Residuo Sólido Urbano

Residuo Sólido Urbano

Clara Martínez

03/07/2020

La alarma suena a la misma hora que todos los días, pero Antonio ya hace tiempo que está despierto en la cama, mirando a ratos los minutos que avanzan parpadeando en rojo en el reloj despertador, a ratos el color de las cortinas que la luz del día va aclarando, de gris oscuro a gris pálido. Hoy le cuesta más levantarse, hoy precisamente cuando tiene un plan concreto con el que llenar la mañana. Hoy va a llevar los vídeos a esa tienda en Canillejas que le ha dicho Paquito, pero le da pereza.

Paquito le lleva insistiendo meses.

—Papá, que así no se puede vivir, todo el día aquí tú solo sin entretenerte con nada.

Primero le compró un reproductor de DVD cuando se le rompió aquel vídeo que tenían desde los noventa, que de todas formas Antonio casi no usaba. Después, esas navidades, Paquito le había regalado una pila de películas que Antonio ni siquiera ha desvestido todavía de su plastiquillo transparente, pero su hijo parecía haberse quedado más tranquilo. Y ahora volvía a la carga como mosca cojonera.

—Papá, tienes que pasar a DVD los vídeos de las vacaciones de verano, de cuando yo era pequeño. Los recuerdos son importantes.

Pero a Antonio se la traen floja los recuerdos. Antonio se peina hacia atrás el flequillo blanco frente al espejo del baño, con un peine mojado en colonia, y piensa que el problema es que Paquito cree que su padre se está haciendo viejo, y que él cree que Paquito, desde que se hace llamar Francisco, se ha vuelto un gilipollas.

Antonio se demora innecesariamente antes de salir, quitando las pelotillas de su americana con coderas. Antes de marchársele la Pili, Antonio nunca le quitaba las pelotillas a nada. Eso eran obsesiones de su mujer, obsesión por la pulcritud, por el orden. Pero desde que está solo, no puede evitar fijarse en esas pequeñas cosas; como si la Pili, al marcharse, se hubiera llevado todo y sólo le hubiera dejado sus manías.

También es por la Pili que ha envuelto los vídeos que ahora lleva bajo el brazo, de camino al metro, en dos bolsas de plástico. La Pili siempre tan suya para reutilizar las bolsas: cada bolsa, según su material, su color, su textura y usos previos, se destinaría a un fin u otro en una segunda vida. Una bolsa en la que se lleva un regalo, o una botella de vino, cuando se va de visita, sólo podrá ser de cartón o papel, que son las más elegantes; en caso de ser de plástico, sólo podrá ser de algún establecimiento de renombre, como El Corte Inglés. Las bolsas de plástico normales podrán reutilizarse para la compra; las más duras, para reciclar el vidrio. Las bolsas que hayan, en su primera vida, transportado pescado o algo que genere migas, no podrán reutilizarse en ningún caso, por considerarse impuras. Y cuando se transporte algo confidencial, para protegerlo de ojos curiosos, se usarán dos bolsas, porque una puede no ser siempre suficientemente opaca. Por eso hoy Antonio ha envuelto los vídeos en dos bolsas de plástico, una blanca y una verde.

Antonio no quiere volver a ver los vídeos de vacaciones en la playa cuando Paquito era pequeño, tan feo desde que nació, el pobre. Antonio va a llevar a la tienda de Canillejas a que se las pasen a DVD esas películas especiales que filmó con su Pili en el cuarto mal iluminado; en esa época en la que ella empezó a cambiar, a estar más rara pero también más fogosa, a decirle que tenían que «reavivar la llama», que tenían que verse haciéndolo desde fuera, como si fuesen otra gente. Fue sólo unos meses después de que la Pili empezase a ir a clases de patchwork con la agrupación de mujeres del barrio, ese aquelarre de brujas de pelo fucsia que poco a poco le iban robando a su Pili, metiéndole ideas en la cabeza. Esa es la única película que Antonio quiere volver a ver ahora, en bucle y hasta que se muera: la película de las últimas horas felices con su Pili, su Pili y sus tetas tremendas, antes de que le pidiera el divorcio.

Antonio espera el metro y recuerda el día en el que su Pili le dijo que se iba de casa.

—No me digas más mi Pili, Antonio —contestó, implacable, a su súplica—. Yo no soy tuya ni de nadie más. Paquito ya se ha ido de casa y a mí, con el poquito amor que me queda, ya no me alcanza para quererte sólo a ti sin dejar de quererme a mí misma.

Y esa última frase que había perseguido a Antonio desde entonces, esa frase de mierda con la que seguro que todas las pirujas de la clase de labores habían dejado a los infelices de sus maridos:

—Antonio, ahora me miro al espejo, y por primera vez me veo a mí.

Antonio imagina la vida de la Pili ahora, sin él, y algo le escuece en la garganta. La imagina bajando a la calle una botella de vino vacía, dentro de una bolsa de plástico duro, una botella que se habrá bebido sola. La imagina parándose a hablar con una vecina junto al contenedor del vidrio, contándole dónde le ha dolido el reuma esa mañana, sin que Antonio le duela ya en ninguna parte.

El metro entra en la estación. A su Pili nunca le gustó ir en metro.

—Es como un parásito gigante que agusana el corazón de la ciudad —le dijo cuando montaron por primera vez, al venirse a Madrid desde el pueblo. Su Pili siempre diciendo cosas así, siempre viendo en todo algo que nadie había visto antes. Antonio mira ahora el tren que va frenando hasta detenerse, intenta mirarlo con esos ojos nuevos, como lo miraría la Pili. El gusano subterráneo le devuelve su propia imagen reflejada en las ventanillas, y Antonio se ve a sí mismo, completamente solo, por primera vez.

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