Es un viernes de otoño, al noroeste de México, muy cerca del desierto. Durante el día este lugar huele a polvo. Por la tarde, después de meses de espera, cae una lluvia finita, como si la estuvieran pasando por un cernidor de harina.

En esta época del año viene un faquir al pueblo. Toma la calle Independencia y se refugia en el único hotel del lugar. Es un establecimiento de dos estrellas, una de ellas siempre está titilando. Hoy, lo han visto llegar.

Mientras el faquir descansa, sus dos ayudantes trabajan abriendo el foso que han dejado atrás el año pasado. En cuanto lo logran, acercan al lugar un cristal, parecido a una ventana, lo dejan recargado sobre el tronco de un árbol. Después colocan una escalera para descender al hoyo. Se les oye trajinar allí abajo, mientras limpian el lugar acompañados por una radio que entona rancheras a todo volumen. Cuando han terminado se van a comer, y dejan oreando el foso que parece una boca abierta.

Al regresar ponen el cristal a modo de tapa del agujero. Junto a él una silla y, la alcancía en la que el público va a poner los dos pesos que costará asomarse para ver al faquir. Los niños podrán hacerlo por la mitad de precio. Uno de los ayudantes medirá el tiempo de observación de cada cliente. Sesenta segundos para ver a ese hombre dentro del hoyo, acompañado tan solo de una manta y un galón de agua.

Olga llega a la habitación del faquir. Se conocieron el año pasado, cuando ella tocó a su puerta y se quedó ahí toda la noche.

En cuanto la ve entrar, él corre a besarla. Ella le sonríe. Después abraza sus huesos y, la piel deshidratada que lo cubre con holgura. Se aman, se apapachan, se recuerdan.

Mientras comen en la habitación, él le cuenta a Olga las historias de ese año, en el que se han llamado casi a diario por teléfono. El faquir no le habla de otros hoteles, ni de otros besos. Fueron solamente una forma de llegar a este momento, en que ella lo escucha con los ojos muy abiertos y, con el cuerpo cubierto solamente por una sábana arrancada de la cama.

En el pueblo, los ayudantes ya han puesto en marcha la promoción: “Virgilio, el gran faquir de América está en el pueblo. Se enterrará el próximo domingo por tiempo indefinido en la calle Libertad, junto a la frutería Anita. Los esperamos después de misa. No se lo pierdan”. Él escucha a lo lejos su nombre. Sabe que esta vez no quiere enterrarse, ni abandonar la ternura de Olga. Desea una vida normal. Encontrar otro empleo, su padre fue cerrajero y, algo recuerda del oficio. Él sigue su sueño mientras duermen acurrucados.

Para el sábado, el faquir ha logrado recuperar un poco de brillo. Es como si le hubieran lustrado el alma. Quiere hacer planes con Olga, decirle que esta vez no hará el acto, pasear con ella por las calles del pueblo. Pero la mujer lo inclina sobre el sillón y se monta sobre Virgilio. Le cierra la boca con besos y lo guía hasta que lo tiene adentro. Por la noche, Olga está dormida mientras él se sueña cerrajero. Sonríe y la abraza.

Es domingo por la mañana, los habitantes del pueblo apresuran el desayuno. A las niñas les ponen moños rematando sus trenzas. Las mujeres planchan vestidos y camisas de domingo, mientras los hombres se afeitan y, algunos apuran las últimas gotas de un frasco de colonia.

Van a misa. Los monaguillos pasan las canastas de la limosna con prisas, mientras un sacerdote los vigila. A una parte del auditorio, le desespera la longitud del evangelio según San Juan. El cura busca la mirada de sus feligreses, no encuentra más que reojos. 

Cuando termina la misa, salen y comienzan a caminar en manada hacia la calle Libertad, a dos cuadras de la iglesia. Parecen una tribu de beduinos envuelta por el polvo del desierto, animada por gritos de chamacos que juguetean en sus adentros.

El faquir no madruga, ni medita, ni hace estiramientos, ni siquiera tiene hambre. Le ruega a Olga que comparta el sueño de una vida con él. Pero ella se ha puesto un vestido nuevo y, está terminando el recogido del pelo con el que Virgilio ha estado jugueteando anoche. No quiere hacer planes.

–El pueblo te ha esperado todo el año –le dice Olga, con una voz que no se parece en nada a la que oía cada semana por teléfono. Aquella otra eran dos copas de cristal tocándose en el aire. 

Las sábanas están en el suelo, parece que se han escurrido poco a poco de la cama hasta caer agotadas.

Tocan a la puerta. Son los dos ayudantes que, apuran de mala gana al faquir, tendría que estar listo ya.

La muchedumbre aguarda en la calle Libertad. Algunos niños han comenzado a correr descontrolados alrededor de sus padres. Otros juegan con el polvo que cae al suelo, en él dibujan autopistas, nombres y corazones. Hay miradas de adultos, que ven hacía el reloj de la torre de la iglesia pasan ya quince minutos de la una de la tarde.

Finalmente, el faquir camina hacía el hoyo, el pueblo se pone en pausa. No se pavonea como otras veces, ni parece un luchador rumbo a una hazaña, tampoco levanta los brazos en señal de victoria adelantada.

Virgilio arrastra los pies mientras recuerda cómo Olga, antes de cerrar la puerta de la habitación, le ha aventado un beso imposible de atrapar. Quiere ver cómo él desciende por la escalera, heroico. Le ha prometido visitarlo a través del cristal todos los días.

La manada le aplaude, intentan animarlo. Lo han esperado un año completo, como a la lluvia. Sus ayudantes, más que acompañarlo parecen arriar a un condenado. Llegan al lugar y, quitan la tapa de cristal. La muchedumbre comienza a gritar animándolo a bajar por la escalera, corean algo que lo empuja hacia el hoyo. Antes de terminar de descender, él voltea por última vez hacia el público buscando a Olga. Con esfuerzos, encuentra su voz animándolo, entonces toma la escalera, y desaparece.

Los ayudantes sellan el foso con la tapa de cristal, después le piden a la gente un aplauso, que se entibia en cuanto toca al calor del desierto.

Por la tarde, se cierne el agua sobre el pueblo

.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS