Al amparo de la noche ·

Al amparo de la noche ·

 

Al amparo de la noche.

Homenaje a mi abuelo. Y a los niños que vivieron la guerra.

La muerte campa a sus anchas en las solitarias calles. El luto de la noche y el miedo es la única compañía de aquellos que se atreven a recorrerlas. Dentro del local municipal, la luz de la lámpara de aceite proporciona un aspecto lúgubre al destartalado recinto. Un grupo de hombres, envueltos en unas gastadas mantas, están sentados alrededor de la radio. Esperan que no se vaya la luz otra vez y puedan oír el parte. Todos escuchan expectantes pero uno pone especial atención a la ampulosa voz que retransmite las noticias diarias del bando nacional:

“Parte de guerra del día 18 de diciembre, de 1938. II Año Triunfal. Sigue combatiéndose con gran intensidad en el frente de Aragón. Impetuoso y viril, nuestro ejército prosigue su avance victorioso y ya ocupa importantes posiciones. Las hordas rojas huyen ante el impulso vigoroso de las fuerzas leales a Franco”.

A pesar de las interferencias y ruidos de la emisora, que hacen difícil escuchar con claridad las palabras del locutor, los hombres tienen los cinco sentidos puestos en el parte:

“Ha sido tan grande el castigo sufrido por el enemigo que han quedado abandonados en nuestras alambradas cerca de 300 muertos. Hemos hecho 428 prisioneros y es de gran importancia el material de guerra recogido: muchos fusiles, ametralladoras y morteros; una central telefónica y un depósito de municiones. También se han inutilizado cinco tanques rusos y dos polvorines”.

Apagan la radio. El silencio pesa aún más que el frío; hasta que uno habla:

—Ha dicho que sigue la ofensiva…La cosa se va a poner muy fea por Barcelona ¿Qué vas a hacer, Pascual?:

—Pues ¿qué voy a hacer? Ir a buscar a mis hijos.

—Espera que pasen estos días. Mira la que está cayendo. Y tú nunca has salido de la puerta de tu casa.

—Pues alguna vez tiene que ser la primera.

—En eso llevas razón. ¿Qué te han dicho hoy los del comité?

—Que ellos tampoco saben nada de los zagales. Que si quiero que escriban otra vez, que se habrán perdido las cartas. Y que lo tenía que haber pensado mejor. Claro que di el consentimiento, cómo no lo iba a dar. No diré que me obligaron, eso no. Y no me quedó otro remedio.

Pascual no ha dejado de contar cada uno de los días desde que se llevaron a sus hijos. Han pasado ya cuatro meses. Se acuerda de la reunión que tuvieron en el Ayuntamiento y de lo que dijo el alcalde, como si lo estuviera oyendo ahora mismo: “Hay que evacuar a los críos. Alejarlos de este infierno. No creo que ningún padre quiera que sus hijos pasen hambre ni que los mate una bomba. Allí estarán seguros y no les faltará comida. Tendrán escuela. Será por poco tiempo y no os faltaran noticias, os lo aseguro”.

¿Cómo se iba a negar él? Nadie lo hizo. Al principio sí que les informaban y llegaban cartas; decían que estaban bien y contentos. Pero ya hace más de dos meses que no tiene noticias de sus hijos. Está harto de preguntar y de que nadie sepa nada. Ha decidido ir a buscarlos. Antes, la Colonia estaba lejos del frente pero ahora ya no lo está. Los del comité han intentado disuadirlo:

—Ya se ha iniciado la ofensiva y atravesar Cataluña en este momento es de locos.

Al final, los de la junta le han hecho el salvoconducto porque se han dado cuenta de que iba a ir de todos modos, tuviera el papel o no.

— ¿Has pensado cómo vas a hacer el viaje? Los aviones no paran en todo el día. Tendrás que moverte de noche — afirma uno de sus acompañantes.

Pascual se muerde la lengua para no decir lo que piensa. Sabe que lo consideran un cobarde y apocado. Él mismo, hasta ahora, ha vivido convencido de que es un cagueta.

—Sí. Ya lo sé. Iré con la bicicleta hasta la general. Allí, subiré al primer carromato que pase. Después tren hasta Manresa o hasta donde se pueda. Y a partir de ahí pues monte a través. Que sí, que me tengo que alejar de carreteras y de poblaciones. Y de día me tengo que esconder.

— ¿Qué harás con la bicicleta?

—La pensaba dejar escondida.

—Se la llevarán.

—Pues que se la lleven. Más tengo que perder si no voy.

El grupo se despide. No son tiempos propicios para sensiblerías:

—Pues hala, arreando; no hay más que hablar. Y que la suerte te acompañe.

Protegido por la oscuridad, Pascual regresa a su casa. Envuelto en el viejo tabardo y arrimado a las paredes, camina encogido pero a buen paso. El brillo de la luna anuncia más frío. La Juana le prepara el equipaje: una bota con vino aguado, un mendrugo de pan negro, una manta y sus abarcas. Ella lo acompaña suavemente hacia la puerta, se despiden y le recuerda que no vuelva sin ellos. Y se pone en marcha.

Hace horas que ha dejado atrás los límites del pueblo. Demasiado tiempo andando por esa carretera maltrecha sin que ningún vehículo se pare a recogerlo. Está empezando a pensar que tendrá que llegar a Lérida a pie, cuando un camión se detiene a su lado:

— ¿Me puedes llevar?

—Si no te importa ir atrás con el ganado…

—Que me va a importar— responde un agradecido Pascual.

—El viaje será largo. Le advierte el conductor.

Y tan largo. Circulan a poca velocidad; la carretera está llena de socavones y en muchos tramos cortada. Para poder seguir, tienen que coger desvíos y malos caminos. Lo peor de todo es el miedo: Cada vez que se escucha el ronroneo de los aviones, presagio de su mortífera carga, hay que salir volando del auto:

— ¡Abajo, abajo, rápido! ¡Corre, corre, si no quieres que te mate una bomba!—le apremia su samaritano.

Mientras los aeroplanos sobrevuelan por encima de su cabeza, Pascual espera temblando la descarga hasta que por fin oye alejarse a los temibles aparatos. Entonces corre al camión otra vez para seguir su odisea en compañía de las ovejas.

El viaje prosigue sin otros sobresaltos hasta cerca de Lérida, donde un control de vigilancia de carreteras les hace parar el furgón. Desde su escondite en la parte trasera, oye las voces broncas y el tono pendenciero. Se queda quieto y reza lo que se acuerda mientras escucha  que hablan con el conductor:

— ¿Adónde vas?

—A Tárrega. Llevo corderos. Son para la colectividad —se apresura a decir el camionero; sabe que ese nombre es su salvaguardia para no ser detenido y parece estar acostumbrado a estas paradas.

— ¿No llevarás a algún marxista escondido entre las reses?

—Todos los que encontréis, vuestros son.

Mientras uno de los guardias examina los papeles que le entregan, el otro ojea el remolque del camión desde fuera. Pascual aguanta la respiración y se encoge entre las patas de los animales. Está a punto de salir corriendo del vehículo, cuando por fin oye el motor que se pone en marcha. Su cuerpo, tenso hasta entonces como un alambre, se relaja y rompe a llorar.

Clarea el día cuando el camión de ganado entra en la estación de ferrocarril de Tárrega:

—Hemos llegado, pero ya te digo que no sale ningún tren hasta la noche. Lo mejor es que desaparezcas hasta entonces—le advierte el chófer.

Pascual busca protección en las ruinas de unas casas. No debe salir hasta que oscurezca, pero al poco rato escucha voces y huye a otros escombros más seguros. Hay donde elegir.

Resguardado en la penumbra del vagón, Pascual espera la salida del tren. Tras largas horas de retraso, por fin oye el silbato de partida y la negra anguila metálica se pone perezosamente en marcha. Los paisajes que la luna descubre mientras la locomotora avanza, enseñan la crudeza de la guerra: páramos despoblados, vestigios desoladores de lo que fue vida. Bruscamente, el maquinista para el tren. Se acercan aviones. Pascual se queda quieto, atenazado por el miedo, mientras oye cada vez con mayor claridad el fatal zumbido. Durante un tiempo inacabable, en el que ni el aire se mueve, oye sobrevolar el convoy. Piensa que sería mejor bajar y correr a esconderse. Pero permanece inmóvil, maldiciendo entre dientes; hasta que el sonido se aleja. Las paradas y el temor a ser bombardeados se suceden varias veces más hasta que, a pocos kilómetros de Manresa, la máquina se para definitivamente.

—Han bombardeado el puente. Hay que seguir a pie. Y evitar caminos y carreteras— notifica el revisor.

Pascual continúa su viaje montaña a través. Cada vez está más cerca, pero necesita parar y reponer fuerzas. Se acomoda entre unas rocas y acaba con el último trozo de pan. De pronto escucha tiros y voces. Están cerca. Echa a correr pendiente abajo pero el accidentado terreno le juega una mala pasada y su carrera termina bruscamente contra el suelo. Se da de bruces con la realidad.

—Alto, alto o te pego un tiro.

Tres hombres le obligan a levantarse lanzando insultos y juramentos mientras le apuntan con sus fusiles. Durante mucho tiempo caminan por sendas tortuosas hasta llegar por fin a su campamento. Pasa la noche de pie, al raso y temblando por el frío, pero nadie se acerca a echarle la manta que antes le han quitado. Observa con disimulo al que parece mandar. Se teme lo peor, por eso lo tiene claro: va a escapar. De pronto se hace el silencio. Una mujer joven con pistola en mano y canana al cuello, se le acerca y antes de que Pascual pueda reaccionar lo tumba de un culatazo:

—Venga, cabrón, hijo puta, que hoy es tu día de suerte. Esfúmate, no nos vayamos a arrepentir. Lárgate deprisa y que no te volvamos a ver.

No se lo tiene que repetir. Galopa por el roquedal sorteando pinos y maleza. Correrá sin parar mientras le queden fuerzas. No tiene tiempo que perder. Hace cuatro días que salió del pueblo. Ya le debe quedar poco para llegar a su destino. Ahora podrá dejar atrás todo el miedo que ha pasado.

Todavía no ha amanecido cuando Pascual se planta delante de la puerta enrejada donde en un letrero que él apenas puede leer pone: Colonia Escolar San Afra. Empieza a golpear el hierro una y otra vez. Sin pausas.

—Ya voy, ya voy. ¡Qué prisas son estas! —Un hombre se aproxima a la entrada:

— ¿Qué se te ha perdido por aquí tan temprano? Si vienes buscando algún chiquillo, llegas tarde. Hace poco que se los han llevado a Barcelona. Hay un barco preparado para evacuarlos a Rusia. Aquí ya no hay seguridad.

Pascual no oye, no ve, no respira. Le fallan las piernas. Pero consigue hablar:

—Necesito que me des agua y algo de pan, si tienes. Tengo que llegar antes de que salga ese barco.

—Escúchame, que yo también soy padre—le dice a Pascual el desconocido— Está a punto de llegar un camión para cargar enseres y recogerme a mí. Ayúdame a preparar lo que se tienen que llevar y te vas tú en mi lugar.

Cuando el camión entra en el puerto, Pascual oye el bramido de los aviones. El conductor lo tranquiliza:

—No se asuste, buen hombre, estos son los chatos. A estos no les tenga miedo, que son de los nuestros. Yo le dejo aquí ¡Suerte!

Baja de un salto y corre como un loco. Unas pocas luces iluminan la zona donde está atracado el barco. En la popa se lee: “Kooperatsia”. Ya han comenzado las tareas de desamarre. Debe apresurarse. Comienza a volar por la escalerilla arriba cuando una persona le cierra el paso. Enseña el papel que le dieron en el comité; no sabe ni cómo llega a hacerlo.

—Dice que se llaman…

— Pilar, 6 años. Mariano, 8. José, 10 y Pascual, 12.

—Sí. Están en la lista. Suba.

Acurrucados sobre la cubierta de popa y tapados con mantas, Pascual ve centenares de cuerpecillos ateridos. Hay una insoportable y profunda ausencia de sonidos que se rompe al llamar a sus hijos. Los nombres pronto encuentran a sus destinatarios:

—Padre, padre, padre, aquí. Estamos aquí.

Cinco cuerpos se funden en un abrazo. El padre les arranca la tarjeta que llevan cosida en la ropa y los hace bajar atropelladamente del barco.

Una vez en tierra, Pascual arropa a los hijos como puede. Mientras lo hace, sus ojos son dos cristales turbios. De pronto, la niña empieza a llorar.

—No llores, ya he venido. Ya estoy aquí. Os he venido a buscar. ¿Pero, por qué lloras?

Entre hipidos y mocos, la pequeña señala el roto de su abrigo y le cuenta:

—Se me ha perdido… la tarjeta que me pusieron…No está…Y me han dicho muchas veces que no la tengo que perder, porque… si se me pierde…nunca más volveré a ver a mi padres.

El padre abraza a su hija, que ahora no tiembla sólo de frío:

—Hija mía. No llores. Ya sé que has tenido mucho miedo. Pero ya se ha pasado todo

. Estoy con vosotros. No te preocupes por la etiqueta. Mira: —se la muestra en su mano—la tengo yo ¿La ves? No se ha perdido. Yo la guardaré bien. No se perderá, corazón mío. No se perderá nunca.

Las palabras de Pascual tranquilizan a la niña; su llanto se apaga, al mismo tiempo que la sirena del barco anuncia que va a zarpar. El padre y los hijos comienzan a caminar en dirección contraria.

Pilar Borraz Rozas.

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