El café no es solo negro

El café no es solo negro

Gaby

08/07/2020

La imagen descolorida destacaba los signos vitales de los bebés como un metrónomo descompuesto. Uno era más pequeño que el otro, ninguno era mío. Ambos se movían con tanto alborozo sin saber que más adelante se tornarían en fuente de carroña. Fue una tarde de cielo azul bajo el calor del verano, en el dulce mediterráneo griego, cuando descubrimos dos corazones latiendo y no uno, en el vientre de mi esposa. Como una estrella fugaz extraviada, esa noticia fue como un fulgor en medio del caos.

Durante esta última consulta, observé todo desde una esquina sin poder evadir el olor a hospital. Daniel y Eirene escucharon al médico sin parpadear cuando éste dijo que faltaba poco menos de cuatro semanas para el parto. Ella dudó en acariciar su vientre, que a simple vista palpitaba, y dirigió su mirada a la pantalla del ecógrafo. Stefan no asistió a la cita. Daniel, un español de cabellos marrones, atendía en asistencia médica privada en Barcelona y se podía conceder tantos días o semanas como quisiera, fuera de la rutina. Eirene y yo llevábamos una vida poco asentada y precaria.

—Amigo, ya te había dicho el otro día que soy estéril.

Mi esposa y yo nos habíamos resignado a vivir así, solo nosotros, sin mascotas, con el mar a sotavento y el sol a contramarea. Poco después de casarnos, una prima mía falleció de un virus rebelde. Su visita a Turquía durante la guerra le puso en contacto con un brote que llegó hasta la capital, lugar donde se alojó unos días. Al volver a Atenas comenzó a sufrir espasmos. El cuidado de su bebé recayó en nosotros, pero murió al cabo de dos o tres meses debido al contagio. A pesar del paso de los años, ha sido imposible olvidarlos; ella trae seguido la imagen del pequeño.

—Ya sé que no parece muy interesante esto, ni razón suficiente para que yo esté aquí, pero espera, a ti te contaré todo. No hagas caso a esos tontos que deambulan por ahí. Dame tu cigarro. Déjame rascar en mis memorias. Sí, si…ahora recuerdo mejor…

Los meses siguientes a la muerte de mi sobrina, Eirene estaba desorientada, ausente. ¿Entiendes? Se apagó. Debió pasar mucho tiempo para recuperar algo de esa época perdida.

Una mañana, no hace mucho, dejé el periódico en la sala y, una ola negra nos cubrió a partir del momento en que leyó una reseña sobre la modificación de las leyes en la maternidad. No sé qué le habrá pasado por la cabeza, pero me dijo: Zephiros, quiero alquilar mi vientre. Bajé la pierna que tenía cruzada sobre la otra y me acomodé en el sofá con los ojos albos. Esa noche bajé a embriagarme de ouzo en el bar de la esquina. Si bien lo que necesitaba, no era precisamente alcohol, sino pensar en cómo quitarle esa idiotez de la cabeza. Despotriqué contra los imbéciles que legalizaron tal disparate.

Antes de que pudiera decir algo, Eirene fue a consultar sobre el tema con expertos del hospital más cercano de casa. Allí le proporcionaron los datos de un centro en el que ella podría ofrecer el servicio de gestación. A partir de ese momento, mi mujer fue otra, aunque las discusiones no cesaron.

—Mira lo que tengo aquí, por si se acerca ese hombre a nosotros. Disimula, mira a otro lado y escucha lo que te digo. Querías saber, ¿no? Terminaré de contarte esta parte lo más breve posible, antes de que suene la alarma.

—Como te dije, empezaron los altercados porque yo no sabía qué hacer.

Meditaba mucho en si teníamos que decidir entre los dos este asunto o, solo le correspondía a ella. Estaba empecinada en un embarazo, aunque no fuera suyo; qué digo, ¡nuestro! Dejé las discusiones de lado. Una tarde llamaron a Eirene del hospital para comunicarle que tenían una pareja de extranjeros que necesitaba gestar un bebé y, cuando me dijo ella lo que pagarían, se me encogió todo. Pensé que no habría gente tan loca hasta que aparecieron Daniel y Stefan.

De nuevo me vi frente al tema que a menudo consideraba aberrante y siempre hipotético. No dejaba de ser un caso fortuito.

Stefan era un italiano de cabello rubio, alto y flacucho, sus ojos zarcos se posaron de modo irritante en los ojos de mi esposa, sin que ella sintiera ninguna grima. Desconozco los motivos para escoger a Eirene como gestante, pero en esa entrevista aceptamos todos los términos. Ellos habían conseguido unas semanas antes la donación de ovocitos de banco. No pagarían por óvulos, pero sí lo harían por la fecundación in vitro. La legislación ahora permitía que las mujeres griegas pudieran gestar de ciudadanos extranjeros con el registro de los niños en el consulado de los respectivos comitentes con tan solo presentar el acta de nacimiento y la sentencia judicial.

—¿Qué si pregunté…quién daría el esperma? No, no en esa primera entrevista.

Estaba abochornado por todo el asunto. A pesar de eso, no se me escapó que había algo en la mirada de Stefan que no pude descifrar. Al día siguiente nos volvimos a ver para firmar el contrato. No sé qué le entusiasmaba más a Eirene, el embarazo o el dinero, supongo que ambos. Hoy ya no confío en lo que me dijo. Al mes de formalizar el contrato, Daniel y Stefan volvieron a Grecia para comenzar todo el proceso. En común acuerdo, programamos tres días para la inseminación artificial de mi esposa. Fueron días tortuosos; pero, a diferencia de Eirene, yo sólo pensaba en el dinero, con eso podríamos tomarnos unas vacaciones después del parto. En fin, una vez confirmado el embarazo, comenzó mi desgracia. Los vómitos fueron la menor de las molestias, las discusiones esta vez fueron peores que cuando hablábamos sobre el alquiler. Al principio estaba arrepentida de haberse involucrado en esa barbaridad. A veces hablaba dormida y empezaba a llamar al bebé y luego a Stefan. Le había puesto el nombre del padre. El flacucho italiano era el donador del esperma que estaba en el vientre de mi esposa. Yo pensaba en el dinero, en las vacaciones, solo para esfumar esas imágenes de mi cerebro aturdido. No preguntaba nada, no quería saber, pero una noche que ella estaba en llanto se me acercó mientras me distraía con la televisión. Puso la mano sobre mi pierna y me dijo:

—Zephiros, estoy confundida. Es tan extraño todo esto. Hubiera querido que fuera tuyo. Y saber que nada de aquí dentro es mío. Mira cómo me ha crecido. Ven, toca mi panza.

—¡Que no, Eirene! –exclamé alborozado.

—Siento que es mío, este pequeño Stefan es todo mío.

—Estás perdiendo la cordura, mujer, no olvides lo que firmaste –le respondí.

—Cariño…, ¿y si nos quedamos con él? ¿Y si vamos a juicio para romper el contrato? –volvió a insistir. Esta vez con una voz más seductora y convincente.

—Pero, estás loca, tu sabías lo que estabas haciendo, cuántas veces te dije que no te atrevieras –repliqué–. No, no lo haré. Tenemos que cumplir, se te olvida que yo también firmé. Estoy tan comprometido como tú.

Poco después le cambió el nombre al bebé, comenzó a llamarle Zephiros. Le nombraba así incluso mientras dormía, mientras roncaba. Quería despertar en mí un interés que en absoluto sentía. La solución era recordar la cuantiosa suma y así terminaba ese tema castrante en mis elucubraciones.

—Continuaré otro día a relatarte querido amigo, ahora deseo dormir…

He dado vueltas en mi cabeza a todo lo que ha pasado. Duermo por cansancio en este espacio tan reducido. Aún me sigo preguntando cómo no me di cuenta de toda esta emboscada. Le cuento a mi compañero de celda en la prisión, la forma tan patética en la que perdí mi vida. En este momento él duerme.

—¡Me preguntas si tuve intimidad con mi esposa!

Si, la tuve hasta que supimos que eran dos bebés. Como te dije el otro día, cuando nos mostraron en la pantalla dos siluetas, acepté quedarme con uno. Sí, da la impresión de que estuviésemos repartiendo perros, pero se había resuelto el problema por sí mismo. Le daríamos la niña a Daniel y Estefan, nosotros nos quedaríamos con el niño. Era preciso investigar los detalles legales antes de comunicarle a la pareja nuestra decisión. Eirene nunca le dio un nombre a la niña, seguía mencionando al pequeño Zephiros. Su vientre crecía cada vez más rápido, estaba tan acostumbrado a verla así, que ya me había atrevido a acariciarlo.

—Dame un cigarro y deja de preguntarme porque estoy aquí. Pon atención a lo que te digo y déjame terminar…

Stefan y Daniel nos pedían fotos casi cada quince días. Deseaban mostrarse presentes durante todo el embarazo. Nos enviaban también fotos de la habitación que estaban preparando para los niños. Decían que estaban muy ansiosos y no podían esperar más para ser una familia. La alegría por dos críos era contagiosa, y además significó una gran sorpresa para todos. Yo no estaba tan seguro de que todo fuese tan asombroso, pero tampoco entendía mucho sobre cómo se hacía la fecundación artificial en un laboratorio. A los ocho meses, un día se despertó Eirene y me dijo:

—He pensado que no puedo separarlos, los dos están unidos en mi vientre, unidos a mí. Iremos a juicio por los dos, o entonces huiremos con ellos. Sé que me vas a apoyar, son nuestros hijos… ¿verdad? Y los quieres tanto como yo…

Esta vez no abrí los ojos de asombro, a pesar del estupor que experimenté. Le di la espalda y mi vista se perdió en el fondo de la habitación. Su propuesta nos conduciría a problemas. Traté de hacerla entrar en razón. Ella sabía que debía entregar a los dos bebés, pero su estado emocional era inestable, tuvo muchos altibajos durante el embarazo a fuerza de los cambios físicos padecidos. Era de esperarse que ellos pelearían por ambos, se lo repetí muchas veces a Eirene. A medida que avanzaban las semanas, la obsesión por los niños aumentaba tanto como su vientre, de tal suerte que acepté pelear por ellos. Nos iríamos a juicio y apenas distinguiéramos alguna pequeña falla, nos fugaríamos, dejaríamos Grecia, quizá Europa también.

Faltaban menos de cuatro semanas para el parto. Observé todo desde una esquina del ambulatorio, en esa última revisión médica. Evité mirar a los ojos a Daniel y también al médico. Teníamos que adelantarnos a registrar a los niños a nombre mío en cuanto nacieran, para poder ganar el juicio.

—Ya, ya… permite que termine de comer y te sigo contando. ¿O quieres irte con los otros?

—Continúa compañero…

—Bueno, ¿en qué estaba?… Ah, sí.

Esas cuatro semanas pasaron muy rápido, Stefan llamaba a la casa, le llamaba mucho a Eirene. Me tocó coger unas llamadas y pasarle el teléfono. Ella sonreía mucho en aquellas conversaciones, y se recorría con la otra mano toda la redondez del vientre. Ya había pasado el riesgo de preclamsia y de algunas infecciones vaginales. La parejita se ponía frenética por los bebés, lo que le sucediera a Eirene poco importaba. Fui yo el que cargó con lo peor de todo el embrollo. A veces lloraba por nada, otras, me despertaba por las noches y discutíamos por el juicio en el cual yo no quería involucrarme. Al final, acepté todos los riesgos de pelear por dos niños y no uno.

Se aproximaba el parto. No sabía si con el alquiler era obligación entregar a los recién nacidos de manera inmediata, pero lo consideré imprudente. Resultaba lógico para mí que se les amamantara un poco, quizá al menos el primer mes. De no dejarnos salir del hospital con ellos, optaría por invitar a Stefan y Daniel a quedarse con nosotros en casa por el tiempo necesario.

—No me interrumpas, que ya va a sonar la alarma. No quieres eso, ¿cierto? Esconde ese cuchillo. Si lo ven, nos separarán y tendrás que esperar una semana para seguir escuchando lo que te tengo que contar. ¿Tienes un cigarro por ahí? ¿Un chicle? Dame eso… ¿Qué dices?, ¿qué planes teníamos? Bueno, ahora sé que no fueron brillantes, pero faltaban sorpresas.

Los gritos de… “!Stefan, Stefan¡”, me sacaron de la cama con taquicardia. Eirene había roto aguas y yo daba vueltas de un lado a otro como zombi. Cada parte de mí temblaba, desde mis pies hasta los planes en mi cabeza que debía poner en marcha dentro de unas cuantas horas; así que pedí un taxi. Ella estaba más nerviosa por lo que habíamos organizado que por el parto mismo. Olvidé decirte, pero una semana antes la pareja nos había dado la mitad del pago del alquiler, con el que compré lo necesario para los críos en casa. Ese dinero lo recibí en mi cuenta bancaria. La pareja ya estaba en Grecia esperando el parto que podría suceder en cualquier momento. Eirene llamó a Stefan tan pronto se rompió la fuente.

Debí imaginar lo que seguiría. Cuando llegamos al hospital, no me permitieron entrar al nacimiento, solo podía entrar el padre biológico. Daniel y yo vimos como Stefan se colocó el gorro, la bata, guantes, y entró muy sonriente a la sala de operaciones. Yo caminaba por los pasillos, me sentaba, miraba el reloj, volvía a caminar, me crujían los nudillos de las manos.

Llevábamos poco más de cuatro horas esperando con una fila de vasos usados de café, no solo negro, sino también azucarado, cuando de pronto apareció Stefan con el rostro ajado, pálido como un copo de algodón y respirando con revuelo. Se quedó inmóvil en medio de la sala de espera, con la mirada en el piso. Daniel corrió a abrazarlo, pero éste alargó el brazo y lo detuvo. Se apoyó en la pared y nos dijo que el varón había nacido negro, y la niña era igualito a él.

—¡Qué dices! —exclamé.

—¿Qué no conociste a la madre? —pregunté angustiado.

——¡Eres un imbécil!” —me gritó en un italiano muy comprensible—. Se te olvidó que fue una donación de óvulos, se debieron equivocar o nos engañaron —continuó. Su voz trémula, ya no me golpeaba.

Pero al menos una ficha médica de la madre te debió de haber dado el banco —le contesté.

—Al no haber pagado, los servicios son corrientes, y no podemos demandar a nadie —continuó diciendo, pasándose la mano por la cara.

Permanecimos un largo momento en silencio. La conmoción la daríamos nosotros al quedarnos con los dos pequeños. Tomé mi móvil y mandé un mensaje para el cambio de planes. Esto lo complicaba todo, ya no iríamos a juicio por dos niños. O, mejor dicho, ya no lo deseaba yo, tendríamos que hacerlo por uno, por la niña. Me imaginaba que Eirene compartiría mi decisión y solo nos quedaríamos con la réplica femenina de Stefan. Le mandé un mensaje a Neola, quien era la joven enfermera que nos ayudaría con los papeles para el registro. Le dije que solo preparara los documentos de la niña. Me contestó que ya habían llevado al varón al área de cunas con los demás bebés, pero la niña estaba tan pequeña que tendría que pasar un tiempo en la incubadora, eso me daba un poco de tiempo. Respecto a la declaración de nacimiento escrita, no mencionó nada. Intenté hablar con ella en persona, pero no la encontré. Resolví negociar con otra enfermera del hospital para que me prepararan dichos documentos. Estaba seguro que el juicio sería más complicado. La noche nos abrazaba con un calor muy húmedo y yo seguía esperando los papeles para apresurarme a registrar a mi pequeña, cuando el médico se me acercó y me indicó el camino para visitar a mi esposa. La respiración de Eirene mientras dormía era apacible como esa brisa de mar, serena, que deseas te sosiegue mientras atusa tu rostro. Le di un beso y el calor de mis labios en su frente le despertó. Le dije que ya sabía del niño.

—¿No quieres al pequeño Zephiros?me preguntó.

—Ya no estoy seguro
respondí.

Creí que no habría más opción que fugarnos. Me vi rascando en el fondo del océano, buscando las palabras que pudieran disuadirla de quedarse con ambos.

El frescor de la mañana me hizo regresar a la casa por un abrigo cuando me dirigía hacia el hospital. Había despertado con los ojos pesándome como plomo después de un par de días madrugando. Miré mi reloj de pulsera, indicaba las ocho de la mañana. Lo cogí y me lo iba a colocar en la muñeca cuando sentí que alguien me tiraba de la ropa por detrás. La puerta estaba abierta. Quedé inmovilizado sin mayor explicación. Durante la primera detención me leyeron mis derechos y yo los escuchaba como el ocaso de los dioses mientras veía en el centro de aquel desastre a mi querida Eirene, dando giros en una armoniosa danza. Posteriormente, me imputaron como cómplice y mis oídos se secaron. Eirene se había fugado del hospital con la niña y le estaban siguiendo el rastro. Los pelos de mi cuerpo se levantaron como púas cuando me dictaron sentencia. Stefan había desaparecido, pero nadie aparentaba reparar en ello tanto como en el hecho de que yo no tenía el dinero. Daniel se quedó a cargo del niño.

Llevo un par de años haciendo el recuento, tratando de que mi memoria destemplada no me traicione. Te escribo estas líneas hijo mío, contándote tal y como lo hice a mi compañero de celda. Su tez y sus cabellos rizados me recuerdan cada día a ti.

“Nada está escrito hasta que se marca con fuego, esa sutil transición de sentimientos e ideas que llegan a convertirse en hechos”, en algún lado leí eso, y ahora creo que lo he vivido.

Tengo claro que no sé mucho de las mujeres, de los homosexuales, ni mucho menos de los niños de probeta; pero estoy seguro de que no hubo explotación materna ni de tu madre biológica ni gestante.

Suena la alarma en mi memoria, intemperante, serás tú Eirene o serás tú, hijo mío. Quizá moriré en esta prisión sin siquiera recordarlo. Rememora, búscalas tú si yo no llego a salir de este agujero. Es tu sangre, no lo olvides.

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