El funcionario errante

El funcionario errante

Indómita

04/07/2020

Apestado. Desde que atravesaba la puerta del edificio oficial. Ese aura envolvía su carrera profesional en los últimos treinta años. Algún saludo matutino se perdía entre los pasillos, por educación más que por otra cosa. Un gracias, cuando cedía el paso al entrar en el ascensor, o el resabido recurso a las inclemencias del tiempo, cuando importunaba su presencia en el aseo de caballeros. Despachos con funcionarios de ida y poca vuelta. Su destino fue condenado al ostracismo y a la desaparición. El desarrollo de las autonomías había vaciado las competencias estatales. Sobraban funcionarios y la tendencia era amontonarlos donde estorbasen poco. El paso del tiempo desdibujaría su rastro. Ante sus ojos, funcionarios de nuevo ingreso con las alforjas rebosantes de ganas, y demasiado personal contratado por las recurrentes asistencias técnicas, sangrante insulto al funcionariado profesional, e instrumento perfecto al servicio del político de turno, ansioso de dádivas y prebendas. De izquierdas y de derechas, solo estaban interesados en atiborrarse a manos llenas. El servicio público al servicio del interés particular. Hacía años que su invisibilidad no molestaba. Los comentarios ingenuos de los recién llegados ya no se vertían. Las ávidas lenguas voceaban antecedentes de manera veloz, y su historia se contaba con despropósito y nula correspondencia con la verdad.

Inquebrantable. Naturaleza tranquila, pulida por los acontecimientos. Su ímpetu de juventud acabó diluido por la presión. Una calma sumisa con la que se había acostumbrado a convivir. En sus recuerdos, todo lo sucedido, lo que pudo llegar a ser y no fue, las amenazas veladas e incluso directas, los falsos consejos malintencionados. Todo estaba demasiado presente. Lamentaba no haberlo podido enterrar en el pasado. Ni un atisbo de recriminación. En sus pensamientos íntimos, siempre supo que actuó con corrección. En idénticas circunstancias, idénticos caminos. Traicionar sus principios, era algo impensable.

Perseverante. Nadie se acordaba. Ni siquiera aquellos que decían considerarse amigos. Muchos compañeros de promoción que, sentados en las altas esferas, pudieron, podían y podrían, pero que no quisieron remediar aquella patética situación. No los cuestionaba. Conocía bien los entresijos y las miserias del poder. Comprendió pronto que viajaba solo, que su carrera administrativa, estaba aparcada en el pasillo del no retorno. Su refugio: el conocimiento. No encontró mejor modo de mantener la cabeza ocupada a salvo de cualquier chispa de locura. Filosofía, derecho, sociología, historia del arte… Atesoraba una baraja de licenciaturas universitarias y un baúl de sabiduría, a costa del erario público. La pérdida del sentido y la razón, fáciles para otros, no tenían cabida.

Honesto. El desgaste apenas pasaba factura, acostumbrado a aquel despropósito. La rebeldía apaciguada por circunstancias propias y ajenas. Cada jornada, la misma rutina y cada día, un agradecimiento por disfrutar de ocho horas de crecimiento personal. La jubilación llamaba a su puerta en un corto espacio de tiempo. Eso iba a ser el final de toda la historia. El sufrimiento acabaría, y él diría la última palabra. Si pensaban que recogería sus cosas y se marcharía, erraban. La decisión la tenía tomada.

Leal. Nunca comulgó ni tragó con circunstancias opacas, ni dobló la rodilla, aunque supiese que nadie, llegado el caso, podría cuestionarlo. El sistema estaba viciado de corruptela y porquería. Mirar hacia otro lado, como se cansaron de aconsejarle, le hubiese ahorrado semejante calvario. Hacía tiempo que no imaginaba qué diferente hubiese sido todo; eso ya no le azuzaba ni le creaba malestar. La realidad era la que era. Nunca había estado en sus manos cambiarla. Ni un pensamiento malgastado sobre lo sucedido, ni un solo reproche a sus actos porque sus principios jamás estuvieron en venta. Hubieran tenido que parirlo de nuevo.

Apartado. Las horas transcurrían entre las cuatro paredes del diminuto habitáculo en el que se le recluyó. Quien tomó la decisión sobre su encierro, pretendió que su presencia perturbase lo menos posible, apaciguando vergüenzas ajenas. Ni sindicalistas curtidos ni compañeros agradecidos de palabrería, sin hechos que las sustentaran, se habían ocupado o preocupado por su bienestar. Su caso de acoso era de manual, pero se hallaba enterrado en el olvido. La señora de la limpieza tampoco se acordaba de sus ácaros y miasmas. Sin luz natural, las dioptrías no cesaban de aumentar a cada revisión. Su vida de un borroso intenso.

Digno. Por los pasillos con la cabeza alta. Nadie le quitaría su dignidad, pisoteada y herida de muerte. Jamás se permitió un mal gesto, una contestación impertinente o una mirada de reproche. La sonrisa perenne en la comisura de los labios, a la entrada, a la salida y cuando recorría los largos y suntuosos corredores. La rabia contenida se quedaba para sus adentros. Para el resto, disfrutaba con la situación.

Tenaz. Todo preparado, hasta el último e ínfimo de los detalles. Todas las variantes perfiladas. Conocía los entresijos de la Administración, sus puntos fuertes y débiles, lo que estaba y no estaba regulado, el proceder, la acción y la omisión de toda la gigantesca y obsoleta estructura, desde el ordenanza básico hasta el mismísimo Ministro. Mucha sociedad de la información, pero pocos cambios reales. Lo haría sin llamar la atención, jugando con el factor sorpresa.

Preparado. Aún no había amanecido, cuando tecleó su clave en el ordenador del despacho. Eran las 7:03 de la mañana. Como siempre, el primero en llegar a su planta. No había visto a nadie, tan solo el vigilante de seguridad, al que saludó con una leve inclinación de cabeza. El funcionariado no pasaba por el detector de metales. Eran de la casa, como había escuchado miles de veces. Introducir el arma en el Ministerio, un juego de niños. Lo complicado, había sido hacerse con ella. Tuvo que ingeniárselas para comprarla de manera legal, eso sí, todo por la vía del derecho y el ordenamiento jurídico. Se vio obligado a hacerse cazador de manera oficial, a pesar de aborrecer toda actividad que tuviese conexión con la muerte y las armas, pero aquel fin bien justificaba los medios.

Con tranquilidad, destapó su termo, y de la tartera sacó su bocadillo de jamón dulce con mantequilla. El café con leche aún humeaba cuando se lo sirvió en la taza de plástico. Le gustaba caliente. Era, sin duda, el mejor de los momentos de la jornada.

Cuando el reloj dio las doce en punto, sus pertenencias ya estaban recogidas. A esa hora, tendría lugar una Comisión Interministerial de alto nivel. El Ministro y decenas de Secretarios de Estado juntos en el salón de actos de la primera planta. La prensa, convocada y tomando instantáneas. Bendita coincidencia. En ese mismo instante, cumplía los sesenta y cinco años. Había estado preparando la documentación con el área de personal en días pasados. Sospechas, las mínimas. Le habían aconsejado que se tomara vacaciones y los días de asuntos propios por adelantado, uno de los logros del personal de la Administración. Hacía casi dos meses que podría haber estado, de facto, en situación de jubilado, pero anhelaba poner su punto final, hacerlo a su manera.

Acorralado. Cerró los ojos un instante y llenó de aire sus pulmones viejos. Aún podía cambiar de opinión, echar el día como otro cualquiera, y abandonarse a la contemplación de la vida ociosa, por la que había perseverado desde que sacó el número uno de su promoción, allá por los años setenta. En el fondo, sabía que había vivido por y para hacer lo que estaba a punto de llevar a cabo. Daría una magnífica lección. Su sufrimiento, lejos de la impunidad. Era consciente que nadie iba a lamentar su pérdida, pero al menos, daría que hablar, y quizás, con un poco de suerte, removería la conciencia colectiva. Miró la puerta. Llegó la hora.

El disparo resonó en todo el edificio. Tras el estallido, hubo carreras, gritos y caos. Objetivo conseguido. El Ministerio desalojado en cuestión de minutos. Las autoridades fueron retenidas y puestas a salvo por las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado y por los escoltas, que con la cara compungida, daban muestras de inesperado del suceso. Una reunión de trabajo, una de tantas, de esas que los políticos de turno gustaban de vestir de cara a la galería, con su parafernalia y su protocolo, arruinada. Efectividad certera y propaganda. Estábamos en año de elecciones generales.

El cuarto poder retransmitía la noticia en directo. El país entero pegado al televisor, mientras el miedo a los atentados terroristas recorría cada rincón. La incertidumbre sacudió a la sociedad incrédula y la sensación de fragilidad deambulaba a placer. Y millones de españoles contuvieron el aliento. Desde las instancias oficiales silencio, un mutismo marcado por la vergüenza y el bochorno. Un hombre desesperado, y un terremoto político de primera magnitud zarandeando la campaña electoral. Eladio había conseguido su propósito. Un precio elevado, pero razonable. Sin ganas de vivir, estaba muerto en vida.

Los mensajeros entregaron la documentación a la hora prevista. Los medios nacionales e internacionales más influyentes recibieron el dossier completo. La maniobra del Gobierno para presentarlo como un trastornado fue arruinada con inteligencia. Lo había hecho por él ,y por otros tantos olvidados que no habían tenido agallas.

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