Tal vez, ahora sí

Tal vez, ahora sí

Jang

12/07/2020

Estaban escondidos. Él vestía un uniforme con guerrera azul oscuro, pantalones blancos y botas altas, probablemente de principios del siglo XIX. Estaba junto a otros soldados ataviados de forma similar. Se habían escondido porque debían haber detectado que se acercaban enemigos. Por las rendijas de la desvencijada puerta de lo que parecía un granero, veía balancearse los cuerpos de varias personas con ropajes típicos de gente del campo. Colgaban de sogas que atadas a sus cuellos les acababan de causar la muerte. Los habían ahorcado, y él sentía un fuerte sentimiento de culpa, parecía que él era el responsable de aquel execrable acto. 

Emilia despertó angustiada de este terrible sueño, más vívido que cualquier otro sueño que hubiera tenido en su vida. Después de despertar sentía todavía la culpa que le embargaba dentro del sueño. Intentó no darle importancia, sólo era un sueño. Pero éste era tan real que no podía quitárselo de la cabeza. En el sueño había visto gran cantidad de detalles de un época histórica que ella no conocía especialmente, era como si hubiera estado dentro de una película, actuando en ella. 

Durante la mañana tuvo una sensación extraña, era como si no pudiera salir del sueño completamente. Pero debía tener la cabeza en otras cosas. Hoy tenía que tomar el avión con destino a Granada. Iría a supervisar las obras en la casa que su madre le había dejado cuando murió. 

Recogió a Clara en su casa, su amiga la acompañaba con la excusa de que no estuviera sola controlando las obras, pero el objetivo era poder hacer excursiones por La Alpujarra, tomar algunas fotos por allí y comer bien. 

Mientras iban hacia el aeropuerto en el taxi Clara le comentó:
— ¿No estás contenta por estas vacaciones? Te veo cara de preocupada.

— !Que va¡ — Respondió jovial Emilia — debe ser porque he tenido un sueño muy raro y me he despertado con una sensación muy extraña.

— No me digas que has soñado que se cae el avión, que me bajo aquí mismo — Dijo Clara aguantando la risa.

— No, no. Ha sido como un sueño de una época pasada, pero ha sido todo muy real — Dijo Emilia, contándole a continuación todo el sueño.

— No sé, igual es el recuerdo de alguna vida pasada — Y las dos empezaron a reír.

El viaje transcurrió sin contratiempos ni retrasos, un vuelo matinal de Barcelona a Granada no suele tenerlos. Llegaron a Granada y se dieron una vuelta por el centro, la idea era bajar al pueblo por la tarde. Comieron en un pequeño restaurante cerca de Plaza Nueva, y se dieron un paseo mochila al hombro hasta la estación de autobuses. 

Tomaron el autocar de línea y se plantaron en el pueblo antes de las nueve de la noche. Se dirigieron a la casa de su tía Ana no sin los correspondientes besos y abrazos cada tres metros, con la gente del pueblo que encontraban en su camino, y que la habían visto crecer cuando iba al pueblo cada verano. Cenaron en casa de su tía Ana, y hablaron con ella y con su primo Antonio, que les explicó el estado de la casa.

— Le he dicho al albañil que arregle primero el granero ese que hay en la parte de arriba de corral, no ha entrado nadie allí desde hace siglos, y cualquier día se puede venir abajo ¿Te parece bien? — Dijo Antonio.

Emilia tenía muchos recuerdos de aquella casa, tenía los recuerdos de sus juegos de infancia, las interminables tardes de verano correteando por las calles del pueblo con su primo Antonio y otros niños. Recordaba cuando se escondían en el corral, que hacía años que ya no tenía animales. Y recordaba que veían la puerta del granero como la puerta de un reino prohibido. Allí no se podía subir porque mucho tiempo atrás alguien había retirado la escalera que subía a él.

A la mañana siguiente, se dirigieron hacia la casa de su madre, donde ya había empezado a trabajar a primera hora Matías, el albañil del pueblo con otros dos chicos que le ayudaban. Al llegar, Matías les recibió en la puerta.

— ¡Hola Emilia! ¡Cuánto tiempo! — Dijo Matías — Hemos empezado por el granero, y hemos encontrado algo curioso, ahí hacía siglos que no subía nadie ¿verdad?

— Sí, mi madre me contaba que cuando ella era pequeña ya no había escalera, y no conocía a nadie que hubiera subido allí — respondió Emilia

— Ven que te enseño lo que hay, no he querido tocar nada — le explicó Matías.

Subieron con cuidado al granero y Matías le señaló con el dedo hacia una de las esquinas donde se veían varios objetos con apariencia de muy antiguos, una mecedora, una escopeta oxidada y un pequeño baúl.

— ¿Lo habéis abierto? — preguntó Emilia.

— Lo hemos abierto pero no hemos querido tocar nada hasta que tú lo vieras — contestó Matías.

Con mucho cuidado, Emília abrió la tapa del baúl y vio dentro unas cuantas monedas antiguas, una especie de insignia con forma de águila coronada que en tiempos debió ser dorada y un fajo de sobres amarillentos. Tomó el primero de ellos y extrajo con cuidado el papel que había dentro, se le deshacía en las manos y sólo pudo distinguir escrito a mano lo que parecía el encabezamiento de una carta que empezaba así: ‘Querida Emilia’.

El grupo de caballos al galope pasó de largo por la venta. El ruido se apagaba poco a poco, mientras dentro del granero la tensión se relajó. 

Habían llegado allí desde el norte, eran un grupo de granaderos de la Grande Armée que había salido huyendo después del desastre de Bailén. Apenas habían podido entrar en combate cuando la caballería española les desarboló, y su perfecta formación se convirtió en una desbandada. El pequeño grupo del que formaba parte el teniente Armand Rivière intentó refugiarse en una venta, en el camino entre Bailén y Granada. Allí se encontraron con un grupo de campesinos que también habían buscado refugio en el mismo lugar.

En medio de la confusión y los gritos de los campesinos, el capitán Dardare los mandó apresar, y sin mediar más palabras ordenó que les colocaran sogas al cuello, y él mismo los empujó de una patada desde el murete en el que los habían subido. Todo ocurrió muy deprisa, fue un sinsentido. El teniente Armand Rivière se quedó paralizado, y no hizo nada por impedir lo que acababa de ocurrir. Él no había entrado en el ejército para masacrar campesinos, él quería llevar a todo el mundo las ideas de progreso de la revolución, y ahora se veía convertido en un asesino. 

La relajación dentro del granero duró poco, cuando el ruido de los caballos ya era un murmullo lejano, el miedo dio paso a la ira. Armand Rivière reaccionó y recriminó a Dardare su acción.

— ¿Qué ha hecho? ¿Por qué ha tenido que matar a esa gente?

— ¿Como se atreve a cuestionar a un oficial de rango superior? — Respondió el capitán Dardare.

— Si no los hubiera matado nos habrían delatado a los que han pasado a caballo y ahora estaríamos muertos.

— Los ha matado a sangre fría, es usted un asesino — Dijo Armand lleno de ira. — Esto no tiene nada que ver con traer el progreso de la revolución a estos pueblos atrasados.

— Rivière, eres un cretino idealista. Esto es una guerra ¿Qué te crees que es una guerra? — gritó Dardare mientras apuntaba con su fusil a Rivière. 

En medio del fragor de la discusión, Armand Rivière disparó su fusil y el proyectil impactó de lleno en la cabeza del capitán Dardare. El resto de soldados se habían quedado paralizados viendo discutir a los dos oficiales de mayor rango. Armand Rivière de pronto fue consciente de lo que había hecho y salió corriendo de aquel lugar antes de que a alguno de sus compañeros se le ocurriera apresarle o tomarse la justicia por su mano.

Emprendió una huida campo a través, evitando los caminos y los pueblos. Bordeó Granada por el norte y se dirigió hacia las altas montañas de Sierra Nevada. Se escondía durante el día y caminaba durante la noche, era lo más seguro, pero también lo más adecuado para el tórrido verano del sur de España. Tras varios días de camino las fuerzas ya no le permitían seguir más. Llegó a los alrededores de un pequeño pueblo, blanco y agarrado al perfil de la montaña. Entró en un patio que tenía el portón abierto, no se veía luz, pensó que no habría nadie. A tientas entro en lo que parecía un corral, y subió por una escalera de madera a lo que debía ser un pajar. Se echó en el suelo, muerto de agotamiento, y se rindió al sueño.

Despertó cuando el tibio sol de la mañana empezó a arrojar su claridad en el interior del granero. Abrió los ojos poco a poco, y su mirada se encontró con aquellos ojos que le observaban con curiosidad. Dio un respingo e intentó incorporarse, pero aquella joven que tenía delante le hizo un gesto de silencio y le habló.

— Tranquilo. No te voy a hacer daño. No hagas ruido porque si saben que estás aquí te matarán.

Emilia despertó de otro sueño vívido, y este era todavía más real. Había soñado que era un soldado francés, y la joven que había visto en su sueño tenía su propia cara. Se incorporó y en la cama de al lado su amiga Clara la miraba con curiosidad.

— ¿Que? ¿Otra noche movidita? — Le preguntó Clara.

— Sí, he tenido otro sueño extraño — dijo Emilia.

— Has estado toda la noche diciendo cosas inconexas. Pensé que era por la excitación de lo de ayer — Contestó Clara.

— Quiero saber lo que significa todo esto, he pensado en pedir ayuda a mi amigo Carlos, el que trabaja en el Arqueológico de Madrid. Quiero salir hoy — Dijo Emilia.

— Vale, como quieras ¿Y la supervisión de las obras? — Preguntó Clara.

— Ya se encargará mi primo Antonio — Respondió Emilia.

Antonio, el primo de Emilia las llevó en su coche hasta Granada, y allí alquilaron un coche, ya que no se atrevían a subir con un fusil en el avión ni en el tren, no querían dar explicaciones que no tenían. Llegaron a Madrid y pasaron por el Museo Arqueológico Nacional donde las esperaba Carlos, al que mostraron lo que habían encontrado en el granero.

— A simple vista ya te puedo decir unas cuantas cosas. El fusil es claramente de principios del siglo XIX, las monedas que se conservan mejor son de la época de Fernando VII. Y el águila metálica es de la Grande Armée, el ejército de Napoleón que invadió la península, era un adorno que llevaban en el uniforme los oficiales. Sobre las cartas, es mejor que no las toquemos, yo te aconsejo que se las llevemos a Paco, el amigo que te dije que trabaja en la Biblioteca Nacional, él seguro que sabe como tratarlas.

Llevaron las cartas a Paco Montes, que trabajaba como restaurador en la Biblioteca Nacional. 

— ¡Vaya tesoro! ¿Y dices que las has encontrado en un pajar? Pues se han conservado de maravilla. Las voy a someter a un proceso que estoy utilizando para libros antiguos, yo creo que podremos recuperar la mayoría de ellas. En cuanto tenga resultados te llamo ¿Vale? — Dijo Paco.

— Perfecto. Me voy a quedar por Madrid unos días ¿Cuánto crees que tardarás en tener resultados? — Preguntó Emilia.

— Yo creo que en dos o tres días ya puedo tener algo — Respondió Paco.

Emilia se quedó en Madrid, ansiosa por saber lo que decían las cartas. Y a los dos días recibió la llamada de Paco.

— Hola Emilia, ya tengo resultados, he podido recuperar varias cuartillas bastante bien. Pero dime ¿Quien te escribe cartas desde el pasado?

«Querida Emilia, ahora que la guerra es solo un mal recuerdo, voy a volver. La próxima semana sale mi barco desde el puerto de Boston. Ya no podré escribirte más. La próxima vez que te diga lo mucho que te quiero será en persona”

Así acababa la carta más reciente de las que habían podido recuperar.

Cada noche, Emilia tenía sueños vívidos. Todos giraban entorno a lo mismo. Desde que consiguió leer las cartas todo empezaba a cobrar sentido. Que ahora soñase hechos relacionados con las cartas tenía una explicación, pero lo que no entendía era porqué había empezado a soñar esta historia antes de saber que esas cartas existían. 

Las cartas eran de amor, de un oficial francés que estuvo en España durante la invasión napoleónica y que había huido de la guerra, hallando refugio en el pueblo del que era originaria la familia de Emilia. Había recibido ayuda de la destinataria de las cartas, que debía ser alguien de su familia, y se llamaba como ella. Y entre ellos había surgido una historia de amor. 

Él huyó de España porque de haber sido encontrado lo hubieran fusilado tanto los de un bando como los del otro. Y había escrito sus cartas desde su exilio en Norteamérica. Las cartas terminaban cuando él le decía a ella que emprendía su viaje para volver a estar juntos.

Pero en sus sueños la historia no terminaba bien, él no podía llegar a completar su viaje. Y Emilia despertaba siempre de sus sueños empapada en sudor y con una enorme angustia. Sus sueños los vivía dentro de él, y sentía el dolor de no poder llegar a ver de nuevo a su amada.

Esta situación no podía continuar. Amigos y familiares le habían aconsejado que pidiera ayuda profesional. Su aspecto y su comportamiento se habían alterado y le estaba afectando tanto en su trabajo como en sus relaciones personales. Finalmente aceptó acudir a un psiquiatra que le prescribió un tratamiento que entre otras cosas incluía la obligación de no volver a leer las cartas, y hacer todo lo posible por olvidarlas. Poco a poco el tratamiento fue haciendo efecto y pasados unos meses Emilia pudo dormir plácidamente sin despertar en medio de la noche con una profunda desesperanza.

Llegó el verano y con su amiga Clara prepararon de nuevo un viaje hacia el sur, querían recuperar el viaje que el hallazgo de las cartas les estropeó. Las vacaciones empezaron según lo planeado, unas tranquilas vacaciones de playa, cervecitas a la orilla del mar, y salidas nocturnas por los chiringuitos playeros que por la noche ofrecían una relajante vista de la Luna sobre el mar. Todo perfecto.

Una noche, Emilia y Clara junto a otros amigos del pueblo, estaban tomando unas copas en una de las terrazas junto a la playa. Mientras mantenían una conversación agradable entre bromas y risas, Emilia se quedó callada de golpe después de que un grupo de personas entrase en la terraza. Clara se dio cuenta del cambio en la cara de Emilia, que era normalmente el alma de la fiesta. 

— Emilia ¿vamos a la barra a pedir otra bebida? — dijo Clara saliendo al rescate de su amiga, a la que algo le pasaba. 

— Vale, vamos — Respondió Emilia.

Ya en la barra, mientras esperaban que les trajeran las bebidas, Clara insistió. 

— A ver, qué te pasa que has puesto esa cara.

— ¿Te acuerdas de mis sueños? — Dijo Emilia.

— Sí que me acuerdo ¿Pero qué pasa, que has soñado ahora de golpe mientras estábamos ahí de broma?

— Sí — Afirmó Emilia.

— ¿Qué? Explícate, anda, que me tienes en ascuas — Le dijo Clara.

— ¿Has visto el grupo que ha entrado hace un momento? ¿Has visto al chico moreno que iba delante? — Preguntó Emilia.

— Sí lo he visto ¿Guapo, eh? ¿Te gusta o qué? — Dijo Clara entre risas.

— No es eso — dijo clara — es que él es el personaje que yo sueño, en los sueños yo soy él.

Clara puso cara de sorpresa y pensó que el tratamiento de Emilia no había sido del todo efectivo. Volvieron a la mesa donde les esperaban sus amigos y Clara intentó que Emilia se distrajera y olvidase todo ese asunto.

Pero después de unos minutos Emilia se dio cuenta que aquel chico se le había quedado mirando. Notó que su corazón empezaba a latir desbocado, sobre todo cuando él se levantó en dirección a su mesa, y se acercó a donde ella estaba sentada.

— Hola, me llamo Armand, y creo que te conozco — Dijo el joven dirigiéndose a Emilia con un fuerte acento francés — ¿Quieres tomar algo?

— Sí, vamos a la barra — Respondió Emilia.

Ya en la barra, Emilia le preguntó — ¿Por qué dices que me conoces? Yo no te había visto antes.

— ¿No? Qué pena, yo a ti sí. Pero no creas que te lo digo para ligar. No es que no me gustes, que me pareces muy guapa. Pero es otra cosa — Dijo Armand.

— Explícate — dijo Emilia intentando poner una sonrisa en su cara.

— Mira, puedes pensar que lo único que quiero es ligar contigo, si es así no pasa nada, habrá sido una anécdota divertida y con el tiempo recordarás como quiso ligar contigo un loco. Pero cuando te he visto he reconocido a la mujer que veo en mis sueños desde hace meses. No es que sueñe contigo, es que en mis sueños yo soy tú. ¿Crees en la reencarnación? ¿Crees que si te has dejado algo pendiente en tu vida puedes volver de nuevo para arreglarlo? Pues yo desde que te he visto esta noche tengo claro que es así.

La expresión en la cara de Emilia cambió de golpe, ambos sabían de qué estaban hablando. No hicieron falta más palabras.

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