La recolectora de patatas

La recolectora de patatas

Carmen Rodríguez

04/07/2020

La recolectora de patatas

La granja tenía pocas hectáreas, dos casas , un corral para los caballos y un gallinero despoblado de gallinas; cada cuanto bajaba un zorro del monte y se las iba comiendo una a una, hasta que sólo quedaron plumas en los nidos.

A mi tío lo llamaban el mudo,  porque no hablaba nunca; para asentir movía la cabeza de arriba abajo acompañando el movimiento de un silbido agudo y cuando quería decir no emitía un sonido abrupto y seco. Tenía una moto.

Yo le veía desde la puerta de la casa de mis padres cada tarde,  subiendo la interminable cuesta para salir de la granja después del trabajo.

Los dias pasaban, no me quejaba y hacía con entusismo todos los trabajos que me encomendaba mi madre. Ella tomaba medicación todo el tiempo y se pasaba el día en su cuarto.  Nunca cerraba la puerta del todo y yo la miraba sin que ella me viera, siempre en camisón :

– Traéme un vaso de agua, las pastillas… las amarillas, las rojas …

Eran de todos los colores . A su voz, bajaba y subía las escaleras con las pastillas en mi mano para dárselas , el vaso de agua y así como diez veces al día o tantas más .

Su cama era muy alta. Recuerdo las sábanas blancas caídas, mi madre recostada entre los cojines de plumas, su mirada puesta en ninguna parte:

– Niña deja de mirarme y pon el algua en la mesilla .

Las pastillas, muchas veces, yo misma se las ponía en la boca, después le ayudaba con el vaso cogiendo sus manos con la suavidad  de una niña asustada. Sus manos temblaban,  las mías también; a veces se caían algunas pastillas  sobre la cama y sin que ella se diera cuenta yo me las tomaba como caramelos.  Muchos días dormía sin saber por qué tantas horas como lo hacía mi madre.

Recuerdo que al final del día la palma de mi mano estaba  tatuada por los colores de las pastillas de mi madre y parecía que había conseguido atrapar un trozo de arco iris.  Yo lo miraba y casi nunca quería lavarme las manos, era afortunada , tenía algo extraordinario que solo yo sabía,  mi mano tatuada. Aún hoy,  hay días en los que me parece tener esa paleta de colores entre mis dedos. 

Teníamos dos perros: Tom y Tom. Mi padre les puso el mismo nombre, asi que cuando yo llamaba a Tom venían los dos perros;  no eran gemelos ni de pura raza, ni siquiera hermanos, una vez llegaron a casa cuando yo era muy pequeña y se quedaron. Eran escuálidos , Tom con pelo corto y marrón  y Tom negro y de pestañas muy cortas. En invierno dormían conmigo y yo me calentaba entre los dos . Muchas noches cuando temblaba y el frio entraba por todas las rendijas de mi habitación, llamaba a Tom, y Tom y Tom venían; de un salto se metían en mi cama y así amanecíamos los tres en un amasijo de patas , cabezas, pelos, y mantas.

Todos los trastos y animales que había en la granja los traía mi padre sin decir de donde y allí se quedaban. Caballos, muebles rotos, cabras, aperos de labranza, puertas viejas, cubos , sacos . Una vez llegó a traer doscientos pares de botas de montar de todos los números y allí estaban por todos los lados, desparejadas; en el gallinero, en el charco, junto al pozo, junto a la puerta de la casa, en los porches, detrás de las cuadras, alguna colgada de un arbol,otras entre los magnolios de la entrada a la granja.

Un día hice un dibujo de mi casa y le puse granja de las botas. Mi padre me dió un bofetón y ya nunca más dibujé nada.

La Granja se encontraba a unos cuantos kilómetros del pueblo y a mi bicicleta siempre le faltó una rueda ; mi padre me la trajo cuando cumplí ocho años con la promesa de arreglármela, pero permaneció allí junto a las botas durante todos los años de mi infancia . Muchos días yo la cambiaba de sitio simulando montarla , pero era una bicicleta que solo me hacía cojear a cada paso, con lo que pronto la dejaba en un sitio o en otro , junto a las botas de la granja.
La tierra era muy fértil, pero mi tio solo sembraba patatas. Yo cortaba patatas bajo el
porche durante muchos días y mi tío gruñía y gruñía. Yo sabía que me decía así no,
así no, todo el tiempo. Luego me empujaba del banco y se ponía él a cortar, mientras yo le miraba desde el suelo, y le escuchaba silbar, sin mirarme, sudoroso y apestando .  Así permanecía inmóvil durante muchas horas , hasta que se levantaba y se iba a plantar
los trozos de patatas.
Recuerdo un año en el que la cosecha fue interminable. Hacía calor y Tom y Tom venían conmigo desde la mañana hasta el anochecer; yo metía las patatas en los
sacos todo el día, pero aquel año casi todos los sacos de patatas se quedaron allí 
mismo en mitad del campo. Muchas se quedaron fuera de la tierra, abandonadas al sol, pudriéndose, como las que contenían los sacos.
Aquella mañana me despertó el silbido de mi tío; corrí hasta el rellano de la
habitación de mi madre, la puerta como siempre estaba
entreabierta; el mudo estaba allí, silbaba todo el tiempo y yo me tapé los oidos; cerré los ojos tanto como pude, pero aún así el sonido rítmico de la cama de mi madre en movimiento de aquel día, me golpea como un martillo en la memoria, todavía hoy. 
Al poco tiempo todo quedó en silencio, miré por el espacio de la puerta del cuarto de mi madre y sólo puede ver su brazo caido rozando el suelo. No me llamó nunca
más. 

Salí de la casa tan rápido como pude, vi las botas de mi tío colgando del árbol del porche con sus pies dentro, su cuerpo inerte se balanceaba mecido por el viento que  silbaba  entre las ramas. No quise mirar más;
corrí cuanto pude por la pendiente que llevaba al pueblo. Nunca volví a la granja. Los perros no me siguieron.

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