Quiero estar a tu lado entre los cisnes.
Nunca cerrar los ojos. Recordarte.
Que me abrace tu nombre.

Raquel Lanseros

RECORDÁNDOTE

Fue sin duda el destino, con la intermediación de una amiga, quien fraguó hábilmente nuestro encuentro. “Te va a encantar” –me dijo con júbilo. “Es alguien fuera de lo común”. Me lo ofrendaba como un trofeo de guerra, íntegro, aún por desembalar. Conociendo la extravagancia de ésta, me temí lo peor: quizá fuera un tipo tocado con un penacho de plumas de tucán o algo similar. Pero no, debo admitir que esta vez me equivoqué. Juan era todo un clásico y el ser más educado y adorable con el que me había cruzado jamás. Al presentarnos, este esbozó una sonrisa amplia como un océano de luz por el que navegar a ciegas. Sí, así de candorosamente romántica era yo; a pesar de que mi vida, por entonces, se precipitaba por un despeñadero. Se ofreció a acompañarme y no dudé, ni por un instante, en desandar juntos aquel trayecto largo que separaba la universidad de su casa y la mía.

Él estudiaba clásicas y yo acababa de abandonar las ciencias. Mi mente divagaba aún entre los sulfitos y los aldehídos. Él no cejaba de hablar de los poemas de Catulo -en métrica blanca- que estaba traduciendo entonces, y del que yo –debo confesar– poco sabía. Era algún año más joven que yo, pero me ganaba en madurez. Uno podría llamarse a engaño y pensar que se manejaba con la retórica vana de los pedantes. Nada más lejos de la realidad. Su elocuencia era real; asentada de manera sólida en su tuétano tras muchas horas de estudio. Mi amigo era un destilado de sabiduría. Su padre había sido traductor en la ONU. Me hablaba de él con profunda admiración, pero con la levedad y el desapego que permite una muerte acontecida largos años atrás. Apenas sostenía un vago recuerdo, pero sabía que había heredado de él su amor y su gusto por las lenguas: las vivas y las muertas.

Al principio, no éramos más que dos compañeros de estudio que alargaban las horas en conversaciones interminables desde la caída del sol hasta el alba. Con el paso de los días, nuestra amistad fue sellándose al amor de esas palabras. Recuerdo que una noche al despedirnos lo hizo con un poema de Catulo, dedicado a Lesbia, del que apenas recuerdo unos versos en los que el poeta le prometía, besándola sin cesar, que «…cuando lleguemos a muchos miles y miles de besos, perderemos la cuenta para ignorarla”.

Sin embargo, todos aquellos besos yo los reservaba para otro amor menos sagrado. Él lo sabía y me perdonaba. Nunca se mostró celoso y volaba, a cualquier hora del día o de la noche, a recomponer mi corazón roto y a linchar, con palabras malsonantes, al desalmado que me hería. Siempre supe que su amistad fue mi salvación.

Pasamos años acompañándonos religiosamente el uno al otro. Hasta que la lenta sucesión de días fue silenciando la intensidad de nuestros encuentros y dejando paso al olvido. Finalmente, cada uno hizo su propia elección de vida: él acabó por diluirse en la sutil elegancia de un lienzo de aguamarina; y yo me fui enredando en un acorde disonante del que tardé mucho en recuperarme.

La última vez que nos vimos fue pocos meses antes de su boda, a la que no asistí. No recuerdo muy bien la razón. Sospecho que nunca me lo perdonó; aunque jamás tuve ocasión de preguntárselo. Quise volver a saber de él. Pensé mil veces en llamarlo. Mil veces en averiguar dónde vivía. Pero el oleaje de la vida acaba por llevarse todo aquello que alguna vez nos entregó. Y olvidamos las promesas, y los labios de quienes las pronunciaron; y se borran las sonrisas y los nombres. Y aparecen dolores y espirales de rutinas. Con el tiempo lo vivido se transforma en un eco apagado. Y llega un día en que la vida nos anuda a un diagnóstico; y el miedo nos obliga a caminar a ciegas hasta recuperar de nuevo la fe en la difícil tarea de vivir.

El verano pasado, aprovechando las fuerzas ganadas a la enfermedad, decidí limpiar la casa de ese miedo y abrir las ventanas a la esperanza. Lavé cortinas y pinté paredes; vacié armarios y cajones devorados por la desidia y el paso del tiempo. Y, poco a poco, me fui deshaciendo de todo aquello que pudiera turbar mi recuperación.

Una de esas tardes de lejía y guantes, en lo alto de una estantería, de manera inesperada, encontré una caja completamente olvidada por mí; al igual que el arpa de Bécquer, silenciosa y cubierta de polvo. Era de metal, color azul noche, con cinco estrellas y una media luna plateadas en la tapa apuntando a una inscripción: XXI Century. La abrí, ajena a su contenido y, oh sorpresa, ahí estaban todos esos pequeños recuerdos atesorados, paradójicamente, a lo largo del siglo anterior. Revisé cada uno de aquellos objetos, sin valor alguno para mis herederos, impregnados del sabor agridulce de la nostalgia. Estaban colocados en capas bien apretadas y ordenadas como líneas de crecimiento de nuestra amistad. Los fui extrayendo uno por uno, al tiempo que repasaba mentalmente el lugar y la ocasión en que me fueron entregados.

Entre esos pedacitos de memoria, encontré todas sus ofrendas: un busto de Homero; una réplica, en piedra caliza, de una figura antropomórfica de las Cícladas, con una detallada explicación del significado de la estatuilla; varios folios manuscritos con su primera traducción de los versos que Catulo dedicó a Lesbia, su amante. Un grito de amor despechado. Varias postales, con despedidas cariñosas en latín y griego, de cada uno de los lugares en los que cursó estudios en verano. Una de ellas, especialmente conmovedora, del Templo de Poseidón, la envió desde Atenas, en la que me confesaba que había hecho la locura de dormir al raso, desnudo, en la playa de Sunio. No decía si solo o acompañado. Dos cintas de cassette de Leonard Cohen, Songs of Love and Hate y The Future (toda una declaración de intenciones). Y una tercera de Bob Dylan, su cantante favorito. Y debajo de todo eso, escondido, quizá por pudor, la copia de un aval bancario millonario que evitó que me embargaran el piso. Un gesto de generosidad que jamás pude agradecerle lo suficiente.

Con ese documento, en el que aparecía su segundo apellido, pude iniciar su búsqueda por la red. Sabía que no iba a ser fácil. Conociendo su clasicismo, no lo imaginaba rindiendo servidumbre a esas nuevas tecnologías. Él era más de depositar su fe en las personas de carne y hueso, y no tanto en las redes sociales. Al igual que Einstein, pensaba que el espíritu humano debía prevalecer sobre la tecnología. “Ninguna máquina podrá hacer nunca el trabajo de un hombre extraordinario” –sentenciaba sin complejos ni miedos a las críticas de sus amigos más avezados en esos medios.

Nunca olvidé su primer apellido, pues, coincidía con el del fabulista de “Allá en tiempo de entonces”, el preferido de mi abuelo; en cuanto al segundo, me había sido imposible recordarlo nunca. Pero esta vez sí, con el nombre completo y sus dos apellidos, tenía más garantías de dar con él.

Encontré la dirección exacta en la ciudad a la que me dijo que se iría a vivir después de su boda. Allí había conseguido una plaza fija de profesor de latín y griego, tras finalizar su contrato de profesor en prácticas en un instituto andaluz. Habían transcurrido algunos años, y no estaba muy segura de que continuara viviendo en esa dirección. Seguí indagando. Necesitaba encontrar un número de teléfono al que poder llamar.

Introduje de nuevo los datos, pero esta vez el link me remitía a una esquela publicada en el ABC, con la fecha del fallecimiento y la hora de la incineración. Volví a revisar el nombre y los datos que aparecían en el cuerpo de la misma, pero no figuraba la edad. No podía ser él. Sin duda era un error.

Por fin, tras mucha insistencia, encontré un número de teléfono. Miré el reloj. Marcaba las once y cuarto de la noche y dudé si llamar. En otro tiempo no habría reparado en la hora; pero esta vez era diferente. Él tenía una familia. Pero debo decir que pudo más mi necesidad de saber que ninguna otra consideración. Tres tonos y una voz de mujer al otro lado del teléfono.

–Buenas noches, pregunto por Juan –dije a media voz, temerosa de interrumpir el sueño.

–¿Con quién hablo, por favor? –me respondió la voz. Le expliqué quién era, tras disculparme por llamar a horas tan intempestivas.

La voz permaneció callada unos segundos, supongo que intentando recuperar mi instantánea en su memoria, tras los cuales alcanzó a decir:

–¡Ah, claro!, tú no lo sabes.

–¿Saber qué? –interpelé a la voz– mientras sentía como me abandonaban las fuerzas.

–Juan falleció hace diez años –prosiguió la voz con la serenidad mansa que deja la muerte con el paso del tiempo.

–Mi amigo, ¿muerto? –repetí incrédula y sorda a sus palabras, las cuales se iban desvaneciendo como el sonido de una ráfaga de viento suave en medio del silencio. (Sí, a la misma edad de su padre. Joven, muy joven. Y, cruelmente, de lo mismo…)

Aturdida, y antes de que aparecieran las lágrimas, colgué el teléfono un tanto atropelladamente, pero no sin antes prometerle que le haría una visita, si no tenía inconveniente, quería conocer a sus hijos y saber más de mi buen amigo, de mi querido amigo, Juan.

Ha transcurrido casi un año desde entonces, y el miedo ha desaparecido de los rincones de mi casa. Pero siento que se ha instalado en ellos un sentimiento de profunda tristeza.

Sila Escribano

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