La rosa de Alabama.

La rosa de Alabama.

Eduardo Gómez

08/07/2020

Rosa de Alabama.

Exactamente igual que pasó ayer, Rufus llega con su preciosa yegua castaña con hocico blanco. Salta de ella y con el sombrero con adornos de latón se sacude el polvo del camino que cubre su uniforme gris. “Mami ¿puedes decirle a Rosalie que ya estoy aquí?”. Dice dirigiéndose a mi. Yo me levanto solícita de la mecedora y entro en la casa buscando a mi niña querida; no me cuesta nada encontrarla, estaba esperando en el vestíbulo. Mientras ella sale a encontrarse con su soldado, me encamino a la cocina para recoger la cesta con el almuerzo, hoy tienen pollo asado, tarta de ruibarbo y zarzaparrilla, según Kimani, la cocinera.

Cuando salgo, los enamorados ya han sobrepasado el estanque y están a la altura del jardín de azaleas. Tengo que aligerar el paso para alcanzarlos. El teniente Rufus camina con su yegua Ágata agarrada de las riendas. Enseguida entramos en la agradable sombra de los enormes robles recubiertos de musgo español que delimitan el camino de entrada. Sus enormes y frondosas copas se entrelazan allá en lo alto, jugando con la luz del sol que, algunas veces, saca brillos al sable de Rufus, y otras al prendedor del pelo de Rosalie. Desde unos pasos atrás los observo complacida mientras andamos: el uniforme de oficial confederado con sus insignias en la bocamanga, el cuello de su casaca y su fajín rojos hacen juego con los zapatitos forrados de seda y el cinturón que, entre Rosalie y yo, hemos elegido esta mañana.

Al sobrepasar el camino de los robles, el sol nos golpea con toda su fuerza, a derecha e izquierda, aparecen entonces los campos de algodón hasta donde llega la vista. Una cuadrilla a nuestra derecha está trabajando, levantan y agachan sus cabezas negras mientras cantan algo descompasados. Entre ellos se distingue a Elroy, mi hombre, que desde lo alto de su mula vigila a los trabajadores. Me saluda a lo lejos levantando un palo largo que lleva entre las manos. Oigo, delante de mi, cuchichear y reírse a los enamorados. De pronto, Rosalie se vuelve: “Que digo, mami, que no pasa nada si cojo del brazo a Rufus, ¿verdad?”. Pregunta sin parar de andar y yo se lo permito levantando mi mano y agitándola, en realidad, me producen ternura: son unos niños todavía.

Seguimos andando, a menos de doscientos metros se divisan ya las enormes magnolias y los mirtos que anuncian la proximidad del río. Desde aquel lugar hay una pronunciada bajada que desemboca en un pequeño llano, al que da sombra un abedul cercano al embarcadero, y a la sombra de ese árbol, almuerza la pareja. Mientras sigo bajando veo al teniente agacharse a colocar su casaca en la hierba para que se siente ella. Y con una sonrisa que no puedo evitar dejo la cesta con el almuerzo a sus pies.

“Ahora la pobre Ayara va a ir un rato a pegar la hebra con Elroy”, les digo señalando hacia arriba, espero que tengan un comportamiento correcto, recuerden que son ustedes un caballero y una señorita del sur”, les aviso mientras giro sobre mis talones y empiezo a subir la cuesta tirando a duras penas de mi gran culo negro. Oigo risas a mi espalda. Al llegar al final de la cuesta silbo con todas mis fuerzas y Elroy azuza a su mula en mi dirección. Mi hombre no tiene uniforme, ni insignias y, en sus manos, lucen unos dedos que parecen un muestrario de pollas, pero cuando quiere puede ser zalamero y dulce como la melaza, y pasamos un rato agradable.

Cuando considero que ha pasado el tiempo suficiente, me despido de Elroy y bajo la cuesta. La pareja ha terminado el almuerzo y me miran muy serios, como si les hubiera sorprendido, ella tiene algunas hierbas en el pelo y, el vestido blanco con encajes arrugado, él tiene las mejillas coloradas. Evito hacer comentarios mientras le arreglo el vestido a mi Rosalie y recojo los restos de la comida. “Vamos a volver, se hace tarde”. Ambos se levantan y comienzan a andar. “Se deja usted a su yegua” le digo al caballero. “Da igual, deje que coma de la hierba un rato, luego vendré a recogerla” dice él.

“Este es el momento más triste, cuando tenemos que volver” dice Rosalie y agarra el brazo de Rufus. Y, poco a poco, volvemos a andar entre los campos de algodón y entre los gigantescos robles con su mami unos pasos detrás de ellos. Por fin llegamos a la casa, subimos los cinco escalones de acceso, ella apoya su espalda en una de las gruesas columnas de estilo griego que enmarcan la fachada, y Rufus le besa la mano despidiéndose. Las dos, desde lo alto de los escalones lo vemos andar colocándose su bonito sombrero mientras silba Rosa de Alabama.

La cojo del brazo y la hago pasar a la casa. “Voy a quitarte este vestido niña” le digo mientras sigo tirando de ella por las escaleras en dirección a su habitación. Ella se deja llevar; ahora su cabeza está en otro sitio. “Verdad que es guapísimo, mami”, pregunta mientras le arreglo el pelo, “y lo bien que le sienta el uniforme”, vuelve a decir sin que le conteste “te falta un pendiente, niña”, grito preocupada mientras busco en los pliegues del vestido. Y ella se toca la oreja, “es verdad”, dice nerviosa “son los pendientes de perlas que me regaló el coronel: me va a matar” “tiene que estar en el embarcadero donde habéis estado retozando”, le digo aún más nerviosa, “vamos a buscarlo” y la agarro de la mano.

Y otra vez en el camino, aunque ahora ambas andamos despacio mirando al suelo. “Mami, no hemos estado retozando, él me respeta, simplemente le dejé que me abrazara, pero nada más” protesta sin levantar la mirada, y me paro y la miro un momento. “Si se entera tu madre o el coronel me mandan otra vez a recoger algodón, así es que calla y reza para que encontremos el pendiente”. Ahora las azaleas, los robles y los campos de algodón lucen a derecha e izquierda sin que ambas reparen en ellos, solo miran al suelo del camino.

Cuando estamos llegando a la bajada que conduce al embarcadero, oímos a la yegua de Rufus resoplar inquieta. “Aún no se ha ido Rufus” dice Rosalie que, contenta, aprieta el paso. Y desde lo alto de la cuesta Rosalie se para de pronto mirando hacia abajo, enseguida llego a su altura y también me paro mirando hacia la misma dirección. A unos cincuenta metros ambas vemos a Rufus de espaldas subido a un pequeño montículo de piedra con los pantalones del uniforme por los tobillos, tiene agarradas las riendas de Ágata, tira de ellas al tiempo que da empellones contra el culo de su yegua. Desde estamos se oye el ruido metálico acompasado del sable golpear contra la piedra, los bufidos de la yegua y a Rufus jadear.

Rosalie me mira, aprieta el pañuelo de encaje contra su boca abierta y los ojos parecen que quisieran salirse de sus órbitas. “Pero, ¿qué hace mami?” me pregunta agarrándome por los hombros. La abrazo, “está cubriéndola” le digo al oído. Rosalie se separa de mi. Llorando se da la vuelta y corre por el camino agarrando el vuelo de su gran vestido blanco en dirección a la casa grande.

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