JOHN BARLEYCORN DEBE MORIR

JOHN BARLEYCORN DEBE MORIR

JOHN BARLEYCORN DEBE MORIR

Mi condición de bebedor resistente se debía más que a una necesidad o deseo de alcohol a una convicción intelectual. JOHN BARLEYCORN. JACK LONDON

There were three men, came out of the west, and these three men made a solemn vow, John Barleycorn must die! Threw clouds upon his head, until these three men were satisfied: John Barleycorn was dead! JOHN BARLEYCORN MUST DIE (canción). TRAFFIC

Como casi todas, ésta es una historia de amor que tras su luminosidad esconde alguna sombra. Hay en ella un fantasma que es real, y tan poderoso que debo esforzarme día a día en conjurar sus peligros. Lo hago a través de la memoria y también de la poesía, siempre por medio de la palabra escrita. Este relato es de hecho una versión de mi sortilegio. Por eso me encomiendo aquí y una vez más a mis palabras, cuya fortaleza no es otra que la de su autenticidad.

John Barleycorn, que afloró hace siglos en la cultura popular británica en forma de leyenda, fue adorado por ciertos jóvenes ingleses a principios de los años setenta como el nuevo y pretendido Rey del Alcohol. Lo glorificaron en honor a una primaria tradición británica: beber hasta perder la consciencia. El héroe Barleycorn debía morir y desaparecer para volver a nacer, una y otra vez, pues así lo proclamaba la exitosa canción de Steve Lower que lo encumbró como un icono pop de la época. Pero por desgracia para su autor, el monstruo tardaría en ser enterrado y, tal y como ocurre con todos los muertos malnacidos, su espectro, al reposar sobre el lecho mortuorio, lo hizo en falso óbito. Cerró los ojos ocultando la verdad y de ese modo engañó a quien no tuvo más remedio que creerle. El fantasma John Barleycorn no muere nunca.

El 3 de julio de 1973 Steve Lower actuó junto a su grupo, los Massive Success, en Kilburn, el barrio londinense en el que había crecido. El escenario art decó del Gaumont State quedó envuelto para la ocasión en un círculo de estrellas plateadas y la presentación tuvo lugar por todo lo alto. Cuatro mil espectadores acudieron a la clausura de la gira de promoción del quinto y último disco de los Massive Success, titulado The Dead Magic in John Barleycorn. Steve tenía entonces veintiséis años. Aunque era un joven atractivo y brillante que poseía un asombroso talento musical, se sentía cansado y viejo por dentro, mucho más de lo que el público o la crítica veían en la emergente estrella del pop.

Ese mismo día su idolatrado David Bowie, también de veintiséis años y no muy lejos de aquel lugar, en el Hammersmith Odeon, iba a dar muerte escénica a su teatral encarnación de Ziggy Stardust. Nunca más interpretaría ese personaje. Steve no podía dejar de pensar en él, en su inmanejable fama y en la fantasía que había sido capaz de crear en su día y que había decidido ahora eliminar. ¿Sería feliz David?, se preguntaba en su camerino. ¿Cómo se vería a sí mismo al contemplar a Ziggy Stardust en el espejo? ¿Sentiría algo parecido a lo que él sufría en ese instante? ¿Se ahogaría también? ¿Qué bebería? ¿Cuánto?

Lower salió a escena y cantó sin desajustes visibles. Había aprendido con solidez el oficio de músico en los cuatro últimos años de carretera. Al igual que los mejores, sabía cómo aparentar un dominio de la situación que en realidad no tenía. Rasgó los acordes finales de John Barleycorn Must Die en su guitarra acústica y, tras hacerlo, cerró los ojos. Eran las diez y media de la noche. Concluyó la interpretación como nunca antes, entonando a capela la estrofa final del tema: John Barleycorn Must Die, John Barleycorn Must Die… La repetición sonó como una coda ideada para ese concierto. Aunque nadie lo sabía aún, sería esa coda la que pondría fin a toda su carrera musical. Cuando se apagaron las luces del Gaumont, Steve tuvo la certeza de que sería la última vez, y pensó en David Bowie y en el homicidio de Ziggy Stardust que se escenificaba a esa hora al sur de la ciudad. Los aplausos le sonaron lejanos y a la vez infinitos. Saludó de forma breve, como era habitual en él, y se retiró por el lateral del escenario. Por primera vez en mucho tiempo, no sintió ansiedad alguna al terminar su actuación.

Tras el concierto de Kilburn, Steve abandonó los Massive Success e intentó dejar de beber. Lo anunció al resto del grupo aquella misma noche y lo hizo sin adornos: «Me marcho y me aparto de toda esta mierda». Al oír la frase sus cuatro compañeros que, junto a su manager y varias personas más le esperaban en el bar del teatro, lo miraron con cierto desprecio y atribuyeron la resolución de Lower a sus ya demenciales excesos etílicos. Será una alucinación vanidosa, creyó alguno de ellos, ya se le pasará.

Salió a la calle y tras firmar algunos autógrafos se encaminó en solitario por Kilburn High Road hacia el sur. Anduvo despacio, sin prisa. Se acercó al paso de cebra de Abbey Road, recordó a los añorados Beatles por unos minutos y desde allí siguió caminando durante casi un par de horas más en dirección al barrio de Hammersmith. Para cuando llegó al Odeon no quedaba nadie, tan solo se veía un último camión, ya cargado con el material de sonido. Quizás el espíritu de Ziggy había sido encerrado en alguna de aquellas pesadas cajas con el equipo dentro, pensó; o no, tal vez no, quizás estaba destinado a vagar eternamente por los pasillos del teatro. Sonrió al pensar que las decisiones habían sido ejecutadas a la vez, porque Lower quería creer que el motivo era en los dos casos idéntico: a buen seguro la ausencia de aire habría acogotado también a Bowie antes de dar el paso de acabar con la fantasía de Stardust.

Al deambular aquella noche por las calles vacías de Londres se sintió fuerte, convencido de la importancia de lo que estaba haciendo, y en su interior dio las gracias a su ídolo por haberle proporcionado tanta entereza. Steve creía haber sido sincero con todo el mundo, por fin. Abandonaba los Massive Success, dejaba la música pop y se escapaba de los focos para matar a Barleycorn y parar de beber.

Pero no lo hizo. No pudo librarse del fantasma con tanta facilidad.

Supo después que en realidad era un alcohólico, como antes lo había sido su padre. Y comprendió que no podía ser músico sin beber, y que no era capaz de tomar una copa sin desear otra más, y que todo lo que podía tener algún sentido en su arte acababa por diluirse al completo en la bruma del alcohol o en las penosas resacas. Asumió por tanto que John Barleycorn debía morir, pero no de forma metafórica, como en la canción, sino para siempre, al igual que había desaparecido Ziggy Stardust. Y estaba convencido de que inmediatamente después habría de sepultarlo de una forma fría, sin ceremonias, eludiendo la tentación de la liturgia y de las elegías porque de su propia recreación lírica resurgiría siempre el fantasma voraz. Se acabarían las poesías elogiosas hacia el Rey del Alcohol. No habría más John Barleycorn que celebrar, como no hubo más Ziggy Stardust.

Lo cierto es que Steve, ignorante aún en el verano de 1973 de la raíz profunda de su enfermedad, se había convencido de que la frustración que le invadía cuando tocaba con su banda era la misma que lo había atrapado en la bebida, y de que, por ello, su necesidad de alcohol desaparecería una vez disuelto el grupo. Pero Lower estaba equivocado. Era un alcohólico profundo y a John Barleycorn, una vez dentro de la jaula, no se le podía dejar de lado de cualquier forma.

Su biografía no permitía albergar demasiadas dudas acerca de su condición. Había empezado a beber a los trece años, cuando su padre, entre risas y palmadas en la espalda, le invitó a su primera pinta de London Pride en un pub del barrio. No era legal, pero el tipo que regentaba el local era, además de un borracho, un conspicuo anarquista que despreciaba todo tipo de regla. Para los diecisiete la embriaguez era el estado natural en el que Steve y sus amigos afrontaban cualquier actividad colectiva, ya fuera tocar música o merodear a las chicas los sábados por la tarde. No había argumento, no era necesario porque todo era muy simple: sin Barleycorn los hombres dejarían de ser los hombres, y todos ellos habían crecido en Kilburn bajo un mismo patrón: ser esa clase de hombres que beben y se acuestan con mujeres. Nada más.

Cuando los Massive Success publicaron su primer disco en 1968 la todavía modesta dieta de alcohol del grupo se nutría de vino barato, de jarras de pale ale de cualquier bar o de whisky de garrafa. Las drogas no eran importantes. Para Lower no tenían interés frente a la bebida, más cálida y envolvente, más auténtica, bastante más inglesa que la heroína, le dijo una vez a un periodista, el mismo al que se atrevió a contarle que su «condición de bebedor resistente se debía más que a una necesidad o deseo de alcohol a una convicción intelectual». Le sonaba bien la frase, era ingeniosa. La había visto en un libro de citas, aunque no sabía nada de su autor, Jack London, ni entendía el verdadero sentido de su enunciado.

El éxito de la banda y el estrellato de su líder no cesaron de crecer con cada álbum y cada gira. En paralelo se desenvolvía una vida hedonista a la que los músicos parecían ya consagrados. Para 1972 los licores al alcance de los Massive Success habían mejorado en calidad y graduación y la locura etílica estallaba en un descontrol diario. No fue fácil ni siquiera terminar la grabación del quinto disco y la gira de presentación no estuvo exenta de incidentes lamentables. La cocaína, que se había convertido en una artificial fuente de equilibrio, les permitió hacer frente in extremis a algunos conciertos, pero al mismo tiempo agravó la ansiedad, las paranoias y la falta de aire que ahogaba a Steve. Así que aquel 3 de julio de 1973, tras apagarse las luces, Steve hizo lo que pensaba que tenía que hacer y se fue. Nunca volvió a publicar música ni a tocar en directo.

Lower se retiró a la casa de campo que un año antes había adquirido a la orilla del Támesis, cerca de Richmond. Una preciosa construcción de piedra del siglo XVIII, nada aparatosa y confortable. El edificio estaba rodeado de un gran jardín con varios abedules a los que Steve había puesto nombres propios, siempre de modelos y marcas de instrumentos musicales, como Fender, Gibson o Martin. Le gustaba hablarles, contarles esas cosas que a nadie más se habría atrevido a decir, y pasaba horas sentado a su sombra. Estaba convencido de que los árboles le escuchaban y de que al hacerlo le protegían.

Sin consulta ni prescripción de ninguna clase se encerró en su casa y se entregó a la abstinencia, pero fracasó tantas veces como lo intentó porque era demasiado débil para resistir el síndrome. Los abedules, a pesar de su fiel compañía, tampoco pudieron evitar su hundimiento. A cada decepción le siguió un descalabro aún mayor. El dinero pronto se convirtió en un problema y Steve tuvo que vender su anhelado retiro rústico. El músico se acordaba de su padre con pánico; rememoraba la horrible imagen de aquel hombre enjuto, macilento, con la barriga sobresaliendo de un tronco hundido, casi sin alma, encerrado en la miseria de aquella cama vieja y pobre de la residencia, y no lo podía soportar. Le espantaba, pero era consciente de que se aproximaba a él.

Las cosas no mejoraron tras abandonar el campo. Volvió a Londres, se enredó en actividades ilícitas y perdió todas sus posesiones materiales. No conservó ni una guitarra, ni un solo resto material de su pasado. Vivió en la calle durante algún tiempo, en solitario, entregado al azar. Casi nadie se acordaba de él. En la segunda mitad de los setenta la música pop había evolucionado hacia terrenos más prácticos e inmediatos en los que sus viejas canciones, largas y plagadas de lírica rural, no tenían ya cabida alguna.

Un día Lower, en su delirio etílico, creyó darse de bruces con el auténtico John Barleycorn en un callejón del Soho. «Le hablaré a la cara», pensó; pero Barleycorn, cualquiera que fuera su configuración, no escuchaba, por supuesto que no, ni a Steve Lower ni a nadie que estuviera ebrio. Recordó algunas estrofas de su célebre canción y, entre tumbos, comenzó a cantarla. La terminó como lo había hecho aquella noche de verano de 1973 en Kilburn, con la prolongada repetición del título, una angustiosa llamada sin destinatario reconocible; una vez más, el fantasma seguía sin darse por enterado.

Por casualidad, yo caminaba por allí aquella mañana. Lo reconocí; el timbre de voz de Steve había perdido su original encanto, pero la fuerza desgarradora con la que repetía el título era inconfundible. Mi hermano había sido un admirador de los Massive Success
y sus discos sonaron durante años en mi casa. Me encantaban sus canciones, en especial aquella tan misteriosa que hablaba de John Barleycorn. Esperé a que terminara su lamento y me dirigí a él: «Yo sé quién eres», le dije. «Eres Steve Lower; hola, yo me llamo Anna, conozco tu música y me parece increíble». Steve se acercó, me acarició con ternura la melena, pronunció un endeble «gracias» y se puso a llorar. Lo llevé a una cafetería y me senté a hablar con él. La conversación duró horas, días enteros más bien. Me contó todo lo que había sucedido en su vida desde el 3 de julio de 1973 y yo le escuché. Me relató la verdadera historia de John Barleycorn, la del fantasma, esa parte del mito de la que casi nadie quiere hablar. Le creí y entendí entonces el significado de su canción. Supe quién iba a ser el enemigo a batir.

Steve Lower es hoy mi marido. Vivimos en la costa de Norfolk y somos felices. Ocupamos una casa pequeña con vistas al mar y he pintado abedules muy verdes en todas las paredes. Nuestra vida es en general muy tranquila. Él enseña música a algunos jóvenes del pueblo y yo escribo relatos cortos que publico cada mes en una revista literaria. Éste, como todos los demás, se lo dedico a él.

Sé que no se ha curado, nunca lo hará. Steve Lower es un alcohólico, pero lleva dos años y sesenta y seis días sin beber. A veces, al atardecer, le veo coger su guitarra acústica y tocar algunos acordes de su canción más célebre mientras contempla ensimismado los árboles que pinté para él. Supongo que es porque siente a Barleycorn cerca y tiene miedo. Debo confesar que en ocasiones yo también creo verlo. Es en esos momentos cuando entono la estrofa final de John Barleycorn Must Die y lo ahuyento. No sé por cuánto tiempo, pero sé que al oír la música de Steve, Barleycorn se aleja. Observo cómo se va y no dejo de cantar hasta que desaparece por completo de mi vista; entonces sé que al menos de momento el fantasma ha declinado y que tal vez haya decidido que esta historia de amor discurra en paz.

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