Ver, oír y ladrar.

Ver, oír y ladrar.

Marina Castilla

07/07/2020

Solía descansar mi pequeño cuerpo al lado del mueble mexicano de la televisión. Olía a madera, madera antigua, y me remontaba a aquel primer día allí, en el que yo, juguetón e inocente corrí sin advertir el enorme mueble que presidía el salón, y me lo comí de lleno, cayendo precisamente en el espacio del que ahora os hablo. Así lo descubrí y lo hice mío desde ese momento.

Desde ahí podía escuchar los ruidos de ser inerte emitidos durante la noche por la televisión, y eso, junto con lo poco que importaba en esa casa aquel aparato, me recordaba lo especial e insustituible de mi presencia. En efecto, era lo que siempre habían deseado: la raza, el color, el pelo, las patas perfectas… y además me esforzaba en demostrar mi obediencia, mi respeto hacia todos, por ello, ese espacio tenía mi nombre, al igual que todos tenían una habitación.

Cuando cerraban las puertas y apagaban la luz, yo ya había barrido con mi cola ese trozo del suelo que tanto me gustaba y que tan mullido me parecía, a pesar de ser de la misma madera que cubría el suelo de toda la casa.

Hela, sin embargo, siempre merodeaba por las habitaciones, especialmente la de la niña. Se iba sin hacer ruido hasta su puerta y se dormía escuchando su tenue respiración de infante. Siempre había sido mucho más pelota que yo, y buscaba la atención en la más pequeña porque sabía que era el juguete de ésta. La pobre todavía confiaba en el amor que le profesaba la niña, y no había descubierto que ser un regalo de Navidad no es sino sinónimo de abandono en la madurez.

Por eso lo mejor es ser el capricho de los padres, el primer hijo que deciden tener para asegurarse de que luego pueden con un humano y no van a largarse a la primera de cambio. Ese era mi caso, aunque luego sus atenciones para conmigo disminuyesen a la par que lo hacían las atenciones entre ellos, añadiendo a esta ecuación la aparición estelar de la niña y de su nueva perrita.

Nuestra rutina me satisfacía. Cuando todos dormían, nosotros dormíamos. Y cuando todos vivían, nosotros también lo hacíamos. Así, pasaron varios años, realmente no sé cuántos, no me pidáis tanto. 

Pero todo esa pacífica rutina se vio alterada la noche en que me dejé llevar por la maldad, por una diabla peluda y pedante. ¿Sabéis de quién hablo no? Hela. Como ya os he dicho, tenía que convivir con el último capricho de la casa, y todo iba medianamente bien, respetando nuestros espacios y nuestro pienso, sabiendo cada uno a quién pedir las caricias, y nunca sobrepasando ningún límite. No me podía quejar.

Pero aquella noche… Aquella noche hizo que sufriéramos los dos, y todo por algo que verdaderamente ni me interesaba. Nunca he querido saber nada de mis dueños, a parte de su nombre, la hora a la que llegaban a casa y el lugar que ocupaban para poder pedirles algo. Me limitaba a eso. Ni siquiera sabía a qué se dedicaban, mientras todas las tardes encontrara mis cuencos llenos y me abrieran la puerta de la terraza para hacer mis necesidades más humanas.

El caso es que esa noche, yo ocupé mi sitio como siempre y Hela marchó adentrándose en la casa a través de las habitaciones. No habrían pasado ni dos, tres.. bueno mirad, lo del tiempo no se me da muy bien. No habría pasado mucho rato, porque seguía siendo de noche y porque los despertadores no habían sonado y tampoco yo me sentía con ganas de salir a la terraza. Cuando de repente, Hela apareció por el salón, posando sus patitas de perra caprichosa en la madera, y meneando sus largas orejas al compás de sus pasos.

-¡Astro! Ven, tienes que venir, tienes que ver qué está pasando.

Seguro que pensáis que era una pesadilla y me iba a despertar y wof wof wof. Pues no, ese recurso se lo dejamos a los humanos. Con esta personaje la realidad supera a la ficción, os lo digo yo. Me insistió muchísimo, de verdad. No me caracterizo por ser el típico cotilla que sigue a sus dueños por toda la casa (Hela sí, obvio), pero insistió tanto, y me dio tanta pena pensar que sólo la quería la niña y que sus horas estaban contadas, que la acompañé pasillo adentro.

Me llevó hasta la habitación de los padres, pasando por delante de la de la niña, de la de Rosana, que era la limpiadora y la que mejor me caía en esa casa (por ser la menos humana, la verdad) , y la de los abuelos; fue por esta última cuando los ronquidos nos pegaron un susto de muerte y casi se nos escucha. Todas las puertas estaban cerradas, menos la de los padres, desde la que se podía ver un halo de luz proveniente de alguna lamparilla de noche.

Hela se tumbó sobre sus patas, apoyando su hocico en ellas, y cruzándolas, justo en el hueco de la puerta, y yo hice lo mismo pero un poco más atrás.

-Fíjate bien, ¿qué pasa?- me preguntó.

«¡Perra tonta!» Me dije, me trae aquí para ver como copulan nuestros dueños. Encima va de mosquita muerta, como diciendo qué pasa aquí qué pasa aquí… ¡pero si ya lo sabes! Mi enfado no podía ser más grande, obviamente nuestros dueños intimaban, tenían una niña, sólo que la pija sabuesa se había percatado ahora. Obviamente que yo lo sabía, esas cosas se saben si eres un poco espabilado.

-Copular, reproducirse, intimar… No te hagas la tonta, no digas que no te lo imaginabas… morbosa, morbosa empedernida es lo que eres.

Hasta ese momento no se escuchaban más que algunas respiraciones entreƒcortadas. Pero, de un momento a otro, como si la tele se hubiera encendido sola, subió el volumen de la actuación. Yo estaba mirando para otro lado desde que me di cuenta de lo que estaban haciendo, porque como ya os he dicho, ante todo soy respetuoso, pero Hela estaba ensimismada mirando el movimiento: arriba, abajo, arriba, abajo… le faltaba el pienso y ya hubiera estado encantada.

Pensé marcharme, sabía que no era un buen sitio ese y que estábamos haciendo algo muy malo. Cuando, de repente, Hela abrió un poco más la puerta con la patita.

-He visto algo raro, vamos más para dentro que veremos mejor.

-Tú estás loca, yo no entro.

-Tú te lo pierdes, pero quiero averiguar qué pasa. Escucho algo que no veo. Además, con la fiesta que tienen montada no nos van a oír entrar.

No sé por qué la seguí, quizá porque me daba pena y no quería arruinar sus sueños de que algo raro estaba pasando. Pero sí, amigos, algo raro estaba pasando, por una vez esa perra de pelo enredado, tenía razón.

Una vez dentro, desde el espejo colocado frente a la cama pudimos verlo todo, y cuando digo todo, es TODO.

Nos volvimos a tumbar uno detrás del otro, con las patas cruzadas y la cabeza lo más gacha posible. Ambos fijamos la vista en el espejo y ahí lo teníamos: una copulación humana entre los dueños de la casa. Él tumbado, desnudo, y ella encima, gritando y contoneándose, agitando su carne de tal manera que muy por seguro tengo, cómodo no era. Pero la bomba no era esa. Encima de la cara de él, había otra persona, que restregaba sus partes más íntimas en su boca. ¡Era Rosana! Dios mío. Eso sí que era lo más desagradable que había visto en mucho tiempo aun teniendo en cuenta que no soy yo muy mirón. Así que me asusté tanto cuando vi esa macabra escena, que emití un gemido, y la otra como de lista tiene poco, se meó encima y ladró. Salimos corriendo por todo el pasillo hasta llegar de nuevo al salón. 

En mi cabeza sólo aparecía la imagen de Rosana enfrente de mi dueña y encima de mi dueño, y mi dueña encima de dueño y enfrente de Rosana, y mi dueño debajo de mi dueña y debajo de Rosana.

Dios mío.

Tardaron unos minutos, no sé cuántos, en salir y terminar su espectáculo circense. Escuché como Rosana entraba en su habitáculo y como el dueño entraba en el salón. Me hice el dormido. Hela escondida detrás del sofá, temblando. Entonces, el dueño, apretándose el cinturón del batín y comprobando que todo estaba bien y tranquilo, dijo:

-Menos mal que sois perros. Veis todo pero no podéis decir nada.- y se volvió hacia la habitación a terminar la faena o a empezar otra, quién sabe.

Pero he de ladrar, que esa frase me sentó tan mal, quizá por ser cierta o por ser burlona, que me decidí a escribir lo que no podía decir. Y aquí estoy. Lo siento, Rosana.

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