El día que conocí a Miguel era un catorce de febrero, me habían asignado un trabajo en colaboración con los chaquetas verdes o como los conoce la gente de calle: La guardia civil. Era una noche aburrida como muchas otras, mis superiores me habían relegado a trabajar un catorce de febrero como si esa fecha significara algo para mí. No es que tuviera mejor plan, mi novia Carolina no tardaría en dejarme con la pobre excusa de que trabajaba demasiado. No me importaba, estaba con ella más por el hecho de que no conocía a nadie que porque realmente la quisiera.
Acababa de llegar de Zamora al cuerpo de policía de Madrid. Ella era la camarera del bar que estaba al lado de la oficina con la que me reía tomando un café solo. Tenía uno de los paletos torcidos. Aquel pequeño defecto no me molestaba, lo que sin embargo no toleraba era que al comer siempre se le colaran restos de comida en el hueco de los incisivos. No sé cómo lo hacía, pero al terminar apretaba con saña su diente torcido con un palillo que se sacaba del bolso o de la oreja dejándolo reposar sin ningún pudor con la boca abierta, permitiéndonos al resto poder disfrutar de aquel espectáculo culinario. Aquello me revolvía y me enfadaba, aun así ella era lo único que me entretenía fuera del trabajo.
Echábamos cuatro polvos, cenábamos en los restaurantes que aún no se habían hecho famosos y me permitían pagar mi mitad del plato. Visitábamos las obras de teatro a las que me llevaba de forma gratuita, en donde apoyábamos con cierta falsa indignación a viejos actores y actrices que ya no conseguían un trabajo de verdad o que, en mi opinión, nunca lo habrían conseguido.
Aquel catorce de febrero sentado en la oscura plaza abandonada de la calle Monroy de Madrid mientras me encendía un pitillo que había escondido en la chaqueta porque a Carolina no le gustaban los chicos fumadores, y por supuesto yo nunca había fumado, escuchaba unos disparos a lo lejos. Mi juramento me obligaba a proteger al ciudadano aunque con ello perdiera la vida. No es que no quisiera ayudar esa noche, es que no sentía que fuera el momento oportuno de meterme entre las balas vestido de paisano y menos aún, sin el chaleco que me había dejado en la furgoneta, así que me dediqué a admirar como buen espectador contratado la gran escena de película de acción.
La misión policial se había convertido en un tiroteo con varios agentes heridos y en el encarcelamiento preventivo de Miguel Jiménez Heredia, quien trabajaba como hacker para el clan de los Motos debido a unas deudas que su padre y su hermano le habían colgado por culpa de la droga. Los Motos habían decidido disparar antes de que se descubriera todo el pastel, o mejor dicho toda la coca.
Las cosas habían cambiado mucho desde que yo era niño, antes los propios padres te azuzaban en las fiestas del barrio para que bebieras ponche o un poco de vino con gaseosa, ahora dicho comportamiento se podría condenar como maltrato infantil y meterte una condena de varios años de prisión. Pero por el contrario, extorsionar a un hijo para que te pague la droga no se considera delito a día de hoy, aunque ese niño tuviera ya veinte años y llevara trapicheando con los Motos otros diez.
Cuando Miguel Jiménez Heredia durmió en el calabozo esa noche, él tenía veinte años y yo veinticinco. Aquel chico no cumplía con el estereotipo de un gitano, aunque era moreno y su pelo era igual de oscuro, su forma de hablar, de comportarse o incluso de caminar mostraban a un hombre educado, culto, hasta podría decirse que inteligente. En el calabazo no gritó como hicieron los Motos, ni lloró, no se exaltó, ni si quiera cuando le explicaron que los delitos que tenía podrían condenarle a veinte años en la cárcel. Miguel no dijo nada, simplemente aceptó la nueva realidad y se durmió.
Al día siguiente, la brigada informática de la policía no tardó en conmutarle los veinte años de condena por cierta colaboración en la lucha contra el crimen organizado. Ahora el cuerpo de policía contaba con el mejor hacker de España, una mente tan prodigiosa como escasa que había aparecido entre las ruinas de las chabolas. Trata de blancas, pederastia, páginas webs ilegales, fraudes fiscales. Durante cinco años Mike, como le llamábamos en la oficina, se convirtió en el mejor hacker que la policía pudiera tener, hasta el punto de que ya no sabían qué ofrecerle para que se quedara en el cuerpo.
Yo sabía que Mike nunca aceptaría ser un madero. Lo único que él deseaba era poder irse y vivir en una casa de algún pueblo abandonado, plantar su huerto, tener gallinas y empezar de nuevo donde no le conociera nadie. Lejos de su familia, del clan de lo Motos, de los payos y de la policía.
Sin embargo, Mike seguía en la policía colaborando, el caso del mafioso enano al que perseguíamos desde hacía un año. Era su obsesión. Tenía una mirada sombría cuando hablábamos de él, no esa clase de mirada que indica que se trama una venganza, no ese tipo, más bien de tristeza infinita, como si algo del pasado le atormentara y no le permitiera ser feliz a pesar del mucho dinero que había conseguido ahorrar. Nunca supe por qué coger a ese mafioso le importaba tanto, ni tampoco me atreví a preguntar. Mike era muy reservado con sus cosas y después de que Carolina me dejara la noche de San Valentín él de forma inesperada, se había convertido en mi nuevo y único apoyo fuera de mi casa. ¿Qué sería lo que le obsesionaba? ¿Qué podría tener ese criminal que el mejor hacker del mundo no consiguiera?
Después de meditarlo mucho decidí ayudar a mi amigo Mike en la captura del mafioso. Ideamos un plan perfecto, había que tomar decisiones arriesgadas, pero merecía la pena y actuamos como hacen en las películas: Cogiendo al malo. Esta vez no me iba a quedar sentado sin hacer nada, esta vez sería yo quien daría en el blanco.
– Es una locura, ese tío no se anda con tonterías -decía Mike mientras se encendía un cigarrillo.
– Estamos muy cerca – Le había respondido. – ¿Es que no quieres pillarlo? es nuestra oportunidad Mike, pasado mañana se cogerá un vuelo a Colombia y le perderemos la pista. Vamos, tío es tu último caso no me dejes colgado ahora.
Esto fue lo último que habíamos hablado dos horas antes de meterme en aquel conducto de aire. Me angustiaba estar en aquel diminuto espacio, sentía el cosquilleo de una cucaracha recorriéndome la espalda, aquellos bichos podrían sobrevivir a un holocausto nuclear y estarían más enteros que nosotros. Noté como sus patas me subían por el cuello y me sobrepasaba. Moví mi cabeza y cayó enfrente de mis narices. Instintivamente la golpeé con mis dos dedos y salió por la rejilla de la tubería.
Las luces se encendieron en el momento que la cucaracha llegaba al suelo. Ahora veía a Mike con claridad. Detrás de él entraba el hombre enano con sus dos guardaespaldas. Un enorme gato que parecía un lince se levantaba de su cama. El depredador visualizó a lo lejos a la cucaracha que acababa de caer del techo y se puso a jugar con ella olvidándose por completo de su dueño.
Una gota de sudor me resbaló por la frente atravesando la rejilla, estaba empapado en aquel conducto de aire acondicionado. Con el dorso de la mano me limpié los restos de exudación. Los ojos rasgados de ese lince atravesaron la rendija y me localizaron, como perro que avisa a su dueño comenzó a maullar mirando al techo.
– Me han dicho que me busca. Supongo que sabrá que mi tiempo es muy valioso. Quisiera irme a mi casa a cenar ¿Cómo me ha dicho que se llama? – Le preguntó el enano.
– Mike. No le entretendré mucho Señor Pelaez. Tengo entendido que es usted un hombre de negocios y que sabe ver una buena oportunidad si se le presenta. Pues bien, aquí la tiene. He conseguido desarrollar una red de inteligencia artificial. La más potente del mundo. Es una araña virtual que atrapa cualquier sistema informático, lo desmenuza y así obtiene toda la información que se encuentre en la nube. Claves de banco, números de tarjeta de crédito, cualquier cosa.
– ¿Cualquier cosa? Esto es muy interesante, hasta ahora nadie ha conseguido acceder a mis claves. Demuéstreme cómo lo hace.
Mike sacó su Tablet, introdujo una contraseña y al cabo de cinco minutos, mostró un número en la pantalla y el acceso a sus movimientos bancarios.
– Vaya… Enséñeme ahora la cantidad de dinero que tengo en mi cuenta y traslade diez millones a esta otra. ¿Y no deja rastros?
– Compruébelo usted mismo.
Pelaez llamó por teléfono a su secretaria, que se encontraba sentada fuera del despacho leyendo unos informes.
– ¿Aurora, me podrías decir cuánto dinero hay en mi cuenta ahora?
– Si, por supuesto-La secretaria miró al ordenador, introdujo la clave del banco y dijo-Tiene usted un disponible de 53 millones de euros. ¿Desea algo más?
– ¿Algún movimiento en esta última hora?
– Ninguno.
Colgó su teléfono, se puso de pie y comenzó a moverse de lado a lado, pero sin dejar de mirar de forma amenazante a Mike.
– ¿Qué es lo que quiere? Me imagino que no será dinero, podría tener cuanto quisiera ahora mismo. Usted quiere otra cosa, algo que solo yo puedo ofrecerle y dado su inteligencia estoy seguro de que es algo de suma valía ¿Me equivoco?
Mike sacó de su bolsillo una servilleta de la cervecería donde unas horas antes había escrito su más anhelado secreto. Lo colocó sobre la mesa y esperó a que el hombre se incorporara para recoger aquella servilleta. Leyó su contenido y la guardó en el bolsillo de su americana.
– Señores, déjenme a solas con el joven caballero- Les dijo a los dos guardaespaldas mientras les abría la puerta para que salieran.
Todo marchaba sobre ruedas, Mike tenía un leve tic en su párpado, pero por lo demás se le veía sereno. Observe al gato lince que había dejado de maullar y no dejaba de mirar al conducto donde me encontraba, por el momento se distraía con la cucaracha y eso me tranquilizaba. Le había comido dos patitas y ahora jugaba con ella, llevándola de un lado a otro. La golpeaba contra la pared y cuando intentaba escapar la volvía a llevar hacia la esquina, quedando boca arriba sin poder moverse. Entonces volvía a colocarla sobre sus patas y la empujaba de nuevo en un triste juego donde se veía a la cucaracha atormentada.
Ahora era mi turno. Cogí el móvil que tenía guardado en el pantalón, coloqué un bloqueador de sonido para que mi voz no se oyera por encima de los tres decibelios y realicé la llamada.
– ¿Dígame? -respondió Aurora desde el otro lado de la oficina.
Presioné el botón del plagiador de voz que Mike me había instalado unos días antes. El último invento del mercado indio de ingeniería. Lo había probado durante una semana y funcionaba de maravilla. En cuestión de segundos Aurora reconocería la voz de Julia, la mujer del mafioso. El gato comenzó a maullar despavorido, caminando en círculos e intentando saltar hacia al conducto, lanzando las garras al aire.
– Buenas noches, Aurora, necesito que me pases con Adolfo -dije lo más natural que pude.
– Hola, Julia, se encuentra en una reunión, ¿quiere que le diga algo cuando salga?
– Dígale que se ponga ahora mismo, es urgente.
– Un segundo, no me cuelgue.
Escuché cómo los nudillos de Aurora golpeaban la puerta.
– Adolfo, es su mujer quiere hablar con usted. Dice que es urgente.
– ¿Urgente? Esta mujer siempre igual, tocándome los cojones. No tardaré.
Entonces la puerta de la oficina se cerró. Mike se levantó, se colocó detrás de la mesa donde minutos antes había estado sentado el señor Pelaez. Extrajo una placa electrónica enganchada a un USB que tenía guardado en el bolsillo de su chaqueta azul y lo enchufó al disco duro externo. Mike era bueno en lo que hacía, no es que fuera bueno, era el mejor.
– Julia, que es lo que quieres, estoy reunido- Escuché desde el otro lado del teléfono- Miré el cronometro de mi reloj y lo puse en marcha.
– Hola, sólo quería decirte que hoy es el cumpleaños de Simón.
– Si, ya lo sé. ¿Me llamas para esto?
– Pensé que te olvidarías.
– No me he olvidado del cumpleaños de nuestro hijo. Joder, Julia, que hostias quieres.
Necesitaba hablar más, pero las palabras se me atragantaban. Mike apenas había empezado. Cincuenta segundos. El gato no dejaba de distraerme con sus maullidos. Maldito gato. Concéntrate, controla la respiración. Olvídate de meterle una bala en el cráneo a ese animal. Concéntrate, me volví a decir mordiéndome la lengua.
– Oye Adolfo, antes de que me cuelgues, quiero explicarte.
– El qué, me están esperando, Julia.
– Es sobre Simón.
– ¿Qué le pasa a Simón ahora? Le he comprado la Play 3 y el último ordenador del mercado. ¿Qué más quiere?
– No sé si debería contártelo.
– Julia, me cago en dios, déjate de rodeos, si quieres decirme algo de una puta vez dilo, si no cállate. Tengo un negocio muy importante entre manos. Después querrás que les pague a todas tus amiguitas el Dom Pérignon e ir en yate con ese sultán de los cojones ¿no? Pues si no me dejas trabajar, tu mierda de vida de ensueño se irá a tomar por culo ¿Me has entendido? O es que ya te has dado cuenta de que no tienes un duro. Te lo ha dicho el amiguito tuyo ese que tienes y por eso me llamas, ¿verdad? Ya sabes que voy a arruinar tu puta vida si sigues con esto.
Las risas del enano traspasaron la puerta de metal donde estaba Mike. No tenía mucho más tiempo y aún no habíamos terminado. Tres minutos. Debía decir algo más y rápido.
– Supongo que no te importa lo que le pase a nuestro hijo ¿no? Solo piensas en ti, mientras yo, estoy aquí con toda la carga de la familia esperándote como una tonta a que vengas a cenar.
– ¿Cenar? ¡Qué coño me estas contando ahora! Tú nunca me has esperado para cenar. Por cierto, ¿dónde has estado hoy?
– En casa, ¿dónde si no voy a estar?
Tres minutos y medio. Un poco más, solo un poco más. No sabía que más contarle.
– Ya…Voy a colgar.
– Espera.
Adolfo no llegó a escucharme ¿Qué quería decir con esa última pregunta? ¿Por qué preguntaba a su mujer donde había estado? Habíamos revisado todos los mensajes. Primero, con una amiga a la peluquería después, en el gimnasio y luego había vuelto a casa a comer con Simón. No había realizado ninguna llamada ni desde el fijo, ni desde el móvil. Había hecho lo mismo que todos los días, sin embargo, era extraño que él le hubiera hecho aquella pregunta. Mike siempre repasaba todo mil veces, era imposible que se le hubiera escapado nada y menos en una misión tan importante como esta. No, Mike no era descuidado, de eso podía estar seguro.
Habían pasado cinco minutos y cuarenta y tres segundos antes de que Adolfo cogiera el manillar de la puerta metalizada, tiempo suficiente para que Mike terminase de extraer la información y se volviera a sentar en su silla. Su cara estaba relajada, lo único que le delataba eran unas marcadas líneas de sudor que asomaban por sus axilas. Lo tenemos, ¡pronto estará entre rejas! Pensé.
Miré de nuevo a la asustada cucaracha, ya no tenía ninguna pata, había quedado boca abajo, el gato lince la miraba con las pupilas dilatada y se relamía sus largos bigotes.
– Mujeres… -dijo el enano mientras cerraba la puerta seguido de sus dos guardaespaldas – Le parecerá curioso, pero resulta que mi mujer, que se ha marchado hoy a vivir con su madre porque se ha enterado de que, bueno, soy un hombre y que tengo más cojones que para estar con una única mujer. Ya me entiende. Me acaba de llamar para que vaya a cenar a casa con ella. ¿No le resulta a usted raro? Lo más curioso de todo, es que después le he devuelto la llamada. No sabía de ninguna cena, ni de ninguna llamada. Seguía enfadada conmigo, no solo eso, tiene ya preparados los papeles del divorcio. La muy zorra se habrá largado con su amiguito el abogado, que a mí no me la da. Entonces me he preguntado: si mi mujer no me ha llamado ¿quién ha sido entonces? mi instinto de furtivo me ha llevado a revisar las cámaras de seguridad. Lo cual hizo que mis sospechas hacia usted aumentaran. Supongo que no sabrá que tengo una cámara escondida justo aquí. Nadie lo sabe.
El enano levantó la cama del gato y extrajo una cámara antigua, de esas que no están conectadas a ninguna red. Abrió la pantalla y pulsó el botón de rebobinar.
De repente la luz se apagó y la oficina quedó en penumbra. Todo había terminado. Dejé de oír a Mike, tampoco escuché al hombre enano, no oía a nadie, ni siquiera las respiraciones. Sólo escuchaba como el gato lince masticaba con ansia el crujiente caparazón de la cucaracha.
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