Estábamos en la playa mi madre y yo. Era un domingo cualquiera del mes de julio en Valencia y hacía un calor achicharrante. El aire que se respiraba era como una gelatina que emergía de la profundidad de la arena. Allí se lidiaba silenciosamente una batalla campal, en la cual las toallas eran los castillos y las sombrillas sus banderas. Las grúas del puerto, parapetadas tras los contenedores, asomaban sus cabezas para ver a los bañistas chapotear en el agua como garbanzos de cocido. En la superficie del agua se podía apreciar cierta capa de grasilla de procedencia dudosa y allí, en medio de ese caldo de cultivo, nos encontrábamos nosotras.

Tras darnos un baño volvimos a nuestras toallas. Mientras mi madre se secaba la cara, yo, sentada, miraba a mi alrededor por si había alguien interesante a quien echarle el ojo. Quizás un grupo de amigos, o un grupo mixto de chicas y chicos, donde hubiera alguien desparejado. Me divertía especialmente observando las sombrillas familiares a la búsqueda del tío soltero, sólo que ahí siempre era más difícil de identificar, porque nunca sabías si el que jugaba con el niño era el tío o el padre. Pero yo la esperanza no la perdía.

De pronto alguien llamó mi atención.

–Qué raro –dije.

–¿Por qué? Después del baño hay que ponerse crema otra vez. Tú deberías hacer lo mismo. Mira, ponme en la espalda que no llego bien.

–No, mamá, ese tío –apunté con la mirada hacia un chico que se encontraba a varios metros de nosotras, en la zona donde la arena ya está seca. No había nadie a su alrededor.

–¿Qué tiene de raro? ¿Que está solo?

–No sé, me resulta extraño.

–¿Me pones crema en la espalda, por favor?

–Sí, perdona, que me he despistado.

–Gracias, cariño. Extiéndemela por aquí. Y por aquí también. Es que no llego bien.

–Claro, donde quieras.

Mientras yo estrujaba el bote de crema y miraba a aquel chico de reojo, mi madre consultaba el móvil por si alguien la había llamado en el ratito del chapuzón, pero nada, ningún mensaje. Todo en calma.

­–Pues yo no le veo nada raro. Simplemente habrá bajado solo a la playa.

–Pero mira, mamá, su toalla.

–¿Qué pasa con su toalla?

–¿No lo ves? Es una toalla de cuarto de baño.

–¿Y?

–No sé, mamá, nadie baja a la playa con una toalla de baño. Y menos con la de manos.

–Pues será que no tendría toalla de playa. Igual vive por aquí cerca y ha decidido bajar a darse un baño antes de comer.

–Sí claro, viene a darse un baño, pero se sienta lo más lejos posible de la orilla, con el calor que hace, y encima de una toalla enana en la que no puede ni tumbarse. Y además, si vive aquí al lado ¿por qué no tiene una de playa?

–Yo qué sé, hija. Puede que la tenga en la lavadora. Marta, los hombres son muy simples. Igual ha abierto el armario y ha cogido la primera que se ha encontrado. Tu padre era así, ¡anda que se lo pensaba dos veces!

Para cuando acabamos de soltar nuestra tesis acerca del hombre de la toalla de manos, mi madre ya había desplegado su silla y se había acomodado en ella calculando la orientación del sol y el ángulo perfecto en que éste debía incidir sobre su cuerpo. Yo, mientras tanto, seguía sentada, con el bote de crema en las manos, planteándome si ponerme o no. El sol ya comenzaba a chamuscarme los hombros. La combinación crema y arena nunca me ha gustado especialmente, pero entre eso y quemarme y, por tanto, pasarme una semana entera llena de pielecillas, me decanté por ponerme un poco. No sería tan trágico si me la aplicaba con cuidado.

–A lo mejor está alojado en un hotel y simplemente no le cabía la toalla en la maleta –dijo mi madre terminando de ajustar la posición de su silla.

–Vale, eso me resulta más creíble. ¿Recuerdas aquel viaje que hice a Argentina? tuve que dejar la toalla en el aeropuerto porque superaba el peso permitido.

–Un kilo pesaba. Ya te podías haber quedado tú y haber enviado la toalla con Jorge.

–Ya estamos otra vez, qué pesada. ¿Me pones en la espalda? –dije dándole el bote caliente y manoseado.

–Si, claro, pero me lo podías haber pedido antes.

–Si ha venido de viaje ¿por qué está sólo? La gente no se va sola de viaje a la playa. Va con alguien, ¿no?

–¿Te pongo por toda la espalda o sólo en los hombros?

–Ya que estás, ponme por todo, así luego no me quedo a ronchas.

Se hizo el silencio. Procuré no mirarla a los ojos y apreté los dientes. Tardó la mitad que yo en exprimir ese bote al que parecía no quedarle un gramo de poción solar y comenzó a aplicármela con energía, a medio camino entre un bofetón y una caricia. Empezó por los hombros. Poco a poco fue suavizándose hasta convertirse en un masaje suave, cariñoso. Dulce. Cuando terminó con la espalda me devolvió el frasco.

–La toalla no parece la típica de hotel… ¿y si viven por aquí? ¿Te imaginas que ha discutido con la mujer y ha bajado a la playa para despejarse un poco?

–Hija, menuda película te estás montando. ¿Por qué te interesa tanto saberlo?

–Igual es eso, ha discutido y, por no entrar en la habitación, ha cogido la toalla del baño y se ha largado.

–Bueno, ¿has acabado ya con la crema? ¿la puedo guardar?

–Sí, toma. ¿Me pasas la de cara?

–Mira que eres lenta, para cuando acabes ya será la hora de irnos –me dio la crema y reajustó la silla a la nueva posición del sol.

Al cabo de un rato mi madre se fue al agua y me quedé cuidando las cosas. Sola. En medio de un enjambre de cuerpos semidesnudos. Me tumbé boca abajo, hinqué los codos y volví a rastrear el panorama a mi alrededor. Salvo aquel tipo solitario de la toalla de manos no había nadie más interesante a quien echarle el ojo. Aunque no alcanzaba a verle con detalle, era sospechosamente atractivo y su piel estaba perfectamente bronceada. Como salido de una revista. Le faltaba un niño al lado, con el bañador a juego, jugueteando con la arena. Eso y estar más cerca de la orilla. ¿Cómo podía resistir esa temperatura sin evaporarse? No podía ser real. ¿Y si era un espejismo? ¿Y si me acercaba para comprobarlo?

–Marta, está buenísima el agua ¿Por qué no te bañas otra vez? –apareció mi madre.

–¡Qué susto, mamá! Podías haber avisado. Aún no, todavía no me he secado –me giré para mirarla y me coloqué boca arriba. Me fastidiaba que hubiese vuelto tan rápido. Como si al llegar ella hubiese perdido la oportunidad de mi vida.

–Pues a mí me da igual secarme del todo o no. Si tengo calor, tengo calor y me voy al agua.

–Si, bueno, yo también, pero todavía estoy a gusto –cerré los ojos.

–Yo me quedo aquí. Cuando quieras te vas al agua –y se sentó en su silla.

–No tardaré –dije con voz seca.

–Mira, el chico solitario que te llamaba la atención.

–¿Qué? –me giré de nuevo, tan rápido que se me rebozó la pierna de arena. Vi una mujer sentarse a su lado. Sentí un pinchazo en la barriga.

–Mira, ella también tiene una toalla de manos ¿Ves lo que te decía yo? deben vivir por aquí cerca y tendrán las toallas de playa lavándose.

–Puede ser. ¿Pero por qué ha bajado él antes que ella?

–Pues no sé, yo no lo veo tan extraño. Igual ella estaba acabando de hacer la comida y él ha venido antes.

–Pues yo creo que han discutido.

–¿Y qué te hace pensar eso? ¿Tan raro te resulta que él bajara primero?

–Pues sí, mamá, si hay una verdad universal jamás escrita es que los hombres nunca van solos a la playa.

La pareja permaneció un largo rato quieta. Uno al lado del otro, con la mirada perdida en el horizonte. Cada uno sobre su minúscula toalla. Sin hablar. Sin mirarse a la cara. Allá donde la playa parece un desierto. Donde la arena arde. Donde el sol aplasta con su calor. Donde la brisa decide no hacer acto de presencia y los pulmones se llenan de arena.

Entonces él le pasó la crema a ella.

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