EL COLLAR DE MI MADRE

Mis padres habían fallecido hacía ya casi tres meses, en un trágico accidente de automóvil. Mis dos hermanos y yo, una vez asimilado dentro de lo posible, el tremendo impacto de tan repentina muerte, consideramos que era el momento de tomar decisiones respecto a la herencia que nos había quedado. A falta de testamento, seríamos nosotros los que procederíamos al reparto. El piso donde vivíamos, el negocio familiar, acciones bancarias, algún depósito y poco más. Posteriormente le encargaríamos a un abogado la parte legal para cumplir con Hacienda.

Antes de comenzar la primera reunión, recordamos lo que siempre nos habían dicho nuestros padres respecto a este tema. Que todo se hiciera de mutuo acuerdo, sin discusiones, ni disputas. Como hermana mayor, me responsabilizaría de que se cumpliera la voluntad de nuestros progenitores. Éramos una familia muy unida, educada en firmes valores religiosos y queríamos seguir manteniendo esa unidad. Curiosamente los tres hermanos estábamos solteros, así que la inexistencia de cuñados y nueras, sospechosos habituales en estos asuntos, favorecería realizar las reparticiones sin la injerencia enredadora de terceras personas.

Además, no parecía difícil. Mi hermano Mateo, con los estudios de Veterinaria recién terminados, vivía en un apartamento. Acordamos que se quedara con la clínica de nuestro padre, también con esa profesión. En compensación, mi hermana Jimena y yo, nos adjudicaríamos el domicilio familiar. Así podríamos seguir viviendo juntas, con nuestro viejo gato “Pelusa” y una pareja de periquitos que nos distraían y deleitaban con sus sonoros trinos.

Resuelto lo principal, quedaba lo accesorio, pero no por ello, menos importante. Había que repartir las joyas de mi madre, esas joyas que son motivo de tantas y tantas peleas en multitud de herencias. Mateo lo solucionó rápido. Sugirió quedarse con la colección de sellos y monedas antiguas de mi padre. A cambio, las alhajas nos las dejaba todas para nosotras. Aceptamos sin dudar tan generosa oferta. Ahora ya el arreglo entre dos, debería ser supuestamente más fácil.

A mí solo me interesaba un precioso collar de oro con un vistoso colgante de un hámster. El roedor tenía sus grandes ojos ocupados por dos zafiros color azul intenso, que contrastaba atractivamente con el amarillo del collar. Desde pequeña lo había visto muchas veces en el cuello de mi abuela. Rara vez salía a la calle con ėl. Lo reservaba para ponérselo en las comidas y fiestas en las que nos reuníamos la familia. A su muerte lo heredó mi madre, su única descendiente, y mantuvo la tradición de lucirlo en todos los encuentros y celebraciones familiares. Me fascinaba verlas con él puesto. Siempre fue la secreta ilusión de mi vida, que algún día pudiera ser mío. Ahora tenía la ocasión.

En cuanto nos juntamos para la partición, le manifesté a Jimena el deseo de quedarme con el collar. Me contestó que a ella también le gustaría conseguirlo. Sin embargo, conociendo la pasión que yo sentía por él, y además ser la primogénita, renunciaba y me lo cedía a mí. Me emocionó el acto de generosidad de mi hermana. Hicimos dos lotes con las joyas y con una profunda satisfacción, me quedé con el del collar. Inevitablemente pensé en lo felices que estarían nuestros padres en el cielo, al haberse cumplido su voluntad. Ni discusiones, ni disputas. Para ellos, la familia que repartía la herencia unida, permanecía unida.

En un intento para que nuestra convivencia no se resintiera por la inesperada desdicha que habíamos sufrido, le ofrecimos a Mateo que viniera los domingos a comer a casa. Era lo que hacía cuando vivían nuestros padres. Para aparentar que nada había cambiado, yo me colocaba orgullosa y feliz el collar con el colgante, en un homenaje póstumo a nuestra madre fallecida. Todo parecía estar recuperando la normalidad, hasta que un domingo me lo fui a poner, y no lo encontré en su sitio habitual. Una bandejita plateada encima de una de las mesillas de noche. Sorprendida, miré por el suelo alrededor, pensando que estuviera por allí tirado. No lo vi y me empecé a preocupar.

Se lo comenté a Jimena, por si lo había cogido. Me dijo que no. Trató de tranquilizarme, indicándome que podría haberse soltado el cierre del broche y estar caído en cualquier lugar de la casa. Admití esa posibilidad y me puse afanosamente a buscarlo. Removí Roma con Santiago mirando debajo de cada mueble, entre los cojines de los sillones, en los cajones de la cocina, pero mis esfuerzos fueron estériles. Temiendo lo peor, llegué a asumir que se hubiera precipitado por la taza del inodoro. Me estremecí al imaginármelo en las cloacas de la ciudad, con cucarachas por encima y mordisqueado por las ratas. Terrible final para algo tan valioso para mí.

A pesar de todo, no me di por vencida. Durante los siguientes días de la semana, continué buscándolo por los sitios más insólitos de cada habitación. Incluso remiré en los lugares que ya lo había hecho varias veces. También analicé qué personas podían haber tenido acceso al collar. Descartados mis hermanos, solamente la señora que venía algunos días a limpiar la casa y el portero de la vivienda, que disponía de una llave para cualquier posible emergencia, podían haberlo cogido. Por ambos, pondría la mano en el fuego en la confianza que no me quemaría. Definitivamente, y sin acabar de entender porqué Dios me habia sometido a tan tremendo castigo, con tristeza y dolor, lo di por perdido.

Como las desgracias no acostumbran a venir solas, una mañana uno de los dos periquitos apareció muerto dentro de su jaula, y ya para colmo, el viejo gato “Pelusa” apenas si se movía de su rincón favorito, con maullidos apagados. Posiblemente porque echaba en falta a mis padres. Cuando el domingo llegó Mateo, lo examinó y nos diagnosticó que sospechaba que estaba llegando al final de su vida. Hasta cierto punto, lo teníamos asumido. Tenía diecisiete años, que equivalen a unos ochenta y cinco en edad humana. Por lo tanto, ya era hora de pensar en un sustituto más joven.

Ante nuestra inquietud, nos indicó que le practicaría la eutanasia. No nos gustaba mucho esa palabra, pero si como profesional, consideraba que era la mejor solución, nada que alegar. Nos explicó que con una dosis alta de un agente anestésico, le provocaría una rápida parada cardiovascular y respiratoria. En pocos minutos, moriría sin sentir dolor. Eso fue lo que más nos tranquilizó. Al llevárselo, no pudimos evitar que las lágrimas brotaran a raudales de nuestros ojos. Lo habíamos recogido de recién nacido y para nosotras era como el hijo que ninguna de las dos teníamos.

No quisimos hablar con Mateo a lo largo de la semana, esperando que el domingo nos contara su final. Como siempre, llegó puntual y se acercó a juguetear un rato con el único periquito vivo, que parecía que cantaba menos desde que faltaba su pareja. Nos sentamos a comer y Jimena enseguida le preguntó por “Pelusa”. Como sin darle importancia, nos dijo que seguía vivo. Estaba en proceso de recuperación de una pequeña operación. Ante nuestra extrañeza por sus palabras, nos aclaró lo sucedido.

Un poco antes de practicarle la eutanasia, mientras le acariciaba, casualmente le había descubierto un pequeño bulto en la laringe. Decidió hacerle una radiografía, en la que apareció una mancha alargada similar a un cordón de zapato. Sin necesidad de cirugía, le hizo una endoscopia y con unas pinzas consiguió extraerle el objeto extraño. Tras una pausa, Mateo se llevó las manos a un bolsillo, del que sacó un paquete. Una vez desenvuelto, extendió sobre la mesa un precioso collar de oro con un vistoso colgante de un hámster. El roedor tenía sus grandes ojos ocupados por dos zafiros color azul intenso…

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