La muerte es parte de la vida

La muerte es parte de la vida

Patry Díaz

03/07/2020

La sentó con sumo cuidado en la piedra elegida especialmente para ella. Él se acomodó justo detrás, lo suficientemente cerca para poder abrazarla manteniéndola erguida. Como era la última, ya tenía muy bien perfeccionada la técnica y la forma de acompañarla hasta el final. Desde ahí podía alcanzar sus pies, más precisamente sus dedos gordos, donde le inyectaría la solución, la cual la iría anestesiando poco a poco y parte por parte, desde los pies hasta alcanzar todo su cuerpo. Así, ella fue sintiendo un placentero cosquilleo que iba trepando ascendiendo por su interior. Él le iba preguntando con mucha dulzura cómo se iba sintiendo y cuáles eran las partes que iba dejando de sentir. Cuando ella le indicó que el cosquilleo le había llegado a la cintura él empezó a cortar. Hizo una precisa escisión en su costado izquierdo. Así ella podía ser capaz de verse desangrar sin dolor hasta desfallecer.

Existen en la tierra y en el cielo, pulsos deshonestos de origen incierto que desorientan a crédulos e incrédulos por igual. Y así fue cómo los dioses le trajeron al mundo, en forma de hombre y cómo fue obligado por su naturaleza y las circunstancias del momento a actuar como tal. Su fuero interno le desveló, desde muy temprana edad dos máximas, la primera le gritaba al oído que era mujer y la segunda, más terrena, le revelaba que estaba atrapada en un cuerpo ajeno, extraño, con el cual, debido a las vicisitudes de su época, debía convivir, anulando sus más íntimas sensaciones y de este modo,seguir con lo establecido.

Se casó, con la mujer que sus padres eligieron para él. Lo aceptó, como hace el preso en su celda, por miedo a las amonestaciones. Lo hizo según había de hacerse, con amor, respeto e incluso dándole un placer a las noches que él no podía disfrutar. Nunca supo si fue su necesidad se ser mujer o si fue la biología, la que le volvió incapaz de procrear o si más bien, fue un guiño del destino.

Su necesidad de expresarse como mujer, sus ansias de serlo, le llevó a venerarlas, empezando por la suya propia. La amaba platónicamente y ella, por su educación, aceptaba todo lo que viniera de él, incluso su rechazo.

Vivían en el norte de California, tenían un terreno en las montañas, sin vecinos a la vista. Eran felices así, alejados del ruido, de la gente. Cultivaban el campo, lo que les permitían no necesitar acudir a la civilización, solo en casos extremos. Se hicieron expertos en las plantas y sus usos y como sucede en las cimas de las montañas, en que todo rumor hace eco, así eran llamados en ocasiones a ir a curar a personas en los alrededores. Solo hubo una paciente que se le resistió, que aún recibiendo todos los cuidados no puedo salvar, fue su mujer.

Lloró y lloró con su cadáver entre sus brazos, no quería dejarla ir, no podía soportar ni siquiera la concepción de esa idea. Ella era su ideal, lo que le permitía seguir viviendo para llegar a poder copiarla, a llegar a ser como ella, la mujer sin adjetivos, la mujer. Mientras la abrazaba, una idea fantástica se acomodó en su mente para no irse nunca más. Quería hacerla eterna, como mujer suprema, como identidad, como la senda del camino que él debía sin duda seguir. Así, se separó de ella solo unos instantes para recoger los apuntes sobre culturas lejanas que había estado recogiendo a lo largo de todos estos años. Se basó especialmente, en este caso en las prácticas egipcias de embalsamiento de muertos. Los siguió al pie de la letra, no podía fallar, no había podido preparar su cuerpo antes, la muerte de su mujer le había pillado por sorpresa. No sabía a ciencia cierta si el método podía funcionar, había que intentarlo a toda costa, no se podía permitir perderla.

Así que le hizo una incisión en su lado izquierdo, justo debajo de su costilla flotante. Se empezó a desangrar lentamente, ya que no estaba viva. Él, cuidadosamente, había preparado un barreño que contuviera lo más posible de sus excreciones, con los que después se daría un baño depurativo. Sacó uno a uno sus órganos y preparó un batido con ellos para regar las plantas y para decorar los exteriores de su casa blanca. Después le aplicó natrón, para deshidratarla y cuando se secó, con amor, la fue cubriendo con gasas impregnadas de la misma sustancia hasta cubrirla por entero y así, poder conservarla. Cuando hubo estado dispuesta, le devolvió su cabello, la maquiló como recordaba que ella hacía y le puso sus mejores joyas.

Se sintió feliz observándola, para él, más viva que nunca durante un tiempo, hasta que se cercioró de que ese era solo el principio de su gran obra. Esa noche tuvo una revelación en sueños, debía hacer un panteón de mujeres, momificadas, perfectas como lo eran por naturaleza y él solo se convertiría en una de ellas, cuando cerrara la operación. Para ello, necesitaría 6 mujeres más, que sumándose a él y su mujer, formarían el número mágico, ocho mujeres juntas, reunidas hasta el final de los tiempos que provocarían el germen del nacimiento de una nueva existencia.

Ahora que necesitaba buscar a las mejores mujeres para su panteón, pensó que sus dotes de curandero le podrían ayudar. Con los años, se había convertido en un gran curandero, o en sus propias palabras, una auténtica bruja. Así fue como empezó a asistir a todas las ferias del ganado y a las celebraciones de los fines de las cosechas ofreciendo su ayuda.

Al principio no se cercioró de lo acertado de su nuevo negocio, a la par que le daba la oportunidad de conseguir el dinero necesario le otorgaba bienes mucho más preciados. Él ya sabía que las mujeres eran más perfectas por naturaleza, por eso vivían más que sus maridos. Este hecho se reflejaba en las cifras tan altas de viudas que moraban en todos esos pueblos. Lo que no había podido calcular ni por asomo era que ofreciendo sus servicios, en cada pueblo, llegaba a conocer tanto a las personas del lugar, que normalmente eran de muy avanzada edad, como a sus rumores. Así que durante cada feria, llegaba a conocer todos los secretos sobre cada pueblo y así podía elegir a la mejor de cada casa.

Solía elegir señoras excepcionales que estaban enfermas, bastante solas a las que les quedaba muy poco tiempo de vida en esta tierra. Él solo les daba una oportunidad para que fueran eternas para que su sabiduría no se perdiera. Normalmente las elegía con solo mirarlas y nunca se equivocaba. Las sedaba antes del final de la feria y las llevaba escondidas en su carro, que como estaba lleno de plantas olorosas, tapaban cualquier efecto de olores humanos.

Fue, fiesta tras fiesta, pueblo tras pueblo hasta conseguir la colección perfecta para su círculo infinito que poco a poco se iba cerrando.

Deseaba que la sangre de esta última mujer no cesara de manar. Hacía mucho tiempo que ansiaba la llegada de este momento, en el la última mujer ocupara su lugar en el panteón. Sin embargo, un sentimiento triste se apoderaba de él y crecía cuanto más se iba apagando los latidos de la mujer, la tristeza del que sabe que ha llegado al final del camino.

El último debía ser él y, de este modo, por fin dejaría de serlo. Esta última misión fue la más compleja, le obligó a escavar en su conocimiento. Hasta que lo halló. Descubrió cómo unos monjes budistas, ascetas como él, habían depurado la técnica auto momificación. En sus comienzos torpes de de ensayo y error, muchos no lo consiguieron.

El proceso era complejo y ambiguo, primero debía pasarse mil días absteniéndose de granos y cereales y alimentándose solo de frutas, meditando y prestando servicio a su comunidad, debía satisfacer el requisito del sufrimiento para poder comenzar su propio proceso. Después durante 2000 días, solo podía comer semillas inaugurando con ello su proceso de deshidratación. Durante ese periodo de tiempo su cuerpo interior iría desapareciendo por inanición, o más precisamente por hambre y desidratación.

Solo había un último requisito que él por sí mismo no podía realizar. El último paso de proceso requería que el monje se metiera en una caja estrecha en posición del loto, con una única salida en la que debía de haber un conducto para respirar.

No se lo podía permitir, la magia, la belleza y la consecución de su proyecto exigían el círculo perfecto en el que todas y cada una de las mujeres participantes se mirarían entre todas. Él no podía tolerar no ser visto en el círculo.

No pegó ojo en toda la noche y los pocos momentos en los que sintió el abrazo de Morfeo, en seguida se despertaba sobresaltado con alguna duda y corría a mirar de nuevo sus apuntes. Temía olvidar algún detalle. El día siguiente todo debía ser simplemente perfecto.

Se arriesgó, aunque estaba completamente seguro de que iba a funcionar. No solo iba a rendirle a su mujer su merecido homenaje, lo iba a hacer en nombre de todas las mujeres del mundo, y como premio, ellas le darían por fin el derecho de ser lo que más quería, de ser lo único que siempre había sido, una mujer.

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