Me desperté aturdida. Tenía un tremendo dolor de cabeza y el agotamiento era extremo. Aunque no tuviera esas sujeciones en las manos y los pies anclándome a la cama, la debilidad me impediría moverme. Además de la vía en mi muñeca derecha, un pie de suero sostenía una bolsa de alimentación parenteral que entraba en mi cuerpo siguiendo una estricta secuencia temporal. De nada me había servido negarme a comer una y otra vez. Ahora la alimentación intravenosa aportaba los nutrientes esenciales y la energía necesaria para mantener mis funciones vitales en el nivel adecuado para el objetivo marcado: conservar mi cuerpo vivo y activo para seguir generando el bien más preciado en estos años oscuros. He perdido la noción del tiempo. No logro saber cuántos días, semanas o meses han pasado desde que mi médico me invitara a cenar en su casa. Sí recuerdo que era un maravilloso sábado de mayo, dos meses después de que terminase el séptimo confinamiento por pandemia viral COVID52.

   Ingresé en el hospital BQMadrid con una neumonía bilateral que me producía fiebre y disnea. La situación se complicó hasta tal punto que dos días después el doctor consideró conveniente mi paso a la unidad de cuidados intensivos. Me dijo que prefería hacer un seguimiento más exhaustivo de todas mis constantes, no quería dejar ningún cabo suelto. Su entrega fue absoluta. Incluso algunas enfermeras, con el paso de los días, bromeaban sobre esa atención y, del mismo modo, con sutileza, una me advirtió de sus imprevisibles cambios de actitud.

   Pude sostener aquel aislamiento, aquel sufrimiento con plena consciencia gracias, entre otras cosas, a la exquisita atención del doctor Gomic, que en no pocas ocasiones me confundía. Desde el primer día me dijo que era una persona joven y que esto sería un mal sueño dentro de unos años, que todo iba a salir bien, que era una mujer con mucha fortaleza.

    Hasta que la vida no te pone en un trance que te lleva al límite, hasta que no masticas esa fragilidad y ese desamparo, no eres consciente de lo necesarios que son los otros. Comprendí más aún los incansables aplausos de la gente en los balcones durante meses, comprendí el término héroes asignado a los sanitarios por su épica labor para proteger la vida ajena, incluso poniendo en riesgo la suya. Cuando sales del hospital y puedes volver a retomar tu vida, es decir, puedes respirar con normalidad, andar sin ayuda y tener una aceptable autonomía tu admiración hacia los cuidadores es reverencial. Esa reverencia se convirtió en idolatría hacia mi médico.

   El doctor quería seguir mi evolución de cerca. Me citaba en la consulta todas las semanas. Eres perfecta, me decía. Comenzó a llamarme a casa, solo para saber cómo me encontraba. A partir de ahí fue sencillo pasar a hablar de nuestra vida cotidiana, de nuestros gustos, de nuestros proyectos. Su interés, la cadencia de su voz, incluso con ese matiz de afeminado seseo, su contenida seducción y mi profunda admiración me llevaron a pensar en él como hombre. El acercamiento físico empezó de una manera discreta: nos besábamos en el cine, en el coche al recogerme y dejarme en casa… Fue en uno de esos momentos cuando utilizó ese término, que se repetía en todos los ámbitos y medios desde el confinamiento III y que yo, como muchas de las personas que habíamos ido superando las distintas crisis, no soportaba. Me dijo que le gustaba la idea de estar besando a una mujer de la casta, de la casta de los inmunes. Sin ánimo de enfriar el momento y con todo mi tacto le comenté que ese concepto era mezquino solo por comparación con las otras personas que sufrían; pero ese empeño en que me sintiera cuidada y supiera que su interés por mí era sincero me llevó a una absoluta confianza y entrega.

   Me propuse estar perfecta para este refinado hombre cuando me invitó a cenar en su casa por primera vez. Me impresionó la dimensión de su chalé a las afueras. Minimalista, con enormes cristaleras, con una decoración básica en blanco y pocos tonos de color para el contraste. Perfecta, pero con escasa personalidad y básicamente fría. Esa noche él también estaba tenso, se apartaba con leves movimientos de cabeza un rebelde mechón de cabello que se acercaba insistente a sus ojos. Me contó que estaba divorciado desde hacía años, que se había centrado en el trabajo para superar ese trance y que yo había sido la única mujer que había conseguido ilusionarlo. La admiración, la atracción y aquella copa amarga es lo último que recuerdo antes de despertarme en este aséptico sótano medicalizado.

   Entró con su habitual sigilo, pero me desconcertó verlo sin la bata blanca. Siempre fue meticuloso con las medidas de higiene y esterilización. Analizó las constantes y vio que mi tensión arterial estaba excesivamente baja. Hay que poner una solución salina para levantar esa tensión y ese ánimo, acerté a oír. Sin apenas mirarme ajustó el goteo y se entretuvo un tiempo colocando en el carro todo lo necesario para el ritual.

   Estaba distinto, como satisfecho, más cercano, y me atreví a repetir las preguntas de siempre sabiendo el castigo atroz al que me exponía. Su metódico sadismo lo sufrí desde mis primeros requerimientos, mis primeros intentos de zafarme de las ataduras, cuando decidí dejarme morir de inanición. Casi lo consigo, no solo por el ayuno, sino por su rabia.

   ¿Hasta cuándo? ¿Por qué no me contestas malnacido? Ojalá te mueras como un perro solo por la mitad de lo que me estás haciendo. Esperaba su respuesta certera en mi cuerpo inerme, pero no, esta vez se volvió a mirarme directamente a los ojos por primera vez y me respondió con total desafección que como un perro me iba a morir yo y, además, hoy.

   El terror y el alivio se mezclaron con las lágrimas que resbalaron por mis demacradas mejillas. Así iba a ser. Hoy se terminaría todo sin saber por qué había empezado, sin saber por qué yo. Cogió una silla y se acercó a mi cama. En ese momento mi corazón aceleró tanto su frecuencia que saltó el pitido del monitor de cardio. Mi miedo tenía sonido. A duras penas conseguí mantener la atención cuando empezó su discurso. Hizo hincapié en su pasión por la filosofía, por la historia del pensamiento. Me miró en ese momento con cierta condescendencia y me dijo que era posible que yo no entendiera esa inclinación en un hombre de ciencias. Hay personas que piensan por los demás y llegan a creer que sus conclusiones son exactamente las de aquellos. Echó el cuerpo hacia atrás y, con cierta afectación en sus gestos, me contó que después de mucha reflexión había llegado a varias certeras conclusiones: en la vida hay que esforzarse por hacer algo que sea digno de permanecer. El objetivo es ensanchar nuestra existencia hacia un ideal que perdure, que trascienda. Para llegar a ese nivel es forzoso modelar un estilo que solo puede ser sublime, elevado, excelso. El hombre es la flor más exquisita de la naturaleza, sin embargo, a la vez, esta nos pisotea, lo hace con la enfermedad y la muerte. Se cambió de postura y acercando su cara a un aliento de la mía me escupió que él no lo podía consentir antes de lo que consideraba justo.

   Supe también que nunca se divorció y que tenía cuatro hijos. Los consideraba su obra maestra, pero en su devenir genético algo había mermado su sistema inmunológico. Había conseguido aislarlos hasta ahora, pero el COVID52 no podrían superarlo sin el plasma de los inmunes. Sí, de la casta de los inmunes.

    El hecho de preguntarle por qué yo le hizo aflorar un gesto de indulgencia hacia mi candidez. Intentó explicarme, como cuando lo hace un profesor a sus entusiastas y crédulos alumnos, que el sistema realiza desde el principio una clara selección en las pandemias: se prioriza a los jóvenes frente a los mayores, a los que tienen menos patologías frente a los que más y a los que por porcentaje se sabe que tienen escasas posibilidades de conseguirlo. Básicamente porque no es rentable el intento, los desechan con cuidados paliativos. Ante esta discriminación tan sanitaria, me dijo, se había creado con los años un selecto grupo de personas, con una impecable organización clandestina, que consideraba que había existencias que debían perdurar más allá de los márgenes arraigados en ese arcaico concepto de selección. Me puso el ejemplo, según él, sencillo, para que lo entendiera, del brillante Stephen Hawking comparándolo con una mediocre chica de barrio con ajustada preparación. Para ellos la casta no eran las personas más sanas, sino aquella que tenían una existencia trascendente donde la ciencia, la cultura y el pensamiento buscaban la excelencia. Este selecto grupo quería mantener a toda costa ese innovado orden social y dejarlo establecido. Era consciente, y así me lo dijo, de la injusticia en ese descarte, como en muchos otros, como lo es la pobreza, pero precisamente ese es el mejor nicho para las transfusiones que generan el plasma más efectivo y de más difícil rastreo. Los inmunes pobres, como yo. En ese momento se levantó de la silla y, mientras preparaba lo que llamó mi mejor acto de sacrifico para la humanidad del futuro, me quiso tranquilizar, como si su suerte me importara, recalcando que ellos son personas de ejemplaridad pública bien reconocida, intachables en su comportamiento, en su aporte a la sociedad, ricos y con un sólido prestigio. Huyen de la adulación pública. Sus relaciones de amistad son endogámicas y se aíslan de la gente por mor de su indispensable privacidad. Estaba a salvo.

   Arrastró hacia mí el carro de transfusiones y me dijo que iba a ser indulgente. Me reconoció que en algún momento le resultó atractiva mi vida sensitiva, el muy cabrón, que le hice reflexionar por un breve instante sobre el procedimiento y su ética, pero los lazos de sangre son de una férrea firmeza y más cuando está en juego la subsistencia de tu progenie. Seguía hablando, pero cada vez notaba más lejana aquella voz que en un tiempo me hizo confiar. Me sentí muy débil, un vértigo hacía girar el espacio, dejé de notar mi cuerpo. Ya solo quería que todo terminase.

Marian González Vega

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