Allá donde termina un momento se abre siempre la puerta de otro instante. Una vez que el reloj marque la frontera de la madrugada con la luz del día, González dará por finalizado un ciclo de vida en El Doña Lola, después de cinco años vigilando sus esencias y dopando el límite de su aforo se despedirá de una época.

El Doña Lola ha permitido a Miguel González hacerse mayor antes de tiempo. Es un lugar donde el arte y el desenfreno hacen del tiempo libre una forma de subsistencia y cuya bandera corresponde al misterio de la última copa. Miguel González ha conocido en este local los entresijos nocturnos de una ciudad que ha llevado durante siglos tatuados en su columna vertebral los vaivenes de su puerto. El Doña Lola huele a venencia, a su larga barra de taberna bandolera, en la que se cruza un brazo derecho convertido en un mágico escenario por donde desfilan los mejores cantaores y bailaoras conocidos. Si alguien sueña con dedicarse al mundo del flamenco, una asignatura obligada es oír el quejío de su estructura decimonónica y acariciar la acústica sobre el roble de su escenario.

A la fila de geranios que preñan sus paredes le siguen unas guirnaldas de farolillos y bombillas de colores que disfrazan el ambiente. No hay mucha luz, ni poca, sino la suficiente para que la popularidad y la discreción se entrelacen dibujando un paisaje donde todos los gatos son pardos. Cuando se quiere salir de la algarabía que representa la sala, basta con seguir el camino de baldosas amarillas, cruzar la verja y llegar al pintoresco patio trasero.

Miguel González ha sido testigo de la personalidad que hace de El Doña Lola un sitio con sabor a duende. A su entrada hacen reverencia desde la bailaora y el guitarrista hasta el empresario generoso y el concejal imprudente. Por el pasillo que desemboca en la sala se muestra en altares a Camarón, La Trini, Juan Breva, El Perote, Pepita Durán o La Cuenca, a los que siempre les rinden una oración el profesor y el estudiante extranjero. Descansando en sus sillas de enea trenzada conversan ejecutivas de falda corta y administrativos con la lengua fuera. A su izquierda, la barra es como un locutorio infinito sujetado por codos de peones y albañiles. Las tablas del escenario sirven para disimular los grandes romances entre payos y gitanos o viceversa y en sus entrañas pueden verse cómo se persiguen el actor frustrado y el humorista al que le han robado su monólogo. Los baños quedan al fondo y son testigos de algún servicio, desde la fulana sin techo hasta las alcahuetas sin cartera. Entre unas barricas de perfil se oxigenan fuentes periodísticas y su suelo lo salpican números de placa de fiscalizadores despistados.

El Doña Lola es una plaza simulada donde sus fieles se relacionan dejando el pasaporte en la puerta y haciendo del cante jondo una peregrinación clandestina para alimentarse de vidas nocturnas. En una larga historia de taberna, Miguel González ha sido hijo de dos épocas, una primera de bolsillos profundos y copas en vaso de tubo con cubitos de ladrillo, y otra posterior de fondillos cortos donde se bebe en copa de balón, con cubos de hielo y monederos vacíos.

Miguel González ha custodiado algo parecido al Jardín del Edén para los sonámbulos aficionados. Cuando cierren las puertas esta noche, su labor de vigilante sólo quedará en la memoria presente, pero en su última sesión ha tenido sensaciones encontradas, de despedida y de llegada a la vez. Algo ha cortado el ambiente, los murmullos de la salida revelan la tragedia. La inspectora Rodríguez, junto al resto de la policía, rodea la acera y la sirena de una ambulancia enmudece las malagueñas que, en voz de Paco Álora, jalean los oídos en El Doña Lola. Algo no ha ido bien y las pálidas caras de los presentes así lo reflejan.

Hoy el silencio afila los dientes. Miguel González es otro que, dejando huérfanas sus historias laborales, se ha acostumbrado al sobre para el cobro de su jornada de trabajo. Miguel entra en la oficina y allí se encuentra doña Lola que, además de su tía, hasta esta noche ha sido su pagadora. Los camareros muestran semblantes serios, los diferentes artistas que han pasado por el escenario salen en fila sin conocer rumbo. Los tacones de las bailaoras se han quedado sin zapateo y las gargantas de los cantaores no entienden de ningún palo. Una vez que han salido todos del bar, Miguel González se sienta en una de las mesas, mira al suelo, se frota la cara y, ahogado en la incertidumbre, espera que doña Lola le pague y lo acompañe en esta última y fatídica noche. Mientras se recoge el pelo portando cinco horquillas en la boca, doña Lola mira a Miguel González con una ceja más alta que la otra. Se coloca las horquillas una a una exhibiendo un silencio. De los bolsillos de su delantal de lunares saca una pitillera y a continuación una caja de cerillas; usa una para prender fuego a un cigarro. Agarra un cenicero, ofrece tabaco a su sobrino, a continuación, echa mano de su teléfono móvil y le muestra una fotografía:

— ¿Qué te parece? Aquí la tienes, Paquita la del Perchel. Hace horas, la mejor bailaora de toda Málaga y en estos momentos, en la otra acera. Hay que ser mal nacido para hacer esto. Se la han encontrado boca abajo en la Cruz Verde, a saber, si la han violado. —Doña Lola hace una breve descripción del asesinato de la mejor de sus bailaoras, allí, en el tablado de su propio local.

— ¿De dónde has sacado la foto? —responde Miguel González con un tono seco y serio.

— Miguel, por favor… ¿tantos años trabajando aquí y todavía no sabes qué tipo de gente entra y sale del bar? ¿No conoces lo que por aquí se menea? La farándula, querido, es el velo de la sinvergonzonería: hacen del arte ruido y nos utilizan a los artistas como cortina de humo para tapar sus mierdas. Entre ellos, algún que otro agente de la ley.

    Doña Lola se levanta, trinca su abanico y aireándose la cara empapada en rímel se dirige a la barra, coge dos copas, exprime un poco de limón y vuelca un chorro de ron caribeño en cada uno de los vasos. Avanza de nuevo para Miguel González y le deja caer uno en la palma de la mano. A continuación, vuelve a sentarse, utiliza el mantón para secarse las lágrimas, cruza las piernas y las coloca encima de la mesa.

    — ¿Tú no has estudiado para detective? ¿No te he estado pagando para eso?

    — Bueno, tía, me pagabas para controlar la puerta y sacar a hostias a todo hijo de puta que se pasara con la bebida y con tus niñas —contesta Miguel González mirando fijamente a doña Lola.

    — Me ha dicho tu madre que esta semana empiezas de lo tuyo. ¿Ya tienes la licencia? Cómo pasa el tiempo… de segurata en un local flamenco en Lagunillas al Colombo español. —Sonríe doña Lola con mirada tierna a su sobrino.

    — No digas gilipolleces. El lunes me la entregan, me ha costado mucho. Ahora cambiaré de aires.

    — ¿Y el local?

    — En principio no tengo, atenderé a domicilio. Soy novato en el gremio, empezaré cazando cuernos. El paro y la crisis han dejado a la cornamenta un buen mercado.

      Doña Lola vuelve a coger el teléfono y entre los archivos busca otra foto.

      — ¡Mírala! —dice la jefa de manera contundente.

      — Lo más parecido que he visto a un cadáver fue cuando le pegamos la paliza al cabrón del ruso que quiso meterle mano a La Rumbera. En la universidad trabajamos con maniquís. ¿La policía qué dice?

      — Están en ello, y según me ha dicho la inspectora Rodríguez van a dar pronto con el culpable.

        Doña Lola cierra su abanico y lo deja junto a su vaso de ron, cruza los brazos, los deja caer en la mesa frente a su sobrino, con todo el cuerpo, lo mira fijamente como cuando persuade a alguno de sus clientes, deja bailar al silencio… y entonces le hace una propuesta:

        — Quiero que me hagas un último trabajo.

        — Lola, que nos conocemos, ¿qué pinto yo en este asesinato si la policía ya está en ello? —dice Miguel González, encerrado en la incertidumbre de cualquier capricho de su tía Lola.

        — No quiero que te ocupes del asesinato, que efectivamente ya está la policía en esas. Quiero que mires la segunda foto: es de Paquita del Perchel antes de que la mataran, justo cuando bajó del escenario. Mira quién la rodea.

        — Están José Frías, el técnico de urbanismo del ayuntamiento, y Miguel Mellado, el dueño de la constructora.

        — Exacto —responde Doña Lola—. Te falta alguien más.

        — Sí, a este no lo veo bien.

        — Es El Mono. El que a veces nos recoge los vasos. Llevaba toda la noche roneando con ella.

        — ¡Es verdad! Qué feo es el hijo de puta, no lo había reconocido —contesta Miguel concentrado en la foto.

        — El Mellado me pidió que los dejara pasar a mi oficina, querían meterse unas rayas de coca. Un poco de fiesta con discreción. Se llevaron a Paquita, y al Mono lo tenían como al payaso de feria. La verdad que el chaval tiene arte y le gusta el cachondeo. El Mono esta noche estaba en su salsa, le estuvieron pagando copas y además quería terminar en la cama con la bailaora. Bueno… los tres querían mojar el churro, aunque creo que al de urbanismo y al Mellado a esa hora ya ni se les levantaba del puestazo que llevaban. Se pegaron la última hora solos. Yo he estado toda la noche en sala, que como sabes había mucha gente, teníamos buenos artistas y había que atenderlos bien. Sobre las cuatro de la mañana he entrado en la oficina a por mí peineta y ya no había nadie. Habían salido por la puerta de atrás. Luego ha llegado la inspectora y ya me he enterado de que a Paquita se la habían encontrado asesinada.

        — Es decir, los tres flipados estos están en el ajo y la policía debe de andar ya detrás de ellos. Esto es muy grande para mí. Sabes que mientras he trabajado aquí he hecho locuras por ti y por el negocio, pero me ha costado mucho que me den una licencia para, antes de que me la entreguen, meterme en esta mierda sabiendo que la policía estará al quite. ¿Qué es lo que quieres concretamente? —Miguel empieza a enfadarse.

        — Cuando he entrado en la oficina he revisado uno de los cajones de la mesa, que estaba abierto. Dentro había unos documentos que deben tener alguno de esos tres. Necesito recuperarlos antes de que canten por bulerías delante del juez —dice Doña Lola susurrando a su sobrino.

        — ¿Me estás pidiendo que busque a tres presuntos culpables de asesinato y les pida unos documentos que te han robado a ti? —replica Miguel González elevando el tono—. Lo de visitar al Mono y preguntarle tiene un pase, pero lo de ir a molestar a uno de los mayores cerdos empresarios de la construcción y a un técnico de urbanismo sin licencia es un disparate.

        — Sobrino, recuerda que ellos tampoco tienen licencia para robar documentos ni para asesinar. ¿Qué tal si dejas que te pague los cinco primeros meses de un local en una buena zona del centro de Málaga? Por ejemplo… Plaza de Uncibay. Allí tendrás tu despacho.

        — Joder, joder, joder… Lola, la prensa estará ya pendiente del caso y la policía, deseando interrogar a estos personajes. ¿Que contienen esos documentos?

        — Unas facturas con porte de veinte mil euros al técnico de urbanismo que van a interrogar dentro de unos días. Son hojas de libros de contabilidad. Y llevan mi nombre.

          Doña Lola se levanta y se acerca a Miguel González, le aprieta el afilado mentón con las manos y le empeña tres besos en las mejillas. Camina haciendo bailar las caderas hasta el almacén y vuelve con una nueve milímetros que suavemente le introduce al sobrino entre las piernas.

          — Toma, Miguel, esto de regalo. Te hará falta a partir del lunes cuando estrenes el despacho. ¿Cómo quieres que te llamemos en tu nuevo trabajo? ¿Don Miguel González?

          — Bocanegra. Como mi madre —contestó Miguel con tono acobardado y tragando saliva.

          — Me gusta, ya lo veo, como en las novelas… Serás nuestro detective Bocanegra.

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