ESTO NO ES PARA TOMÁRSELO EN SERIO

ESTO NO ES PARA TOMÁRSELO EN SERIO

Adiós, Azucena, y buena suerte con el pequeño, le dicen cuando sale de la Maternidad.

Anoche nevó y aunque hoy el cielo aparece sin una nube, las placas de hielo resplandecen bajo el sol. Por eso Azucena camina muy despacio.

Lleva a su niño muy apretado contra ella. No sabe si el niño estará bastante abrigado. Le hubiera gustado comprarle una ropa bonita, de colores alegres, pero ha de conformarse con la que le han dado, ropa usada.

Cerca está la parada del autobús que la llevará al barrio de chabolas en el que vive. Afortunadamente hay uno parado y puede subirse a él. Todo el camino va mirando a su pequeño y diciéndole las cosas más tiernas que se le ocurren. Le parece mentira que aquella pizca de carne sonrosada haya salido de ella y que ahora esté durmiendo en su regazo. Tan extasiada está mirando al niño, que no se da cuenta de que ya ha llegado a su parada.

Se baja y se interna por una calle sin pavimento ni aceras, puro barro. A un lado, hay una piedra grande, sobre la que da el sol. De pronto deja al niño sobre la piedra, ella se quita el abrigo y envuelve al niño con él. Cómo no lo ha pensado antes, se reprocha a sí misma. Sigue con el niño en brazos hasta llegar al grupo de chabolas donde vive. Ahora, sin el abrigo, siente mucho más frío.

Arrebujadas en lo que pueden, algunas vecinas están sentadas al sol fumando o dormitando, quién sabe. Dos de ellas se acercan y acompañan a la madre. Entran en la casa y una le coge al niño y lo deja sobre la mesa de la cocina, mientras pone a calentar agua en la hornilla. Seguramente que encontrará alguna cosa para preparar un plato de sopa caliente, fideos y Avecrem, quizás.

La otra vecina acompaña a Azucena y las dos entran en el dormitorio. La ayuda a meterse en la cama, pero nota que algo no va bien. Lo comprueba poniéndole una mano en la frente, que está ardiendo. Sale de la habitación y dice en voz alta, dirigiéndose a la que se ha quedado en la cocina:

  • – Habrá que llamar al médico.

La vecina no responde. Tiene los ojos abiertos, con las dos manos se cubre la boca y mira la mesa.

  • – ¿Qué pasa?, pregunta la otra.

Se acerca al niño, le toca la cara y le da un cachete, el niño no reacciona. Pone su oreja sobre el pecho del pequeño. Y al final levanta la cabeza y dice:

-Sí, habrá que llamar al médico.

Pero como ya sabemos, esto no hay que tomárselo en serio.

Primero, Azucena no se llama así, qué va. A ella le gusta que la llamen Jane o Pat, algún nombre en inglés. Cuando supo que estaba embarazada después de un verano loco en la playa, se dio cuenta, por fin, de que tantas faltas no se debían a un desajuste hormonal, como había supuesto. Y no tenía ni idea de quién era el responsable del embarazo. Como tardó tanto en salir de su error, cuando quiso darse cuenta el niño casi había nacido. La certeza del embarazo no le había hecho ni pizca de gracia. Pues vaya, exclamó y esperó el nacimiento sin ilusión pero, también es verdad, sin demasiado disgusto.

Prosigamos. Cuando se subió al autobús con el niño en brazos, alguien le cedió el asiento, lo que a ella le pareció un honor. Qué bien, y eso es solo porque llevo un niño en brazos. Casi le pareció un chollo eso de ser madre.

Al llegar a su parada, no fue directamente a su casa, antes se detuvo en una tasca que conocía y en donde le fiaban a veces. Enseguida se dio cuenta de que tomarse algo llevando un niño encima era bastante incómodo, así que juntó un par de sillas pringosas y colocó al niño entre las dos. Soy una madre inexperta, sí, pero responsable, se dijo.

Allí se bebió unos copazos de coñac. Es que hace mucho frío, le dijo a Manolo, el de la tasca.

Cuando por fin llegó a su barrio, le pareció que la calle zigzagueaba un poco. No se dirigió a su chabola directamente. Les dijo a las que estaban calentándose al sol que iba a pillar, porque llevaba casi una semana sin probar nada y que si podían quedarse con el niño. Del montón de carne, salió un murmullo ininteligible, que ella interpretó como de asentimiento a su pregunta, así que les dejó al pequeño, dio media vuelta y desanduvo el camino hasta la tasca de Manolo, otro coñac, por favor. Se lo tomó y haciendo ya eses claramente, se alejó contenta al sentirse libre de nuevo.

Ah, ahora que conocemos la vida desenfrenada de la madre, las cosas nos encajan mejor: la ropa usada del niño es regalada. Si la madre hubiera sido una persona de bien, habría tenido dinero para comprar una ropa monísima. Tampoco viviría en un barrio con gente tan desarrapada, ni bebería tanto coñac, ni tendría que ir a pillar, ni abandonaría al niño…

Quizás esas suposiciones sean ciertas pero la verdad es que Azucena, Jane o Pat, se llama, en realidad, Loli.

A Loli le encantaría ser madre y aunque sus sucesivos emparejamientos le han hecho creer que lo conseguiría, esto nunca se ha producido.

Loli tiene 53 años y una enfermedad mental.

Al menos una vez al año se presenta en la Maternidad, siempre la misma, y dice a las enfermeras que viene a parir.

Al principio, la echaban de allí o llamaban al Samur para que se la llevaran, pero después de unas cuantas visitas optaron por seguirle la corriente, y ahora la meten en una habitación cualquiera, le dicen que ya está a punto de nacer el niño y luego le dan una toalla enrollada con un gorro de recién nacido en un extremo. Después la felicitan y le dicen que ha pesado esto y que ha medido aquello y que el niño está muy sano. Finalmente se despiden de ella “hasta el nuevo parto”.

Loli es muy feliz.

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