Los adolescentes del barrio habían creado una página web en la que subían los avistamientos y fotos del hombre, el cual aparecía en los mismos lugares a la misma hora todos los días del año, a excepción de uno. Un grupo de estudiantes de un colegio próximo escribió un extenso texto contando al detalle que habían visto al hombre obeso con su cuaderno rojo deambulando alrededor de la verja durante el recreo: explicaban cómo informaron al director de la presencia del señor Rojo y cómo se sintieron desconcertados cuando un día escucharon a estos dos entablar una conversación en su oficina. El señor Rojo había empezado la conversación, con una voz profunda y rasposa que hacía eco en la habitación, retumbado en sus oídos sensibles por el frío de invierno.
—¡Hola, Harry! – había gritado el señor Rojo.
—¡Hostias, eres tú! Uy, perdón… ¡Cuánto tiempo! —El director parecía sorprendido, aunque contento de verlo.
El director había cerrado la puerta al darse cuenta de que los estudiantes estaban a la vuelta de la esquina. Intentaban escuchar, pegando los oídos contra el marco de madera, pero solo captaron un par de frases cuando el director preguntó:
—¿Cómo está John? Hace años que no lo veo…
—Se porta mejor últimamente —había respondido con una voz que parecía ocultar años de un sentimiento añejo de ira o desagrado.
Los niños habían salido corriendo cuando la puerta se abrió y lo primero en salir fue la barriga protuberante del señor Rojo y un olor a leche pasada de fecha. Dos alumnos, gemelos, se habían quedado en el pasillo, pegados a la pared, haciéndose más delgados para dejarle pasar. El señor Rojo pasó bamboleándose por el pasillo, sonriendo a todos los alumnos hasta que llegó a la puerta del colegio y se quedó inmóvil. Sacó su cuaderno y empezó a murmurar.
Y ahora está sentado en la cafetería junto a la ventana para tener buenas vistas del parque, bebiendo té y, en ocasiones, recogiendo migajas de origen desconocido de su barba. Todos los días pedía una taza de té de menta, sacaba un cuadernito rojo de su cartera y comenzaba a escribir, dando sorbitos al té y mirado por la ventana. La cafetería era pequeña y decadente al igual que la mayoría de los clientes que traían a sus nietos (o bisnietos, si habían tenido una vida ajetreada) y se tomaban su típico desayuno inglés. Amie’s era una cafetería famosa por sus tostadas con judías al estilo inglés con una pizca de pimienta negra. Él en cambio solo bebía té.
La camarera algunas veces lo había visto en otras cafeterías y tabernas de la ciudad. En otras ocasiones lo había visto en el parque, sentado en un banco cerca de los columpios o rondando por la escuela de la zona, cuaderno en mano y mojándose los labios mientras los movía sin hacer ruido, antes de escribir en su cuadernito rojo.
La señora Humphrey se dirigía hacia la cafetería con sus dos nietos, los gemelos David y Daniel, ¿o eran Daniel y David? A veces incluso ella los confundía. Pasaron junto a la ventana de la cafetería y vieron al hombre con el cuaderno rojo sentado en la mesa, contemplando el parque y a los niños jugar. Era pleno verano ya y los niños habían optado por hacer una guerra de globos de agua. Algunos de los chicos le arrojaban globos a las chicas, que aún vestían sus uniformes escolares de color blanco que se transparentaban con una gota de agua. El hombre se pasaba la lengua por los labios muy atento al campo de batalla.
Los gemelos reconocieron al hombre inmediatamente por la ventana y se miraron preguntándose si debían decirle a su abuela que querían ir a otro lugar. Lo habían visto rondando por el colegio y su hermana mayor les había enseñado la página web, alertándoles sobre los caramelos que colocaba en los bolsillos de pantalones ajenos. «Ni siquiera son buenos, ¡no tienen azúcar!», había dicho su hermana con profunda decepción, como si su experiencia no hubiera sido placentera.
La señora Humphrey cruzó miradas con el hombre del cuaderno rojo y, para sorpresa de los gemelos, lo saludó con la mano. Él respondió con una enorme sonrisa, llena de encías desnudas, signo de la edad o del estrés. Miró a los niños, sonrió y revisó su cuaderno. Un escalofrío recorrió la columna de uno de los gemelos y luego del otro cuando su abuela abrió la puerta de la cafetería y sonó la campana.
Se sentaron en la mesa más cercana a la caja registradora, pidieron una ración de patatas fritas, dos zumos de naranja y una taza de té. David y Daniel miraron al hombre y observaron como la camarera dejaba un plato de patatas fritas en la mesa del señor Rojo.
—He puesto demasiadas en la freidora, cómetelas si quieres. —Sonrió y marchó a la parte trasera de la cocina.
Después de un rato, David rompió el silencio y le preguntó a su abuela:
—Abuela, ¿lo conoces?
—Desde luego. Lo conozco desde hace mucho tiempo. Solía jugar con vuestra madre en el parque cuando era pequeña. Ahora realiza un voluntariado nocturno en Oxfam, en el corazón de la ciudad, ordenando ropa. Tiene unas manos muy delicadas, así que puede doblar la ropa de todos los niños con absoluta precisión. ¿Alguna vez has visto una camiseta doblada tan bien como las sábanas de la cama de un hotel? —rió la abuela.
Daniel no se lo llegaba a creer; su madre había jugado con el viejo tiempo atrás. Miró a David por encima de su vaso de zumo de naranja.
—¿Qué hacemos? —preguntó. Su abuela no dijo nada y siguió hojeando el ejemplar del ¡Hello! que había comprado aquella mañana.
—¿A qué te refieres? —dijo David con una patata a medio camino de la boca.
—Es él. El señor Rojo. Lisa nos dijo que es peligroso —dijo Daniel, cubriendo ligeramente su boca detrás del vaso para que el señor no le leyera los labios.
David miró al hombre. El hombre del cuaderno rojo no parecía peligroso. Sólo parecía viejo, solitario y con un poco de sobrepeso. Apenas se llegaba a vislumbrar un cinturón bajo ese estómago que sobresalía y descansaba sobre su regazo.
—Es un señor mayor, viejo, nada más—dijo David.
—La abuela es vieja. Él es raro. Como John, el del colegio, el que tiene esa cosa rara en la espalda —dijo Daniel haciendo un gesto como si tuviera una joroba.
—A mí John me cae bien, es majo. Y no deberías hacer eso, tuvimos una charla hace poco sobre respetar a los demás en el colegio —dijo David mientras se comía otra patata.
El fuerte ruido de algo estrellándose inundó de repente el espacio de la cafetería. Los gemelos miraron a su derecha y vieron como las patatas fritas se había desparramado por el suelo debajo de la mesa del hombre. Intentaba agacharse para recogerlo, pero le estaba costando superar la circunferencia de su estómago.
-Vaya, todas las patatas al suelo…. Ni que fuera sábado a las puertas del Kebab- dijo su abuela, apartando la mirada de su revista un segundo.
David estaba empezando a ponerse de pie cuando su hermano tiró de él.
—¿Qué haces? —Daniel miraba a su hermano con incredulidad y miedo. David le apartó la mano y avanzó hacia la mesa dispuesto a ayudar.
—Gracias —dijo el hombre con una sonrisa. David empezó a recoger los trozos y a colocarlos encima de la mesa. Volvió a agacharse y recogió la última patata de entre las piernas del hombre. Se empezó a levantar patata en mano cuando el señor lo detuvo, incitándolo, con la mano en su masa de pelo rubio, hacia una dirección a la que David no tenía previsto dirigirse.
—Cuidado chaval —dijo el hombre—. Te vas a dar con la mesa y la puedes romper. O la mesa o tu cabeza, y no queremos que eso pase. Incluso si las mesas son más viejas que yo.
El hombre soltó una carcajada. David se levantó, guiado por su mano y se echó a reír. Puso la patata en la mesa al lado de las demás que se habían caído al suelo.
—Gracias hijo.
—De nada.
David dio media vuelta para volver a su mesa. Daniel lo estaba mirando, boquiabierto, sin patatas. Una mano vieja y arrugada cogió del brazo a David, quién se giró y vio al hombre hurgando en su bolsillo.
—Todavía no puedes irte. No he terminado de darte las gracias —dijo mientras seguía hurgando en su bolsillo—Toma—añadió mientras sacaba un pequeño caramelo del bolsillo y lo introducía en el de David. —No te preocupes, no tiene azúcar, no querría que perdieras tus dientecillos. El ratoncito Pérez no está tan necesitado —Apareció una sonrisa sin apenas dientes.
David se rió, aunque no le entendía muy bien. Le dio las gracias por el caramelo y regresó con su hermano.
Su abuela terminó de leer la revista y pagó a la camarera. Se despidió del hombre del cuaderno rojo y salió de la cafetería. David había sido el primero en abrir la puerta y también se había despedido con la mano. Daniel, por su parte, se quedó pegado detrás de su abuela, buscando refugio tras su jersey holgado de lana.
—¡Chico! —le gritó el hombre—. ¿Cuál eres tú? ¿Daniel o David?
Daniel dudó durante una fracción de segundo.
—Me llamo David —dijo, y pensó para sí mismo lo inteligente que había sido dando el nombre de su hermano en lugar del suyo. No quería acabar en el cuaderno rojo.
El señor Rojo regresó a su cuaderno y miró la página dividida en dos columnas. Ya había escrito “David” en el lado izquierdo acompañado de un dibujo de una patata; pero aún no se decidía a qué hacer con Daniel.
Daniel se había metido con el chico ese, John, de su colegio y también había estado robando calderilla a su madre cuando pensaba que nadie le estaba mirando. Lo decidió en aquel momento, la jugada de intentar colársela usando el nombre de su hermano había sido la gota que colmó el vaso. Cogió el bolígrafo y escribió “Daniel” a la derecha bajo la lista en la que se acumulaban los nombres de los «Niños Traviesos»
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