Tenía entonces seis años, y ese día, mi padre, después de supervisar mis deberes, me dijo:

–  Estoy contento contigo; veo que aprendes en el colegio y eso te ayudará a entender cada vez más el mundo que te rodea, pero voy a intentar enseñarte otras cosas que te ayudarán a vivir en él.

Me cogió de la mano y me llevó al pequeño jardín de la casa. Junto al sendero que conducía desde la verja de entrada hasta el edificio había una pequeña maceta que yo no había visto hasta entonces, que contenía una pequeña

planta. 

– Es un árbol, y vamos a plantarlo – me dijo – ahora es pequeño, pero crecerá y se hará grande.

Hicimos un hoyo en el suelo con ayuda de una pequeña azada; después rompimos la maceta y metimos el cepellón en el agujero, que terminamos de tapar arrastrando con las manos hacia él la tierra removida.

Cuando acabamos mi padre puso su mano sobre mi hombro, nos quedamos los dos  contemplando unos instantes nuestra obra, y yo intentaba imaginarme cómo sería cuando creciera. Luego volvimos a la casa y cogió de la librería un gran libro de gruesas tapas y letras doradas; después de hojearlo lo puso abierto sobre la mesa delante de mí, y señalándome la fotografía de un gran árbol me dijo.

–  Así se hará el árbol que hemos plantado; es un magnolio, y de él nacerán esas flores – al lado, en otra fotografía había una hermosa flor de grandes pétalos blancos perfectamente alineados alrededor de delicados estambres que emergían en el centro-.

– Va siendo hora de que aprendas a asumir responsabilidades – continuó -, el árbol dependerá de ahora en adelante de tus cuidados y si lo abandonas se morirá, pero si lo cuidas te dará alegrías según vaya creciendo y ofreciéndote esas hermosas flores que acabas de ver.

Siguió explicándome qué cuidados debía tener con él, y a qué cosas debía estar atento.

Y yo pronto asumí mis obligaciones; a partir de entonces disfrutaba regándolo, quitándole las hojas que se secaban, y observando algún indicio que delatara insectos dañinos o alguna enfermedad. Siempre que volvía del colegio me quedaba observándolo atentamente un rato antes de entrar en la casa, descubriendo tiernas protuberancias que precedían el nacimiento de nuevas hojas o ramas, y calculando cuánto había crecido.

Un día cogí a mi hermana pequeña de la mano para enseñarle el árbol y explicarle todas sus maravillas; no me prestó mucha atención, y comprobé que todo ello no despertaba en ella mucho interés.

Transcurrió un año; el magnolio ya casi me sobrepasaba en altura, y mi padre llamó mi atención sobre una de las yemas que había aparecido en el extremo de una pequeña rama.

-¿Te has fijado en ésta? Es distinta de las que has visto hasta ahora; es más grande y más plana que las que anuncian una nueva hoja; pronto se transformará en una hermosa magnolia.

Así fue; milagrosamente, pocos días después, aquél pequeño botón estalló en una gran flor; y hasta mi hermanita pareció interesada en el acontecimiento. Yo estaba orgulloso de mi árbol.

Poco después apareció el gatito; se lo regalaron a mi hermana por su cumpleaños: era un animalito simpático que hacia las delicias de toda la familia con sus pequeñas travesuras y sus juegos; al principio no salía de la casa, pero también creció con rapidez y empezó a corretear por el jardín.

No tardé en comprobar una tarde, cuando regresaba del colegio, que el tierno tronco de mi árbol tenía unos pequeños rasguños, a los que, de momento, no les di importancia. Pero según pasaban los días los rasguños se habían transformado en lo que parecían grandes desgarraduras, y no tardé en comprobar que el autor de aquello era la mascota de mi hermana, que hincaba sus uñas en él.

Mi padre dijo que era normal que el gato afilara y controlara el crecimiento de sus uñas de esa manera, y por lo visto el tronco del arbolito ofrecía la textura ideal para su propósito, así que dispusimos a su alrededor una tela metálica para protegerlo y obligar al animal a que se buscara otro objetivo para sus uñas.

No sirvió de nada; los arañazos se trasladaron a las ramas pues el gato trepaba fácilmente por la tela metálica para conseguir su propósito. Mi padre no parecía muy contrariado e intentaba tranquilizarme diciéndome que el árbol resistiría a pesar de todo y que el gato, al hacerse mayor, pronto dejaría de arañarlo, pero yo no estaba convencido y tomé una decisión.

Al día siguiente al gato se lo llevaron al veterinario y a mi al hospital; cuando intenté cortarle las uñas con unas tijeras el animal se revolvió con furia maullando desesperadamente; al agitarse entre mis manos no pude controlar las tijeras, que nos causaron a ambos unas heridas.

Ahora han pasado muchos años; mi hijo está sentado frente a mí y tiene la misma edad que yo tenía entonces; no tenemos jardín, pero quiero transmitirle los valores que me inculcaron a mí, despertar su respeto y amor a la naturaleza y su sentido de la responsabilidad, aunque me atenaza la duda de si sabré explicarle cómo debe tomar sus decisiones en caso de conflicto.

5/7/2020

Miguel Angel Cervera

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