pequeña casa de fachada blanca que destacaba entre los edificios colindantes. Sus ventanas fueron despertando mi recuerdo, aunque los exteriores estaban muy cambiados. Ya no estaba rodeada por un jardín sino enmarcada por dos edificios altos de varias plantas, a modo de torres palaciegas, dejándola encastrada entre ellas, embutida, asfixiada. Tuve una desagradable sensación de desamparo rememorando la escena vivida tanto tiempo atrás en aquella casa. Recordé al perro y olí su odio, pero no pude volver sobre mis pasos, mis pies seguían hacia delante dirigiendo mi cuerpo sonámbulo.

Me abrió una mujer mayor que apenas levantaba la cara para mirarme. Parecía conocerme por la familiaridad de sus gestos hacia mí, su mano abriéndome paso hacia la entrada, sin pronunciar ninguna palabra. Me estaba esperando, quizá desde siempre. Sentí un fuerte escalofrío al recordar sus ojos cuando me miraron y escuchar su voz emitiendo frases cortas, inconexas, que nada tenían que ver con la venta de la casa. Era la misma mujer con la que había coincidido en el pasado, con la que tuve aquel velado enfrentamiento. De la que soporté su desprecio y salí huyendo, alejándome de un destino incierto. Ahora estaba consumida, llena de arrugas que marcaban en su rostro una edad indescifrable. Pero su poder era el mismo. Ya no pude echar marcha atrás. Al fondo del salón un solo objeto, un gran paraguas de rayas reposaba abierto sobre el suelo, vestigio seco de aquel diluvio que enmarcó nuestro primer encuentro.

Estaba dentro de la casa, aquella casa vacía de muebles y palabras que a punto estuve de pisar tiempo atrás. Atrapado ahora entre mi soledad y una fuerza insólita que luchaba contra el deseo de salir corriendo otra vez. Reinaba un silencio opresivo que alimentaba mi miedo, imaginando el final oscuro que me esperaba. Poco podía hacer ya para liberarme de su encantamiento. Aquella mujer o aquel perro furioso en que se convertía a su voluntad, marcarían mi próximo futuro, quién sabe hasta cuándo, quién sabe por qué razón. Quizá solo por cruzarnos aquel día en la calle cubiertos bajo el mismo manto de lluvia. O tal vez por querer quebrar la suerte de escapar a su control tras mirarla a los ojos. En todo caso por haber sido descubierto en el alfeizar de su ventana, en un vértice entre dos aguas, con un pie en cada lado, entre la luz y la oscuridad, la vida y la muerte, la rectitud y la maldad. Ella había actuado con astucia y paciencia, esperando el momento en que mi guardia estuviera baja y pudiera atraerme hacia sus dominios, y lo había conseguido.

Poco a poco me fue embargando una extraña sensación de quietud y empecé a sentirme trasportado hacia otra esfera diferente donde mi poder se engrandecía, y mi voluntad se limitaba. Se me pasó el miedo y comencé a digerir mi nuevo estatus en aquella casa donde no tenía ninguna necesidad y sobraban las palabras, apartado de todo lo que conocía y envuelto en el silencio, preparado para cualquier cosa, a la espera de instrucciones, de empezar a actuar como un brazo ejecutor sin conocimiento ni raciocinio, como un perro feroz cumpliendo fielmente las órdenes que recibe. Poseído por esta casa embrujada.

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