Mañana seremos cenizas

Mañana seremos cenizas

Lucia Juliá

03/07/2020

– ¿Te vas a quedar ahí sentado?

El tronco ardía en la chimenea. Destellos anaranjados ascendían velozmente hasta perderse en el aire. Dejaban a Claudio con la duda de si en realidad habían existido alguna vez o no, pero el resto de chispas que se desprendían de la lumbre no le permitían detenerse mucho en la respuesta a esa pregunta. Observaba atento cómo éstas aparecían y desaparecían. “Como nosotros, que también nos vamos consumiendo poco a poco. Nuestro cuerpo acabará convertido algún día en esas chispas que antes habían sido el tronco que sostenía un árbol y ahora levitan unas milésimas de segundo hasta apagarse, o hasta volverse invisibles para quedar después suspendidas en el aire… ¿Quién sabe?, ¿quién sabe a dónde van las partículas de fuego cuando ya no suben?, ¿quién sabe si quedan entre nosotros o solamente se esfuman como si nunca antes hubieran estado?”, pensaba. 

– Padre, ¿te vas a quedar ahí?

Jorge puso su mano sobre el hombro de Claudio.

– ¿Qué pasa después, hijo?

– ¿Después de qué?

– Después. Cuando se apaga el fuego.

– No te preocupes, papá. Mi hermana vendrá en una hora. Pero si se apaga antes, tápate con la manta. Y llámame si necesitas algo.

– ¿Vas a dejar que se apague?

– Hay suficiente leña, no se apagará papá – respondió. 

– ¿Tu hermana también?

– Sí, papá. Marisa en un rato llegará. Me voy.

Jorge se puso delante de su padre, pero Claudio seguía con la mirada fija en el suave movimiento de las llamas. Afuera las nubes grises amenazaban con llover tendido durante largas horas. En el salón, el único resquicio de luz provenía de la hoguera. Besando la frente fría de su padre, Jorge se despidió. Al abrir la puerta, el viento de la calle hizo corriente y la cerró de golpe. Claudio apenas se inmutó, absorto en el baile del fuego.

El rojo iba perdiendo color, aclarándose hasta deshacerse en pequeñas llamas que se desvanecían en la atmósfera. Flotaban durante segundos y daban paso a otras nuevas. El viento soplaba fuerte y se colaba en la chimenea agitando las llamas y produciendo un rugido aterrador que a Claudio parecía no importar. El tronco que había echado Jorge hacía unos minutos ya iba perdiendo su forma y volumen, transformándose en fuego y en cenizas que quedarían ahí para siempre. En las mismas cenizas en la que más tarde acabarían convertidas las reflexiones de Claudio, las cartas que le escribió su hija cuando estuvo un curso entero estudiando en Inglaterra, las fotos del primer desamor de su nieta años después, el accidentado avión de papel que el hijo de Jorge haría volar y acabaría devorado por las vivas llamas de la chimenea… El fuego consumiría todos esos recuerdos reduciéndolos en polvo, al igual que había hecho instantes antes con los ecos de las voces de Juan y Claudio. Sería imposible adivinar ya cuáles pertenecían al pasado y cuáles al presente.

El teléfono sonó un par de veces en el salón. Al tercer timbre, Claudio se levantó, lo encontró encima de la mesa y descolgó. Ya eran las nueve.

– Padre, ¿cómo estás?

– El fuego no se ha apagado.

– Muy bien papá, ¿y tú?, ¿cómo estás?

– Nosotros también acabaremos siendo cenizas, hijo. ¿Verdad?

Al otro lado del teléfono, Jorge suspiro.

– Estoy un poco liado, solo quería saber si Marisa ya había llegado.

– Lo seremos…

– Papá… ¿ya ha llegado Marisa?

– No. Y en pequeñas chispas… ¿a dónde irán?

– Se habrá retrasado. Ahora la llamo. Avísame de todas formas cuando esté, por favor.

Sin responder, Claudio dejó el móvil en la mesa y al regresar a la mecedora descubrió la chimenea oscura, con solo una lucecita al fondo que intentaba no apagarse. La esperada tormenta había estallado y el viento gruñía golpeando con fuerza los cristales de las ventanas, por las que se veía cómo se tambaleaban los árboles de la calle. La pequeña llama escondida entre el pliegue del tronco partido realizaba el mismo movimiento. Se balanceaba de un lado a otro con fuerza queriendo expandirse, pese a ser cada vez más chica.

– ¡No te apagues! — le suplicó Claudio.

Se arrodilló frente a la chimenea y le rogó una vez más: “No te apagues”. La llama continuó brillando durante unos segundos. Luego empezó a perderse descomponiéndose en miles de chispas más pequeñas que ascendían y desaparecían, siguiendo así el mismo destino que las muchas otras que antes Claudio había visto disiparse desde su mecedora.

– No te apagues… – insistió una vez más aún sabiendo el final.

La hoguera quedó a oscuras. Apresurado, Claudio rebuscó entre los papeles que tenía encima de la mesa y sin saber qué contenían los lanzó a la chimenea para prender la llama apagada. Justo entonces, la cerradura chirrió detrás de él y Marisa entró en casa. Al ver a su padre en el suelo, dejó la puerta sin cerrar y corrió a levantarlo.

– ¿Qué pasa, papá?, ¿qué haces ahí tirado?

Claudio no respondía.

– Papá, ¿te has caído?, ¿estás bien?

– Se ha apagado, hija. El fuego se ha apagado – contestó con un hilo de voz.

– ¡Qué susto! Vamos, levántate.

Claudio apenas podía hablar.

– El fuego, hija… ¡ayúdame!

Marisa hacía fuerza por sostenerlo. Tiraba de él con cuidado, pero Claudio no se movía.

– ¡El fuego, hija! ¡El fuego! ¡Yo no! – exclamó.

– No importa el fuego, papá. Ya es tarde. Mañana lo volvemos a encender.

Finalmente, Marisa consiguió reincorporarlo y lo sentó en la mecedora. Los ojos de su padre estaban perdidos en un infinito que ella no sabía descifrar. Lo arropó con la manta y fue a la cocina para preparar la cena. Ambos se tomaron la sopa sin apenas hablar y luego Marisa lo acostó en su habitación.

– Buenas noches, papá. Descansa.

    Cuando, tras hablar con su hermano por teléfono, Marisa por fin se durmió, Claudio salió sigiloso de su cuarto y se asomó al salón. Al fondo de la chimenea, entre las cenizas, le pareció ver una pequeña luz que luchaba por no apagarse. Se frotó los ojos con las manos y se acercó más para fijarse en aquel destello. Sonrió y se quedó mirándolo unos minutos más, antes de tumbarse en la cama de nuevo.

    “Si ese es nuestro destino. Si vamos a terminar convertidos en fuego y cenizas, solo espero ser como esa pequeña llama que aguanta encendida para seguir dándoos luz, calor y abrigo”. Cuando Claudio se acostó y cerró para siempre los ojos, la tenue llama del salón levitaba y desaparecía.

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