Amor en la Ciudad Blanca

Amor en la Ciudad Blanca

-En el escritorio del portátil encontré una foto de tu pene erecto.

Me quedo en silencio, no digo nada, pero ella insiste:

-¿Un recuerdo antes de la operación?

Me levanto y me quedo mirando por la ventana, no tengo nada nuevo que decir pero tampoco quiero que el silencio sea una barrera entre los dos, respondo con una obviedad:

-No volverá, lo sabes.

Clarissa se me acerca por la espalda y lentamente introduce sus dedos en mi pelo. Los dos nos quedamos así, inmóviles, sin decir nada, con la vista perdida en la ventana. No hace falta cerrar los ojos para recordarlo, aunque esto ocurriera hace cinco años.

Hoy hebras de luz salpican la trasera de mi retina y de un modo u otro se introducen en el torrente sanguíneo. Hay mucha luz dentro del cuerpo cuando paseas por Lisboa un día de invierno, y el sol de media mañana se cuela por las mangas y por el cuello y las orejas y las zonas de la piel despejadas de capilares. El café preto olvidado en el estómago forma ya parte del circuito interno y la poca cafeína que porta no es capaz de contrarrestar la baja presión del mar. Por eso tomas un asiento en el tranvía veintiocho y conjeturas que Joao, Teresiña o Gerson subirán de un momento a otro, pero eso no va a ocurrir, por mucho que lo desees nadie del pasado va a subir a este tranvía. Los que se colocan a tu lado son una madre y su hijo lactante, y es otra madre la que sonríe por la ventanilla. ¿Qué esperabas? A estas horas sólo hay madres y turistas, lamentablemente lo único que subsiste es el irritante desasosiego de los raíles cuando el tranvía chilla en cada curva, nada más.

Este es el lugar preciso, Lisboa. Lo sabes bien, una ciudad que se siente en los pies. El adoquinado reelaborado un millón de veces, bello pero irregular, establece un diálogo incómodo con la planta de los pies que, en gran medida, depende del grosor de tu suela. A lo mejor durante unos minutos no les habla, pero en un bache, en una esquina, en los últimos diez metros de un callejón, se hace notar incluso con botas: aquí estoy, viene a decir. Si, pasear por Lisboa es sentir su piel en los pies. De acuerdo: una materia dura, hecha a base de perseverancia y mazo, un inmenso mosaico que recorre toda la ciudad, una materia que podría parecer piedra pero que en el fondo sigue siendo piel, la piel baja de la ciudad. Piensa en ello, los elefantes tienen una epidermis durísima, y sin embargo ¿alguien podría asegurar que las caricias de sus domadores no tocan su alma?

Me desvío porque el tranvía también se desvía, cambio de tema porque él también cambia de raíl en Alfama. Míralo así, siguiendo con el símil en sus callejuelas no cabría un elefante y, si mi apuras, tampoco su gran memoria, si acaso despeñada.

Pero yo si tengo memoria, y la retengo con cuidado para que no caiga. Por eso al ascender por la avenida Almirante Reis y mirar las aceras desde la ventana del tranvía la veo a ella como si fuese hoy: Clarissa, sus ojos verdes, su pelo rojo, su piel clara, su gran altura; ella, tan poco portuguesa en su aspecto aunque mucho en su voz. Cinco años con ella y ahora ya cinco sin ella, una efímera simetría.

Ella trabajaba en turno de noche. En aquellos días no me acostumbraba a abrir la ventana en guillotina con un mínimo de destreza, ni tampoco a las noches vacías y al amor de primera hora de la mañana, antes del desayuno, antes de la ducha, antes de nada: un revolcón de buenos días, en el cambio de turno. Ella que llegaba sedienta de cama y yo, con la legaña puesta. Decía que me iba deseando según se acercaba el alba, me gustaba saber que su pensamiento llegaba a mi cama antes que su cuerpo. En aquellas tempranas horas yo desarrollé el oído de un perro, en el empedrado distinguía sus pasos de cualquier otro, permanecía en el duermevela hasta que oía sus zapatos en los adoquines. Ella no sólo era mi amor, era también mi despertador.

Pero fue una historia alargada, estirada en exceso, lo que podría haber durado tres meses se prolongó cinco años. Resulta difícil admitirlo, pero no teníamos tiempo para desavenencias, y si lo teníamos lo íbamos arrinconando. Ella llegaba y yo me iba. Por la tarde el tiempo apenas nos daba, la compra, la colada, la cocina, la limpieza y sus inaplazables clases de alemán que más bien parecían un tributo a sus ancestros. Pero nos buscábamos.

Por aquella época Clarissa y yo teníamos nuestro lugar secreto, el Páteo Alfacihna, que como todos los Páteos era un recóndito espacio formado por varias casas agrupadas en torno a una placita semiprivada. En él había un bar que frecuentábamos más que nuestra propio apartamento y, dentro del bar, un suelo de madera que olía a humedad y cerveza. Allí nos lo decíamos todo, allí confesé mi miedo el día que abrí el sobre con los resultados de la biopsia seguido de una operación radical de próstata. Me lo repito con la frecuencia de una salmodia, a Clarissa nunca le estaré suficientemente agradecido por insistir en ir primero al banco de semen. Esa es la única razón por la que hoy vuelvo a esta ciudad con Montse, a recoger por segunda vez mi carga genética, tal vez un segundo hijo.

En una relación casi todo el mundo recuerda su primer beso pero pocos su último polvo. Yo si, ¿cómo no habría de hacerlo si aún no había cumplido cuarenta y cinco y mi pene estaba a punto de convertirse en objeto de adorno? La noche anterior a la operación, después de hacer el amor con amor, con rabia, incluso con desesperación hasta el límite de la fatiga, Clarissa y yo estuvimos en silencio. Ella decía que resignação es una palabra que significa lo mismo en español aunque dicho en portugués parece más tenue. Mentía. En los primeros meses uno siente autocompasión, pero no se puede vivir mucho tiempo con esa mierda en la cabeza. El amor se pudre cuando lo sustituye la pena.

Hoy el tranvía veintiocho alcanza el mirador de Santa Luzia, me bajo aquí, donde Clarissa y yo nos besamos por primera vez al abrigo de un ficus gigante. Junto al callejón de la muralla hicimos el amor en nuestra primera madrugada, luego el café carioca que tanto me gusta, cinco tomé aquella mañana para despejarme y mantenerme despierto en mi trabajo. En el cielo aún centelleaban las estrellas, lo recuerdo bien, sin embargo hoy Santa Luzia está bajo la niebla espesa de febrero y el Tajo exhala una humedad perezosa que se cuelga de los tejados como una camisa húmeda en una percha, con idéntica indolencia.

Giro la vista y lo reconozco, junto a la iglesia hay un seto de boj del que ella extrajo una rosa que naturalmente nunca existió, me la entregó con el pulgar y el índice sujetando un tallo imaginario que yo acepté siguiéndole el juego mientras una turista nos fotografiaba como si fuésemos mimos profesionales llevando a cabo una perfomance. Cuanta risa, cuando vihno barato, cuanta sardihna acompañada de patatas asadas y grelos; éramos felices. Y si, leímos a Pessoa bajo la luz blanca de nuestra ventana en guillotina, pero, la verdad, no le hicimos caso, nuestra alegría era superior a toda la lúcida tristeza de sus heterónimos. Preferíamos las películas interminables del venerable Oliveira y luego bajarnos de los tranvías en marcha y saltar los escalones de Chiao de dos en dos, incluso de tres en tres. En eso era ella única, con sus piernas de gacela y su alegría infatigable. Se sentía segura, incluso poderosa, nuestro amor parecía crecer como una colina más, a la que trepábamos cada día e imaginamos sólida. Pero Lisboa, con sus muchas colinas, nos estaba advirtiendo de lo contrario. Su ADN tiene recuerdos de inestabilidad, sabe de terremotos y crecidas, es una ciudad que se sabe vulnerable, de ahí su fortaleza. No queríamos hacer caso pero el mensaje era claro: todo puede desmoronarse.

En contra de lo que pueda pensarse no fue mi condición de castrado lo que acabó con nuestra relación. Sea como fuere un año antes de mi operación Clarissa comenzó otra relación paralela.

No, no voy a mentir y decir que me volví loco de celos, ella tuvo la honestidad de hablarme de ello y yo la cordura de aceptarlo. Tardé tiempo en admitir que el otro, al que nunca conocí, hizo de ella mejor persona. No en el sentido religioso ni ético sino más valiosa y auténtica, con él su sonrisa era más plena y su actitud hacia mi más cariñosa. ¿Acaso debería molestarme por ello?

Pero si, lo sé ahora, el amor se puede perder como se pierde una moneda, no importa cuán valiosa pueda ser. La perdí, y hoy me pregunto qué pasó, porque a ciencia cierta no lo sé. Ninguna discusión, ningún sobresalto. Fue algo así como un desprendimiento suave, un hasta luego, como el de una hoja al final del otoño.

Regreso a Barcelona. En cuatro horas tomo el avión y dejo atrás este húmedo febrero de Lisboa. En Santa Luzia subo de nuevo al tranvía, pago, recojo la moneda que cayó al piso y la meto en el bolsillo. Y aunque aún pienso en Clarissa sé que cuando esté en Barcelona los arrumacos de mi hijo Mario eclipsarán todos los recuerdos, incluso los más inquietantes; sus tres años son para mí una luz entre la luz. Me conozco, sé que en cuanto aterrice la claridad del Mediterráneo se apoderará de mí y Lisboa se difuminará como la niebla que envuelve esta mañana melancólica, cafeteada en exceso, dueña de un frio que no quiere alejarse de mis pies demasiado doloridos. Pero se difuminará, sé que lo hará.

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