Con el frío del invierno recién estrenado algo cambió en la actitud de Gloria, al principio era sutil, luego, poco a poco, se hizo más evidente. Pero, aun así, Sergio acudía cada tarde a la cita, a las cuatro en punto, junto al gran reloj de la calle Huérfanos. Miraba a un lado y a otro, escrutaba las caras de los caminantes que, sin rumbo aparente, deambulaban en torno a él. Apenas unos minutos después, doblaba el brazo izquierdo y se lo acercaba a la cara, miraba la hora, con un movimiento que repetía de manera mecánica. Daba unos pasitos, sin alejarse. Sus labios se tensaban y el bigotito dibujaba una delgada línea, los ojos grandes y saltones se agrandaban más todavía, hasta que distinguía entre la muchedumbre el traje de chaqueta rojo de Gloria que avanzaba hacia él.

Aquellos encuentros estaban cargados de ansiedad, eran furtivos, secretos. La familia de Gloria, en especial sus hijos, se oponía de manera tajante a la relación. Estaban convencidos de que él quería controlarla, y le despreciaban porque no era de su clase, y porque no sabían de qué recursos económicos disponía. Sergio temía que algún día le prohibieran acudir a su encuentro. Pero había algo más, aún no sabía qué, por eso esperarla era un tormento para él. Luego, cuando llegaba, sentía un gran alivio, se saludaban con un beso, se miraban sonrientes, y se contaban las incidencias del día. Cogidos del brazo paseaban por las concurridas calles del centro de Santiago, saludaban a los conocidos, y a veces visitaban alguna exposición.

Gloria se había quedado sola hacía tiempo, un día su marido salió a trabajar y no volvió, se había escapado con una chica que podría ser su hija. Entonces Doña Remedios, la madre de Gloria, que era viuda, se fue a vivir con ella. Era una mujer avinagrada y dominante, que había cumplido muchos años, pero tenía una salud a prueba de infartos y derrames. La convivencia entre ellas no era fácil y fue empeorando con el paso del tiempo.

Sergio también vivía con su madre, que iba a cumplir cien años, era delgada y fibrosa, y tenía una energía que cansaba a los de su alrededor, era incapaz de permanecer quieta sin hacer nada. Él era un viejo profesor universitario que había sido exonerado de su trabajo por motivos políticos y que había vivido en el extranjero. Había tenido varias parejas, pero ninguna le había durado. Ahora tenía hijos y ex esposas repartidos por varios países de distintos continentes.

Se conocieron en casa de unos amigos y congeniaron al instante, al día siguiente se volvieron a ver. Quedaron junto al reloj de la calle Huérfanos. Esa cita se convirtió en habitual y en el asunto central de sus vidas. Ahora podrían ser felices de nuevo, nunca pensaron que sus familias se interpondrían. Así que se siguieron viendo cada tarde a las cuatro. A veces Sergio la convencía para que diera algún pretexto a su familia y viajar unos días a Buenos Aires, donde nadie los conocía y se sentían libres. Les encantaba Puerto Madero, pasear por el muelle y curiosear los barcos atracados, y visitar hasta la madrugada la mágica librería “Clásica y Moderna”, donde ojeaban las últimas novedades. Ella era feliz con esas escapadas y más cuando embarcaban en el ferry y cruzaban el estuario del Río de la Plata, Montevideo le fascinaba.

Para Sergio la jornada comenzaba a las cuatro de la tarde, por la mañana se entretenía con recados, ayudaba a su mamá con la comida y leía en su despacho, pero no podía dejar de pensar en el tiempo que faltaba para reunirse con su amada. Le gustaba caminar y sentir el calor de su brazo sobre el suyo, asistir a la proyección de películas antiguas, o sentarse en un café y contemplar los brillantes y risueños ojos oscuros de Gloria que se posaban en él mientras hablaban. Pero estaba preocupado, ella no era la misma de antes, a veces se sumía en un profundo silencio y su mirada se extraviaba. Cuando le preguntaba qué le pasaba, ella se defendía diciendo que nada, que estaba bien, y le acariciaba la mejilla.

Uno de esos días Sergio llegó puntual a la cita, como siempre. La espera se prolongaba. Vio salir a la dependienta de la pastelería que terminaba de trabajar a las cinco. Gloria se retrasaba, era frecuente que llegara unos minutos tarde, pero no que se demorara tanto. Escuchó vocear las mercancías a los vendedores que ya conocía, alguno al pasar le saludaba. No sabía qué hacer, no podía estar quieto, a su casa no podía llamar y no sabía cómo localizarla. Temió que la retuvieran con alguna excusa. Cuando ya había decidido buscarla por los sitios que frecuentaban, apareció por sorpresa. ¿Dónde estabas? ¿Qué te ha pasado? ¡Te has retrasado mucho!, le dijo en cuanto la tuvo cerca, ella se excusó y le dijo que había ido a hacer unas compras y se había entretenido en ver tiendas. Él asintió, pero no estaba tranquilo, parecía ausente, distraída, y apenas participaba en la conversación. Por la noche la acompañó a casa, y hablaron un ratito en la puerta, cogidos de la mano, sin encontrar el momento para la despedida.

En la cita siguiente no tuvo que esperarla, aunque a partir de entonces los retrasos comenzaron a ser la norma. Una tarde era una hora, otra dos, y cuando aparecía, no daba ninguna explicación y contestaba con evasivas. Se me ha pasado el tiempo sin enterarme, he tenido que hacer algo importante, he ido con mi madre a ver a una amiga, y nada más. Entonces le compró un teléfono, le explicó cómo funcionaba, será sólo para comunicarnos nosotros, le dijo. Pero eso tampoco solucionó su problema, al principio atendía sus llamadas, pero luego ya no lo hacía. Cuando le preguntaba por qué no cogía el móvil, ella contestaba que no lo había oído, o que se había quedado sin batería.

Esa actitud le volvía loco, no comprendía qué pasaba, Gloria se alejaba, y no sabía qué hacer para retenerla. Deambulaba durante horas por la ciudad y no dejaba de pensar si habría conocido a otro, si se habría cansado, si sus hijos la amenazaban, si quería dejarle y no sabía cómo hacerlo. Sea como fuere, aquello le preocupaba y no sabía cómo abordarlo con ella.

Fue una tarde de primavera, de esas en que las calles se llenan de aromas dulzones por los primeros árboles en flor, que anticipan cambios, y que generan expectativas de mejora. Seguro que con el buen tiempo volveremos a estar como antes, se decía, mientras esperaba junto al reloj de la calle Huérfanos. Ese día se había propuesto no mirar la hora, estar tranquilo, y no le preguntaría nada, solo disfrutar y recordar los buenos momentos. El tiempo pasaba y su enamorada no llegaba. Gloria no está bien, le pasa algo, se decía, pero enseguida cambiaba de opinión, seguro que exagero, volverá a ser la misma. Pero su bigotito dibujaba una línea cada vez más delgada, el sudor frío resbalaba por los surcos de sus mejillas y buscaba desesperado su traje rojo entre la multitud que le rodeaba. El terno azul, un poco gastado, planchado tantas veces que parecía de charol, le bailaba sobre el cuerpo, pero el cuello de la camisa le apretaba tanto que le ahogaba. ¿Qué le habrá ocurrido? ¿Tendrá algún problema? se decía.

—¡Sergio, compadre! ¡Cuánto tiempo sin verle!—oyó a su espalda

Un hombre corpulento se abalanzó sobre él y le abrazó efusivo. Intercambiaron saludos y conversaron sobre las últimas noticias de conocidos y familiares. Pero él no podía apartar de su cabeza la ausencia que le inquietaba.

—Acabo de ver a Gloria—le dijo—andaba por La Florida, me contó que había ido a visitar a una amiga de la infancia, Michelle. Desde el colegio que no se veían.

Esas palabras sacaron a Sergio de sus pensamientos. Cuando escuchó el nombre de la amiga se alarmó, esa chica había muerto cuando tenía veinte años y habían pasado más de cuarenta. Le pidió más datos sobre el lugar en el que la había visto y partió a toda prisa. No la vio, ni en esa calle, ni en ninguna otra, se acercó a la puerta de su casa por si lograba encontrarla antes de que entrara. No lo consiguió, y abatido se rindió, y vagó por bulevares y plazas hasta que fue noche cerrada.

Cada vez era más difícil verla, la esperaba en la esquina, frente al portal de su edificio, junto al reloj de sus citas, y la buscaba por los lugares que no hacía tanto ellos recorrían. Cuando por fin la encontraba, su cariño se desbordaba, no le preguntaba nada, le hablaba con dulzura, la llevaba a sus sitios preferidos, parecía contenta, excepto cuando le decía algo que la contrariaba, entonces explotaba, se enfadaba y no contestaba. Eran unos cambios de humor inexplicables.

—Gloria, mi amor, ¿seguro que todo va bien? he pensado que podríamos visitar a un doctor, tal vez te esté ocurriendo algo que no sabemos qué es.

Pero ella se negaba, no es necesario, no me pasa nada ¿acaso no puedo hacer lo que quiera? ¿vas a impedírmelo? ¿voy a tener que rendirte cuentas? Le decía.

Las cosas se complicaban, llegó el verano, el calor le aplastaba junto al reloj, testigo mudo de sus penas. La camisa de fina tela estival la tenía siempre empapada y la boca seca, con sabor a tierra. Los días que veía a Gloria era feliz, recobraba el optimismo y se decía que todo volvería a ser como antes. Ella seguía tan bonita, balanceándose sobre sus finos tacones con el traje de chaqueta rojo y cuando se acercaba y le daba un beso percibía el perfume de su piel, de lavanda, morado y fresco. Se cogían del brazo y compartían momentos de intimidad, él la besaba enamorado y ella sonreía. Dejaron de ir al cine, no podía estar sentada en la sala más de veinte minutos, y tampoco iban a las exposiciones porque la aburrían. Lo único que la calmaba era caminar sin rumbo por las calles, hablaba poco, y cuando lo hacía, le contaba anécdotas del colegio, de su infancia, o de las niñas con las que jugaba en el barrio, historias de sus papás, y de los abuelos que se habían quedado en el pueblo. Y de la playa, en Viña, y de cómo jugaba en la orilla con el flotador de colores vivos, que hinchaba con todas sus fuerzas, luego lo agarraba con sus manitas y pataleaba entre las broncas olas del océano, hasta que una gigantesca la arrastraba y se llevaba el flotador. Ella se incorporaba, se quitaba la arena y el pelo de la cara y veía cómo se alejaba sin poderlo impedir, lloraba sin consuelo, pero nada podía hacer frente a esa potencia. Cuando finalizaba su relato se callaba. Sin saberlo le contaba lo que le ocurría y cómo se sentía. Él lo aceptó, permanecería con ella mientras pudiera. Caminaban sin hablar, muy juntos, de vuelta a casa. Se despedían sin que ninguno de los dos supiera cuando se produciría el próximo encuentro.

Dejó de ver a Gloria, no volvió más a la cita de las cuatro, él siempre acudía, esperaba paciente, anhelaba un milagro que nunca se producía. La calle Huérfanos se había hecho muy familiar para él. Saludaba a las chicas de la pastelería que a las cinco cambiaban de turno, al vendedor de periódicos de la tarde que le ofrecía un ejemplar que nunca compraba, al cliente de la cafetería con el que cada día coincidía. Intercambiaban palabras amables y algún gesto de despedida. Algunos caminantes habituales cuando pasaban le sonreían. Cuando se cansaba, recorría las calles sin descanso, con la esperanza de ver el traje rojo entre la gente. Pero nunca lo veía.

Un día de invierno, cuando se dirigía a su improbable encuentro absorto en sus pensamientos, le pareció verla de lejos. Le sacudió un estremecimiento, se dirigió hacia allí con paso rápido. Estaba junto al reloj y desorientada daba vueltas alrededor del poste que lo sujetaba.

—¡Gloria! ¡Mi amor, has vuelto!

Ella se volvió, le miró como a un extraño, sin reconocerle, y esbozó una sonrisa hueca, sus ojos ya no brillaban y ya no vestía su precioso traje rojo.

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