María creció sabiéndose fea. Era evidente que su familia no era precisamente atractiva, sin embargo, ella había sido una mujer hermosa desde el momento en que, al abandonar el vientre materno, el viento acarició el remolino de su flequillo. La naturaleza había sido caprichosa con ella y, a pesar de no tener una carga genética que hiciera prever unas facciones agraciadas, María era una de las mujeres más hermosas que había pisado aquella ciudad.

Sus hermanos, según ella misma afirmaba, eran tan poco favorecidos como ella y, en cierto modo, se enorgullecía de ello, dado que le hacía sentirse estrechamente unida a ellos. Sin embargo, en el caso de sus parientes, lo que decía era tan cierto como la lluvia incesante en el mes de abril.

Cuando conocí a María, su caso me conmovió y sedujo a partes iguales. Ella acostumbraba a rechazar eventos sociales, no quería causar el revuelo propio que su fealdad desataba, sentirse el centro de todas las miradas o ser causante de murmullos de desprecio. Sin embargo, tuve la fortuna de coincidir con ella en una galería de arte donde uno de sus hermanos exponía su obra y a cuya asistencia no pudo alegar ninguna excusa.

Por aquel entonces, hace ya algún tiempo, nunca había oído hablar de María puesto que mis visitas a la ciudad se reducían a la necesidad de surtirme de repuestos y nuevos materiales: líquidos de revelado, fijadores, papeles… todo lo necesario para mi estudio de fotografía. Afortunadamente, mi antiguo socio y viejo amigo Fernando me invitó a asistir a aquella misma exposición para disfrutar de sus trabajos también allí expuestos.

La presencia de María no tardaba en hacerse notar tan pronto ponía un pie en cualquier lugar, pero muy lejos de los revuelos que ella misma achacaba a sus defectos, lo que la gente alababa entre susurros eran sus inacabables virtudes. Era alta y esbelta con una figura proporcionada que se contoneaba grácilmente a cada movimiento, tenía el cabello del color de la noche azulada y sus ojos color albahaca te hipnotizaba con el lento y pesado aleteo de las mariposas que tenía por pestañas.

Pero, la muchacha, no solo tenía la profunda convicción de no haber sido agraciada con el don de la belleza, sino que, por mucho que lo intentase, no lograba encontrar nada que mereciese ser reconocido como bello en lo que la rodeaba.

Al acercarme a ella y admirar el talento que mostraban las obras de su hermano, no pudo más que hacer una mueca y alegar que ella no veía más que una imagen, que ninguna de aquellas obras le despertaba ningún sentimiento. Así pues, la idea de que la belleza de aquellas fotografías llegase hasta sus ojos me persiguió durante la velada y me descubrí mostrándole todos y cada uno de los momentos captados por los fotógrafos que exponían en aquella galería. No obtuve más que caras de apatía, indiferencia y algún que otro bostezo reprimido.

Tras aquella velada, regresé al hotel donde me alojaba sin poder dejar de pensar en María y su falta de concepción de la belleza. No lograba entender cómo no era capaz de ver su propio atractivo y, quizás lo que me generaba mayor estupor, que no pudiera apreciar la hermosura a su alrededor.

Los primeros trinos de la mañana me dieron luz verde para acercarme hasta casa de María. Durante toda la noche había estado pensando formas de explicarle la belleza para que, tal vez así, pudiera verse como realmente era. Tras descartar muchas de las ridículas ideas que atravesaron mi mente aquella noche, me decanté por mi forma de expresar los sentimientos y que, sin duda alguna, mostraría a María su verdadera realidad: la fotografía

A pesar de que cedió a recibirme en su casa a aquellas horas de la mañana, su inicial negativa a mi propuesta me hizo perder las esperanzas durante un buen rato. Recuerdo que durante aquella conversación en la mesa de su cocina, María matizó algunos de los atributos que yo había destacado en ella. Apuntó que su cabello era de un vulgar color alquitrán, que sus pestañas eran demasiado largas y se le enredaban sin parar y que sus ojos eran de un sucio color mohoso, por lo que acostumbraba a no sostener la mirada con nadie. Continuó enumerando una a una todas las partes de su cuerpo sin olvidar descalificar ninguna de ellas. Supe entonces que María había crecido en un entorno en el cual la fealdad era algo de lo cual complacerse y que sus complejos eran tales que le impedían ver su verdadero reflejo en un espejo.

Después de horas de obcecada insistencia María accedió a venir conmigo al estudio fotográfico de mi amigo Fernando donde tendríamos a nuestra disposición las mejores máquinas de fotografiar de la ciudad. Cuando llegamos al estudio, Fernando se sorprendió al vernos ya que ni siquiera había tenido tiempo de avisarle. Le comenté a mi amigo mi proyecto con María y me respondió con una extraña mirada que no logré comprender.

Mientras yo preparaba la iluminación, Fernando ajustaba las máquinas y colocaba algunos fondos para las fotografías. María aguardaba sentada en un sillón, inquieta, con las piernas cruzadas y sin dejar de mover arriba y abajo uno de sus pies.

Me tomé mi tiempo para cada uno de los disparos que realicé. Ajustaba las lentes, el encuadre, disfrutaba de tener el rostro de María sólo para mí. Y cuando estuve satisfecho le pedí que aguardase mientras revelaba ansiosamente algunas de las imágenes captadas, no podía esperar un minuto más sin que ella supiese cómo era en realidad.

Al revelar las primeras fotografías me sorprendió no encontrar lo que yo esperaba ver. De inmediato urgí a Fernando para que entrase conmigo en el cuarto de revelado y le mostré confundido las fotografías que todavía colgaban sujetas por pinzas en las cuerdas de secado. Mi amigo, por el contrario, no cambió el gesto al ver las imágenes de María y me preguntó cuál era el problema.

En aquellas fotografías aparecía una mujer de aspecto desaliñado, con el cabello aplastado contra la cabeza sin gracia alguna, cejas frondosas pobladas en exceso, una sombra oscura sobre el labio superior, mirada triste y sonrisa desdentada. Aturdido miré a mi buen amigo que me observaba en silencio. Pensé que me tomaba el pelo y bromeé con él por haberme creído su mofa, pero Fernando permanecía inalterable y no se atisbaba el menor indicio de sonrisa en su rostro.

Apresuradamente busqué los negativos de las fotografías, algo debía haber pasado. La mujer que allí se mostraba poco tenía que ver con la bella María. Las revisé a contraluz y comprobé que las fotografías mostraban a la misma mujer poco agraciada que acababa de revelarme el papel fotográfico.

Salí del cuarto de revelado seguido por Fernando que no comprendía qué me sucedía. María me preguntó por el resultado de las fotografías, pero no pude más que decirle que se habían velado y que repetiríamos la sesión, esta vez con mi cámara de viaje, la que siempre me acompañaba allá a donde fuera. Aquella cámara nunca mentía. María suspiró resignada al verificar que debía volver a posar para mí.

Regresé al cuarto tras haber disparado una decena de fotografías y procedí a revelarlas. El sudor empapaba mi camisa y el corazón me latía apresuradamente. Pronto el papel fotográfico comenzó a dibujar el rostro de una mujer, apareciendo mágicamente en reacción al líquido de revelado. Y, de nuevo, la mujer que me mostraba la fotografía poco tenía que ver con la bella María.

Abatido, salí al estudio con fotografías de ambas cámaras en la mano. María empalideció al ver el desconcierto en mi rostro y se apresuró en acercarse para ver las imágenes. Tomó las fotografías de mi mano y sonrió alegando que eran las mejores fotografías que le habían hecho.

Volví a casa todavía confundido. María era la muchacha más hermosa que jamás me había cruzado, pero al intentar capturar su belleza no lograba más que fotografiar los defectos que ella misma me había enumerado aquella mañana en su casa.

Años después aquellas fotografías aparecieron entre las páginas de un viejo cuaderno. María embriagaba con su extrema belleza, su cabello tenía el color de la noche azulada y sus ojos color albahaca se escondían tras unas largas pestañas.

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