—¡Abracadabra! —Mi padre, con su esmoquin y su sombrero negro, encima del escenario, pronunciaba la palabra mágica.  Y yo, desde dentro, con mi llave diminuta, abría la imperceptible trampilla que había en la parte de atrás de aquel cajón de madera, y arrastraba mis pocos años embutidos en un traje que era un mono con capucha de color negro, por el escenario empapelado en negro, hasta detrás de la cortina de terciopelo negro. Allí, nerviosa, oía el aplauso del público cuando veían que aquella niña había desaparecido. 

     —¡Abracadabra! —Volvía a gritar al tiempo que agitaba su varita por el aire y dibujaba círculos perfectos que se llevaban detrás todas las miradas. Entonces yo hacia el camino de vuelta, abría de nuevo la trampilla y me deshacía en tres segundos del mono adherido como una segunda piel. En ese momento, mi padre abría por la parte de arriba y yo salía triunfante.

     Recorrí el camino del cajón a la cortina muchas tardes, cuando terminaba la función él me regalaba algodón de azúcar de fresa. Mi padre me dijo: “esta llave es única, guárdala como un tesoro”. Así que convertí esa llave en mi superpoder: con ella sentía que podía desaparecer y aparecer a mi antojo. Él fue lo mejor que he tenido nunca.

     Un día se puso muy triste. Repetía que la vida era un camino demasiado largo que no le interesaba recorrer y que echaba de menos a mi madre, pero que era un problema sin solución, ya que ella nunca quiso saber nada de él. Y entonces ensayó un truco que yo no conocía e intentó escapar de una cuerda que se anudó al cuello en el desván de la casa de mi abuela, pero le salió mal y desapareció para siempre. ¡El truco final!, dijo ella. Recuerdo que yo quería que a mi padre le dejaran en nuestro cajón en vez de aquel otro tan brillante que trajeron con una cruz encima, pero mi abuela lo guardó con las demás cosas en aquel altillo a donde mi padre subió por última vez y, como él, se vistió de negro. Yo me puse mi mono con capucha negra, pero se enfadó y me dijo que me pusiera un vestido y ya no paró de llorar. Cuando nadie me vio me acerqué a mi padre y escondí mi llave en el bolsillo de su chaqueta; luego recuerdo que esperé un tiempo, pero nunca salió de aquel sitio en el que le habían metido. Así que entendí de golpe que había perdido a mi padre, y con él, la llave, y con ella perdí la magia. Y me quedé sin nada de lo que tenía. También tuve que dejar a mi abuela poco tiempo después.

     Yo nunca había visto a mi madre, pero apareció sin más, y me llevó con ella, aunque en seguida me di cuenta de que no le gustaban ni los magos ni su hija. Sin embargo, al hombre con el que vivía sí, y durante muchas noches, de muchos años, mientras mi madre dormía, entraba a mi habitación y me decía que me enseñaba sus trucos a mi sola, con la promesa de que no los desvelaría a nadie nunca porque no me creerían.

     Mi madre me echó de su casa, no le gustó que su marido fuera aficionado a la magia. Por entonces desaparecer se convirtió en una obsesión. Me dediqué con tesón a intentarlo, como hizo mi padre, y me imaginaba que así podría encontrarme con él y recuperar aquella llave. Pero siempre había alguien que sacaba mis restos de alguna chistera y los recomponía. Iba de un sitio a otro, cuando no tenía dónde dormir, lo hacía en la calle, y conseguía dinero con unas bolas de colores que lanzaba por encima de los semáforos y allí arriba se mezclaban entre ellas hasta que parecía que no iban a caer nunca.

     Mi abuela, cuando me encontró, me preguntó por qué nunca la llamé, pero no podía contarle todo lo que me había pasado. A ella no le gustó mi falda negra, ni las botas militares del mismo color que robé en un mercadillo, ni la blusa ajada de color negro que había sido suya, ni la chaqueta de cuero que me regaló alguien en algún sitio. Me dijo que me había echado de menos, que podía oler mi rabia de lejos y que no me iba a dejar desaparecer por más que me empeñara. Me llevó a su casa y me cuidó. Estudié, encontré un trabajo y olvidé por completo la magia, creo que sin querer lo hice a propósito. Con el tiempo la rabia se volvió tristeza, las botas, tacones, y el cuero, trajes de chaqueta en su mayoría blancos. Trabajaba solo para no recordar que había vida. Luego volvía a mi casa, cerraba la puerta y me escondía. Y así iba sucediendo un día, y otro día, y a esos les sucedían más días. Cinco cafés, unas flores, cuatro meses y un poco de cariño bastaron para irme a vivir con mi compañero de trabajo. Era un buen tipo y estoy segura que me quería. Pero alguna noche cuando me miraba yo no podía evitar ver en su cara la de aquel hombre que entraba al cuarto de una niña. Mis dos hijos crecieron sin darme cuenta y todo transcurría según un orden. Pero nunca supe qué orden era y si ese orden era el mío. Una tarde estaba con ellos en un teatro y alguien desaparecía en unos segundos de una enorme caja, mientras un mago, con su varita, hacia círculos que subían al cielo de una noche de verano. Los ojos se me llenaron de lagrimas y la boca de algodón de fresa. Cuando terminó, les dije muy sería que yo había tenido una llave que me daba un poder especial por el que podía hacer lo mismo. Pero ellos se rieron a carcajadas y me dijeron que eso era solo un truco.

     Mi marido me dijo que yo siempre estaba triste y se largó. Quizá tampoco le gustó oírme decir que la vida era un camino demasiado largo y que no me interesaba recorrerlo con él. Se quedó con la casa y los hijos. Y a mi solo me quedaron las llaves de la casa de mi abuela. Lo primero que hice cuando llegué allí fue buscar en la cómoda de su cuarto aquel mono negro de mi infancia mágica que durante un tiempo se convirtió en parte de mi. Lo olí y me abracé a él con fuerza. Visité muchas veces esa casa y sobre ella empezó a gravitar mi existencia. Me hice adicta a aquel traje y a la sensación de tranquilidad que me producía. Y de repente sobre la cabecera de su cama vi colgada la llave… cerré los ojos y los abrí. Allí seguía. ¡Todo el tiempo mi talismán había estado allí!. La cogí y temí que se desvaneciera entre mis dedos, pero no lo hizo.

     Hasta hoy no he tenido valor para subir al desván desde donde escribo, he ido quitando el polvo, las arañas, me he sacudido los recuerdos como se sacude las pulgas un perro, y he abierto de nuevo la trampilla de aquel cajón de madera por la que ahora me cuesta entrar. Me he quedado dentro sentada mientras han ido desfilando por la película que mi cabeza proyecta en bucle, aquel hombre que aparecía por las noches en el cuarto de la niña que guardaba en la chaqueta de su padre muerto una llave.  Uno… dos…. tres…. abracadabra… pero la vida nunca vuelve al escenario de lo que fue… después de tantos años y no me había dado cuenta de que mi truco final siempre ha estado aquí esperándome…

     —¡¿Se puede saber donde te has metido?! —mi hijo grita en el móvil.
     —Estoy bien cariño, no te preocupes, ya sabes que nadie desaparece por arte de magia.

     O quizá si…

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