La lavadora infiel ·

La lavadora infiel ·

Almudena Pérez

02/12/2020

No sé por qué nos quedamos sin cucharillas. Todos los años compro algún juego, yo creo que la última vez compré una docena, y ahora no soy capaz de encontrar seis que sean iguales.

Así era Fina, una mujer confinada en los noventa metros cuadrados de una casa llena de fascinantes misterios, como el de las cucharillas o el de la lluvia en los cristales. Porque, ¿qué poderosa fuerza es la responsable de que irremediablemente llueva cada vez que un ama de casa limpia los cristales de las ventanas? Aunque también estaban los misterios que no eran tal: La caja de galletas vacía que nadie había terminado, un fenómeno por otra parte muy similar al del rollo de papel higiénico, y el del tetrabrik de leche que alguien guardaba con apenas una gota. Luego estaba el de la barra de pan que nunca llegaba entera a la comida. Aunque desde que los chicos se fueron de casa estos fenómenos ocurrían con mucha menos frecuencia

Ernesto, su marido, era un hombre criado a la antigua usanza, de esos para los que el papel de la mujer está en su casa y que no saben ni freírse un huevo. Por eso quitó a Fina de trabajar cuando se casaron, y a ella le pareció algo normal porque a partir de ese momento tendría que cuidar de su familia. Fina se levantaba a las siete de la mañana, preparaba el café y ponía la mesa del desayuno para su marido. Le preparaba el baño y la ropa, la camisa bien planchada y los calzoncillos limpios, no siendo que a él se le olvidara llevarlos. Le preparaba el almuerzo, sacudía las pelusas de la americana y le ayudaba a ponérsela, estirando las solapas. Un último vistazo. Muy guapo, hecho un paquete. Ernesto se despedía con una mueca que podía significar muchas cosas, pero que Fina interpretaba como agradecimiento, aunque por supuesto no se merecía. Era su trabajo.

Luego Fina ventilaba la habitación, sacudía las alfombras, hacía la cama y limpiaba el baño, recogiendo la ropa sucia. Doblaba el pijama que Ernesto se sacaba siempre del revés y ponía la lavadora. La lavadora. Fina era de las que aún lavaba a mano la ropa buena y frotaba los cuellos de las camisas, y a pesar de que reconocía que era un fantástico electrodoméstico, había que andar con mil ojos para que la ropa blanca saliera realmente blanca y la lavadora no se comiera nada. El gran misterio eran los calcetines, que entraban emparejados y salían solteros. ¿Adónde van los calcetines que se pierden en la lavadora? Definitivamente era un tema que la inquietaba. Nunca sabía qué hacer con los que se quedaban sin pareja, le daba pena tirarlos, aunque por otra parte un calcetín solo no sirve para nada. No era como las cucharillas, que al fin y al cabo se pierden y ya está. Nadie las echa en falta.

Eran las diez cuando por fin se sentó un rato a ver la tele mientras se tomaba un colacao
con magdalenas, su segundo desayuno del día, y esperaba que la lavadora terminase el ciclo. Vigilaba el centrifugado con un ojo mientras con el otro veía el Programa de Ana Rosa. Cuando la lavadora terminó, metió la ropa en un barreño y se dispuso a tenderla, haciendo chirriar las cuerdas en el patio de manzana. Cuando cerró la ventana descubrió un calcetín que se había quedado en el fondo. Un calcetín sin pareja. Fue a la cocina, abrió la lavadora y buscó dentro a su compañero, sin éxito. Y ahora, ¿qué hago contigo? Dijo mirando al calcetín solitario, mojado y arrugado, que parecía observarla. Lo puso a secar con el resto de la colada y se olvidó.

Cuando Ernesto llegó a la hora de la comida, apenas intercambiaron unas palabras. Fina mencionó el problema con los calcetines, pero él no la oyó. Después de la comida, le preparó el cojín y la manta en el sofá y Ernesto roncó plácidamente durante quince minutos. Llegaré tarde, le dijo al despedirse de nuevo.

Vio el culebrón en un duermevela y más tarde recogió la ropa que había tendido. La planchó, incluidas toallas, sábanas y ropa interior. Observó al calcetín solitario y de nuevo sintió lástima, pero se limitó a plancharlo y guardarlo junto con el resto de calcetines felizmente casados.

Ernesto no llegó a cenar. Lo llamó al móvil y él le dijo que tenía mucho trabajo, aunque de fondo se oían las voces y jarana típicas de un bar. Llegó a eso de las once y dijo que ya había cenado por ahí. Le preparó las zapatillas, le abrió la cama y le llevó un vaso de leche templada, que él ni siquiera probó.

Un martes por la mañana, Fina estaba cansada y se le pegaron las sábanas. Ernesto la despertó con un suave codazo pidiéndole el desayuno. Arregló todo como de costumbre y se dispuso a pasar otro día entre fogones. Hoy también tocaba plancha, y aprovechó mientras veía Saber y Ganar. La ropa olía a fresco suavizante y a agua de planchado. Ese olor a limpio le encantaba. Luego la guardó de forma ordenada, primero las camisas y pantalones, luego las toallas y sábanas, más tarde la ropa interior. Al abrir el cajón de los calcetines descubrió algo inquietante: Allí estaba, el calcetín desparejado volvía a tener a su compañero. Tomó ambos, los palpó y quiso asegurarse de que se trataba del mismo tipo de calcetín. Comprobó que los dos estaban limpios y planchados. Los volvió a dejar en el cajón y lo cerró. Incrédula, de nuevo volvió a mirar dentro. Los cogió, los midió, les dio la vuelta… y por último, los olió. Uno de ellos olía a suavizante y agua de planchado, mezclado ligeramente con la lavanda del cajón. El otro no olía a nada. Estaba limpio, pero no era el olor de su casa. Luego reparó en que ni tan siquiera los calcetines estaban doblados en la forma en la que ella solía doblarlos. Su corazón comenzó a latir con fuerza y sintió la sangre en sus mejillas. Pasó el resto de la tarde sentada en el sofá, con la tele apagada, construyendo un puzle que no tenía sentido. Su marido era un santo que quería lo mejor para ella y su familia, y ahora, sin saber por qué, lavaba la ropa en una lavadora que no era la suya. En una lavadora infiel, una que ni tan siquiera olía bien. Una puta desconsiderada a la que le traía al pairo dejar soltero a un calcetín.

Ese día Ernesto llegó pronto. Apenas hablaron pero no notó nada raro. Pasaron varios días en la más completa indiferencia, perdidos en la rutina. Finalmente, el propio Ernesto se extrañó del silencio de su mujer y preguntó en varias ocasiones qué te pasa, a lo que Fina contestaba con una sonrisa y un simple “nada”. El la conocía lo suficiente como para saber que le ocurría algo, y el sábado por la noche la buscó para hacer el amor. Fina no tenía ganas, pero se dejó hacer, como otras veces. Tenía la mirada perdida en el techo mientras su marido la embestía suavemente. Hacía mucho que no tenían sexo. En ese momento fue cuando Fina, acostumbrada a hacer varias cosas a la vez, tomó la decisión: Al fin y al cabo un calcetín solo no sirve para nada.

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