-Lo primero es estar tranquilo. Coges aire y lo tiras. Ahora, la escopeta. Con respeto y sin miedo.

No metas el dedo en el gatillo hasta que no la coloques bien.

Apoyala el final en tu hombro, sostenla con el brazo izquierdo. Siente el peso. Eso.

Cierra el ojo izquierdo. Baja la cabeza un poco más. Apunta al ciprés.

Con el tiempo y la práctica, uno sabe desde qué ángulo puede acertar a la primera, para que la presa no sufra. Apuntas. Y disparas.

***

Mi abuelo Amado, encontró a su mejor amigo, Pascual, tirado en el suelo de la cocina.

Se disparó en la frente con una escopeta.

Empezaba la Semana Santa en Valencia y mis padres esperaban en casa a que yo llegara del colegio para salir cuanto antes hacia el pueblo y no encontrarnos con aquellas familias desesperadas por salir de la ciudad que nada tenían que ver con nosotros, según mi padre.

Con el tiempo yo había desarrollado el arte del espionaje, me gustaba sorprender a mi familia en las situaciones más incómodas.

Aquel día entré en casa, cerré la puerta acompañándola suavemente con la mano para amortiguar el ruido de la cerradura. Me descalcé sin ayuda de las manos y apoyada en los talones, (si vas de puntillas los huesos de los dedos pueden crujir y delatarte) y avancé hacia el salón siguiendo las voces.

-El abuelo dice que lo que le quedaba de cara, estaba negro de la pólvora.

El cling cling del llavero de la mochila, me delató, un error de aprendiz.

La voz grave de mi madre que acaba de hacer aquel inquietante comentario pasó a replegarse sobre sus cuerdas vocales como si fueran aporreadas por los dedos de un labrador contrabajista.

– Uuy. Hola hija, no te habíamos oído ¿qué, tienes ganas de ver a tu amiga del pueblo?

Un tono agudo y tenso que se esfuerza por sonar creíble.

La voz de mentir de mi madre

***

En mi familia, no comunican las malas noticias hasta que no han pasado. Con el tiempo te llega un mensaje manoseado y casi ilegible.

Según ellos, es una forma de ahorrarse un sufrimiento innecesario (nunca entendí el concepto de ahorro en los sentimientos). Tampoco lograron responderme jamás quién se ahorra el sufrimiento; si el que no cuenta o el que no recibe el comunicado.

Bajo este amparo, se permite no sólo ocultar, sino mentir a lo largo y ancho del tiempo.

Tanto como decida el anfitrión de la ficción. Incluso, con los años, esas mentiras quedan establecidas como verdades a fuerza de repetición y consenso de patadas bajo la mesa.

Camino al pueblo, había un tramo del puerto de montaña con pendientes muy pronunciadas en el que me mareaba muchísimo. Me derramaba sobre el asiento trasero con la cara pegada a la tapicería agujereada del aquel Seat, recalentado ya, por las horas de viaje. La cinta de Jose Luis Perales ( La Espera) que sonaba por segunda vez, hacía que mi mareo fuera todavía más pesado, me sentía como en el agua de la laguna.

Mi abuelo y su amigo Pascual, en verano, me llevaban a la laguna de Gallocanta, un pueblo a pocos kilómetros del nuestro. Ellos jamás se bañaron. En realidad nadie podía, al ser reserva natural, pero, Pascual había sido guarda forestal y consideraba aquello parte de su patrimonio personal.

El humedal desprendía un olor fétido, era parte de su encanto.

Buscábamos una localización resguardada entre los juncos y las cañabravas. Desplegábamos una mesita y dos sillas en las que se acomodaban los dos aguiluchos de pelo blanco.

Poniamos el botín a la vista: lomo embuchado, queso de oveja y un pan trenzado. El botijo a la sombra.

Yo me sumergía en aquel cenagal viscoso como La Cosa del pantano y ellos veían cambiar la tarde de amarillo a violeta, cortando pequeñas tajadas de embutido con la navaja y hablando con la boca llena.

La laguna escondía su secreto en lo profundo del cieno.

Me decía yo: en lo más profundo.

Intentaba bucear sumergiéndome hasta la parte honda para intentar descubrir qué.

Pero el agua turbia solo me mostraba algas que bailaban para disimular.

La salinidad rebelde me escupía de nuevo a la superficie como a una especie intrusa, obligándome a flotar. Terminaba rindiéndome al cansancio. Boca arriba, mirando el cielo, abría los brazos, estiraba las piernas y moría mirando la luna de día.

Al salir como un jabalí, escarbaba buscando huevos de serpiente o renacuajos hasta que el fango se secaba agrietando mi piel, tirándome de los pelillos.

En el viaje de vuelta a Tornos, Pascual desde el asiento de copiloto, giraba el cuello como un búho, insistía en contarme una y otra vez que en la laguna no había nada, que la cantidad de sal no permitía la vida de peces ni de ninguna especie más allá de las que había visto, anfibios y reptiles. Sé que valoraba mi escepticismo científico porque uno de aquellos días me prometió dejarme sus tobilleras de plomo para ir a lo hondo. Debió olvidarlo porque se mató antes.

***

No ayudé a descargar el coche a mis padres.

No saludé a mi abuela en la cocina.

No hice pis.

Salí disparada en busca de mi abuelo.

Lo encontré fuera de casa.

Hace años, había construido, una bodega a la que se accedía por el corral.

Era su refugio.

Siempre se estaba fresco y la voz cobraba dignidad.

Estaba repleta de botellas de vino de todo el mundo y dos barricas de garnacha de Cariñena.

A mi abuelo, no le gustaba el vino,pero le gustaba que fuera la gente.

Y allí estaba quitando telarañas. Por supuesto, le asusté y después pregunté a quemarropa

¿A quién le quedó la cara negra de pólvora?

No sé si iba a darme una respuesta pero, mi abuela interrumpió para reclamarme un beso y me llevó presa a pelar patatas para la tortilla de la cena.

Cuando vi a mi madre planchando el mismo vestido negro que se había puesto para el entierro de mi vecina Antonia, lo supe.

-¿Quién se ha muerto?

-¿Te acuerdas del amigo del abuelo, Pascual?

¿Que si me acordaba? Pero… ¿qué se había creído esta gente? Mientras ellos estaban en Valencia o viajando por Europa, yo estaba en el pueblo casi 2 meses eso multiplicado por mis años, era tiempo.

Pascual y yo éramos amigos. Habíamos compartido millones de tardes de meriendas y pasodobles. Lluvia de estrellas… Me enseñó cosas importantes de la vida, no como ellos; a silbar como un pastor y a disparar sin escopeta.

– Imposible, habíamos quedado para hacer esquejes de melocotoneros.

– Estaba muy malito, muy cansado.

– Mentira, lo vi en Valencia cuando vino a ver al abuelo hace poco.

– Mañana iremos al cementerio a despedirnos de él.

El cabreo me hizo implosionar sin derramar una lágrima, solo tragué la bola incandescente.

Ya no me hacían falta las tobilleras de plomo para llegar al cieno.

***

Me sentí traicionada por mi abuelo así que al día siguiente, camino al funeral, decidí ir despegada del grupo familiar en señal de protesta.

La ermita estaba repleta de gente, no sé si por la popularidad de Pascual o es que eran vacaciones y no tenían nada mejor que hacer.

Había un zumbido gregoriano molesto. Me escabullí de la misa, ignorando el dedo amenazante de mi abuela y la mirada desaprobadora de la Virgen de Los Olmos.

Fui al cementerio contiguo.

Me dediqué a buscar mi apellido en las lápidas y a distribuir de manera solidaria las flores de los jarrones más llenos.

Las moscardas llegaron al cementerio en procesión cargando el ataúd del difunto, del pobre infeliz, del muerto. Porque todos habían olvidado su nombre, ya nadie le llamaba Pascual.

El olor rancio de las flores muertas y la llamada de la tierra húmeda, me mareó casi tanto como las curvas del puerto de montaña. Empecé a imaginarle dentro de la tumba con la cara negra y en el centro de la frente un cartucho como un rubí incrustado.

Cuando vi que metían la tumba en aquel enjambre blanco de nichos claustrofóbicos, nadé hacia mi abuelo, entre la marea de velos negros:

-No le pueden meter ahí. Tiene que estar afuera. Le gusta estar afuera.

Mi abuelo me miró, y se llevó el índice a los labios prietos.

Me cogió la mano sudada y por primera y última vez en mi vida, le vi derramar lágrimas por sendos ojos, incluído el de cristal.

***

En el corral de casa hicieron una chuletada.

Algunos no habían venido al entierro y allí estaban, comiendo impunemente.

En los grupúsculos de asistentes se comentaba sobre la herencia, sobre una de las hermanas no había aparecido…

Mi abuela ensalzó las virtudes de Pascual. Virtudes de soltero ejemplar, porque sabía coser y siempre que venía a casa le ayudaba a lavar los platos, algo insólito en un hombre.

Cuando las jarras de ponche empezaron a aflojar lenguas, los comentarios se empezaron a carbonizar.

Salí por el garaje y pensé en ir a buscar a mi amiga Mamen, pero vi subidos en la tapia de la era, los casi desconocidos primos lejanos y decidí acercarme.

Para no interrumpir con mi aparición y poder escuchar comentarios sin censurar, caminé con mi técnica de los talones y descansé mi hombro sobre la pared. Ambrosio ya con la sombra de un potencial bigote, hablaba como respondiendo a alguien, me pasó su cigarro (no creo que por parentesco sino para poder gesticular mejor) y fingiendo confianza di varias caladas al Ducados.

– ¡Co! es imposible, tuvo que sentarse sosteniendo la escopeta entre las rodillas (así) y dejar el cañón hacia la frente (así).

Me arrebató el resto del cigarro ante una masa endogámica enmudecida.

Una saliva caliente me inundó la boca, empezando por debajo de la lengua. Para despistar la náusea, me concentré en recordar y repetir en voz alta las palabras de Pascual cuando aciertas a la primero, la presa no sufre. No funcionó. Me rebalsó la boca y vomité sobre mis zapatos.

***

Con los años aquel suicidio se volvió más opaco.

Tuve que rellenar los faltantes y elaborar mi propia historia tal y como había aprendido de mi familia:

Pascual el mejor amigo de mi abuelo que vivía en Tornos (su pueblo de toda la vida y el de mi familia paterna) empezó a tener problemas para tragar. Pensó que tenía algún nódulo en las cuerdas vocales porque la voz se le iba perdiendo. No podía ser nada malo, porque no fumaba.

A Pascual con 66 años 300 y pico kilómetros, se le hacían un mundo. Aceptó por la insistencia de mi abuelo, y fue a un médico en Valencia. Un mediodía fui a comer a casa de mis abuelos, y allí estaba. Fuera de su medio. Llevaba solo una semana pero la ciudad ya le había cubierto de gris.

Quedamos en que nos veíamos en Semana Santa, para hacer unos esquejes.

Volvió al pueblo en autobús y para el viaje se llevó un Atlas nuevo.

Me contó mi abuelo, que algo se barruntó por eso decidió adelantar su viaje antes de Semana Santa y no venir en el coche con nosotros.

Volviendo una tarde del huerto de Pascual, mi abuelo le invitó a casa a hacer una merienda-cena con aquellos tomates y calabacines que habían cogido.

Pascual le dijo que pasaba antes por su casa a ponerse una muda nueva y coger un poco pan.

Vivían exactamente a 420 pasos de un número 37 de pie.

Mi abuelo al ver que se iba el sol y no llegaba, salió a buscarlo.

Pensó que como era tan hablador se habría parado a alcahuetear con alguno por ahí.

En el pueblo las casas se dejan abiertas. Mi abuelo empujó el portón de madera.

Y entró al ver luz:

¿Pero, chico dónde te metes?

Avanzó por el pasillo, sin dejar de quejarse que llevaba más de una hora esperando.

Lo encontró en el suelo, con la escopeta. Flotaba en una balsa de sangre.

Se había disparado en la frente. El pedazo de cara que le quedó, estaba negro de la pólvora.

Se había puesto un traje azul marino, una camisa blanca y unos mocasines recién lustrados.

Dejó en un sobre el diagnóstico: «cáncer de laringe», junto a una carta:

Cuando era guarda forestal en la zona de Sierra de Valdellosa, un corzo quedó atrapado en un alambrado. El animal llevaba días allí. Tenía el cuello envuelto en espino. Respiraba con dificultad y tenía parte del pelaje lleno de sangre seca con moscas.

No había vuelto a coger la escopeta hasta hoy.

La vida debe ser lo contrario al sufrimiento.

He vivido.

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