El miércoles es mi día favorito de la semana. Siempre quedo con María a comer y de paso ponernos al día antes de nuestra clase de escritura creativa. Hemos descubierto una terraza en el barrio de las letras, justo al ladito del taller. El camarero, que ya nos conoce, nos atiende amablemente y en cuanto nos ve aparecer nos sirve nuestra copa de verdejo muy frío. María un poco menos, pero yo soy una histérica con la temperatura del vino, ¡que le vamos a hacer! cada una tiene sus manías. Durante la clase con Gloria, seguimos tomando vino, normalmente tinto. Hemos establecido un turno para que cada miércoles, se encargue uno o mejor dicho una, que somos mujeres la mayoría, de llevar un par de botellas con aperitivo incluido. El listón va subiendo y está cada vez más alto, ya hemos probado varias denominaciones de origen: Ribera, Rioja, Priorato, Extremadura, Bierzo. La encargada del ágape ese día, suele llegar un poco antes que la profe para servir las copas y preparar los platos del aperitivo, y así no interrumpir sus explicaciones. Esto lo hemos convertido en un ritual bien organizado. Tal es nuestra afición por el vino en este grupo, que nos hemos propuesto (previa votación democrática) escribir un libro de relatos sobre el néctar de los dioses.

Continuamos con los vinos postclase en algún bar cercano donde comentamos los mejores relatos o lo más relevante de la semana de cada uno. A menudo hacemos planes súper chulos: catas de libros con vinos, excursiones enológicas, competiciones de cocidos madrileños con puntuación y un largo etcétera según la inspiración y disponibilidad del momento. A las 10 de la noche empieza la retirada, menos Ángel y yo los más trasnochadores, que nos vamos a escuchar música en directo o bien a El Café Central para disfrutar del jazz o a La Fídula. Me encanta el ambiente nocturno de Malasaña, lleno de bohemios, artistas, vividores y tarados que no podían faltar para completar una fauna variopinta en un barrio tan castizo. Para mi es un día redondo amigos, música, baile, letras y vino, podemos cambiar el orden de factores sin que se altere el resultado.

El 11 de marzo no era un miércoles normal. El aire llevaba impregnado un olor distinto, olor a miedo. La información sobre el coronavirus era cada vez más preocupante. En Wuhan llevaban más de dos meses encerrados por la epidemia y hasta ese momento China nos parecía que estaba muy lejos, que hasta aquí no iba a llegar. Pero Italia, que ya no estaba tan lejos, se había convertido en el principal foco de Europa y las noticias de contagios y muertes daban escalofríos. Una sombra negra que nos parecía lejana hasta ahora, se ceñía sobre nosotros. El Gobierno acababa de decretar el cierre de colegios, institutos y universidades. La cosa se estaba poniendo fea, muy fea

En principio no sabíamos si íbamos a tener clase o no, hasta que un correo de Fuentetaja nos sacó de dudas. María, Ángel y yo habíamos quedado para comer juntos  y aunque todo nos parecía un poco exagerado, el ambiente estaba enrarecido, se notaba a la gente nerviosa. Al llegar a casa me saltó un mensaje en el móvil que me dejó helada: Italia cerraba al público las tiendas, restaurante, cines y todos los negocios que no fueran de primera necesidad y confinaba a la población en su casa. Un hecho sin precedentes. Tragué saliva y pensé: “ Los siguientes somos nosotros” Sabía perfectamente lo que eso significaba.

Al día siguiente se decretó en toda España el Estado de Alarma. Un enemigo invisible nos esperaba al acecho, anticipando un tsunami de consecuencias catastróficas. La epidemia se ha convertido en pandemia. El resto de países han ido cayendo como un castillo de naipes, uno tras otro. A partir de ese momento el mundo se convirtió en un lugar de miedo, muerte, tristeza y desolación. El engranaje que hace girar este sistema globalizado y consumista al que pertenecemos, se acababa de gripar. La única consigna es proteger la vida y evitar, al precio que sea, el colapso sanitario.

Los días se han convertido en una constante sucesión de horas, minutos y segundos que se repiten con una parsimonia exasperante. Como un autómata trato de respetar mis rutinas dentro del pequeño universo en el que se ha convertido mi casa: madrugo, hago ejercicio y me pongo a trabajar viendo cómo cae la Bolsa, día sí día también, en función de las cifras de muertos por COVID19.

Llevo más de un mes en este encierro, solo piso la calle para hacer la compra cuando se me acaban las existencias. No tengo claro si me da una pereza horrible o me parece una aventura fascinante. Llueve. En el pequeño trayecto del coche al Hipercor, la lluvia me moja la cara. No cojo el paraguas a propósito. La sensación es tan bonita que se me han saltado las lágrimas. Lágrimas calientes que se mezclan con las gotas de lluvia, fría. Qué lejos quedan aquellos días en los que consideraba que la lluvia era mi peor enemigo porque encrespaba mi pelo peinado de peluquería. Lástima que haya durado tan poco mi felicidad

Los cibervinos son mi gran aliciente, hoy voy a abrir una botella de Syrah, que compré en las bodegas de Hacienda Albae cuando hicimos la comida de hermanos, justo un mes antes de esta locura. Vierto el vino sobre mi copa observando ese color intenso y concentrado, color rubí. Lo agito para que se oxigene y me llega un ligero aroma a vainilla y a roble tostado. Me gusta este tipo de uva porque cuando se abre desprende una explosión de sabores, perfecto para una ciber charla con Lucía. A la tercera copa empezamos a desvariar con los amores, los viajes y esa búsqueda incansable y absurda de un amor a medida. Reímos a carcajadas, que siempre es bien recibido ante tanta desolación. Esta situación me está enseñando muchas cosas. La más importante es que he aprendido a vivir sin expectativas. Mi mayor ilusión es poder salir a la calle y abrazar y besar a mis hermanos, a mis amigos. Solo eso. No quiero nada más

Como cada mañana me despierto temprano para hace deporte antes de desayunar. Hoy es diferente,  después de 54 días en aislamiento, puedo salir a la calle. ¡Por fin! Comienza la desescalada, como se le ha llamado a este extraño proceso en el que estamos inmersos. Me calzo mis deportivas y bajo dando saltitos de alegría los cuatro pisos de mi casa. Qué agradable sensación volver a sentir el frescor de la mañana en mi cara. Me sorprende el paisaje tan distinto que observo a mi paso. No hay niños, ni personas mayores, ni perros. Ese grupo tiene otra franja horaria para salir. Solo gente con ropa deportiva haciendo footing o paseando. Sola o en pareja, la mayoría de la gente va con mascarilla. Me pregunto cuándo me podré volver a pintar los labios. Antes miraba raro a los chinos cuando los veía en el aeropuerto de cualquier país con sus mascarillas puestas. Ahora es una prenda obligatoria en nuestro vestuario.

La gente va en silencio, sorteando cuando alguien se aproxima más de la cuenta para guardar la distancia de seguridad. Las aceras parecen un cortejo fúnebre. No hay ruidos de coches ni de niños. Nos miramos unos a otros con desconfianza, será porque es el primer día y aún no estamos acostumbrados a este paisaje. Camino deprisa, pensando en la tremenda brecha económica que se avecina y en que tengo que comprar naranjas para desayunar que se me han terminado.

Subo a casa y me preparo el desayuno. En esto ha cambiado poco la situación. Antes del confinamiento también me gustaba desayunar en casa y ponerme al corriente de la apertura de los mercados europeos. Ahora, tengo la sensación de estar participando en un juego virtual o mejor dicho en una serie de Netflix. El mundo se ha vuelto un lugar hostil, en guerra. Alentado por las peculiaridades del presidente de los Estados Unidos. La última gran idea de Donald Trump es abrir una investigación contra China para demostrar que el Covid19 ha sido creado por los chinos en un laboratorio para infectar a todo el planeta, sacrificar cuantas vidas sean necesarias y luego hacerse con la economía mundial. Las teorías conspiratorias brotan de todos los colores, cada uno elige la que más se ajusta a su criterio.

Por el contrario, la Bolsa parece estar viviendo una realidad paralela a la economía real, el índice de tecnología está  por encima de antes de este crack 2020. Si no fuera porque lo que estoy viviendo es de verdad, daría un premio al guionista de esta película futurista de terror.

El sol del atardecer se cuela por la ventana y se refleja en mi copa. He abierto una botella de Chardonnay que tenía guardada como oro en paño para una ocasión especial. Pisar la calle después de tantos días de confinamiento, me parece que es algo más que una ocasión especial.

He metido la copa en el congelador antes de tomarlo para que esté exactamente a la temperatura que me gusta. La miro y se me viene a la mente la cata que nos hizo el enólogo autor de este vino, que fue premiado como uno de los mejores chardonnay del mundo: “de color amarillo pálido con destellos verdosos, muy elegante. La entrada en boca es amplia, grasa y persistente, sus aromas varietales expresan piña, frutas exóticas y manzana verde. Su corta estancia en barrica le confiere un ligero fondo tostado y fresco”. Me he arreglado y pintado los labios para disfrutar de este momento, dejar mi huella en el cristal. Como si estuviera en pleno cortejo de seducción.

Qué lejos, no tanto del tiempo si no de mi, quedan aquellos sueños de amor que tanto busqué. Esbozo una mueca parecida a una sonrisa y miro mi copa con deleite, doy otro trago, lo saboreo. Hasta tal punto me llegué a obsesionar con la búsqueda del amor, que cualquier tontoalastres que se me cruzaba y me diera un poco de cariño, me parecía que podía ser el destino llamando a mi puerta. ¡Qué idiota! “jugar por necesidad, perder por obligación” dice el refrán. Tenía tanta necesidad de amar y ser amada que estaba abocada a perder… perder el tiempo, perder la energía, perder.

Paladeo el gusto a piña y el frescor cuando pasa por mi garganta. Definitivamente me encanta este vino. Así me pasó con el último fichaje: Alfonso ¡qué crack! un auténtico embaucador profesional, debió de encontrar en mi a la víctima perfecta de sus argucias. Sigo bebiendo. Recuerdo que solía decir a Lucía: quiero un amor nuevo, a estrenar, un hombre que se vuelva loco por mí. Que se vuelva loco por mí sí, no que estuviera loco ya de antemano. No tengo muy claro si estaba totalmente chiflado o era un mentiroso compulsivo.

Lleno de nuevo mi copa y doy un trago largo, debería picar algo, a este paso voy a coger una buena cogorza. Bueno y qué, la cama la tengo bien cerquita, no tengo que conducir ni nada.

“Yo no soy una muesca más en tu revolver, ese que busca incansablemente el amor. Yo he venido a tu vida a agarrarte con firmeza, a voltearte con la fuerza de un ciclón hasta que pierdas el sentido, para luego posarte en un lecho de rosas con la delicadeza de un atardecer en alta mar y mientras te abrazo con ternura, susurrarte al oído que nuestro amor trasciende cualquier párrafo de tu novela o cualquier oráculo de Dulce María. Que no se acabe la noche, que no se apague tu luz”.

Sigo bebiendo y las lágrimas asoman a mis ojos. Me da por reír. Qué cabrón, la verdad es que escribe de puta madre. Siempre he dicho “cuídate de quien sabe escribir, porque puede enamorarte sin ni siquiera tocarte” ¡Zasca! No quieres caldo, pues toma tres tazas. Aparte de la noche que nos conocimos y me pidió que me casara con él, una noche regada por vino de la Toscana, donde juró llevarme, lo que me embaucó fueron sus palabras, los planes de viajes, los planes de vida. Decía que iba a comprar una casa junto al mar para que yo escribiera, qué cachondo… ¡hombre! yo no es que me lo creyera del todo, pero la verdad es que hubiera molado.

Llevo más de media botella y sin comer nada. Laura debe estar estudiando porque no me llega ningún ruido del estudio, igual está jugando al parchís online con sus compañeros de universidad. Hoy ha tenido un examen. Su nivel de estrés cuando está de exámenes es tremendo, ahora, con el factor confinamiento añadido es exponencial, mejor ni me asomo a la puerta no sea que me de un bufido.

Relleno mi copa de nuevo y doy rienda suelta a mis pensamientos, es lo que me pide el cuerpo, bueno el cuerpo igual me pide otra cosa, pero esto es lo que hay. Definitivamente de todos los hombres de mentira que han pasado por mi vida, Alfonso se lleva el óscar. Un artista. El último mensaje que me mandó diciéndome que se había enamorado de otra, me hizo gracia. ¿se puede ser más mezquino? Soy capaz de perdonar todo, menos la bajeza moral, el daño gratuito. Si al menos hubiera tenido la valentía de decírmelo mirándome a los ojos, pero despacharme con un whatsapp solo lo hace un miserable. Estoy un poco mareada y acordarme de Alfonso me ha puesto triste y enrabietada por ser tan tonta. Mejor me voy a la cama, mañana será otro día, probablemente no muy distinto de este.

Toda España ha pasado a la fase 1, menos Madrid y Barcelona, que estamos en una especie de limbo que se llama 0,5. No sé muy bien en qué consiste el medio punto, pero sigo sin poder sentarme en una terraza con mis amigos. Se está haciendo muy largo. Los nervios empiezan a estar cada vez más crispados. Las Redes Sociales se han convertido en un nido de fanáticos sin criterio tratando de resurgir viejos odios enquistados para desestabilizar a una nación debilitada y en cuarentena. Las fuerzas políticas aprovechan para dividir: “divide y vencerás”, en vez de fomentar la unión y la solidaridad para salir de esta tremenda situación que nos está empobreciendo y no solo a nivel económico. Los políticos son lo peor, qué triste me parece todo. Me preocupa el mapa que nos vamos a encontrar cuando todo esto termine, todas las piezas del puzzle de esta sociedad están descolocadas.

Ha empezado la desescalada y los dentistas ya están operativos, pido cita porque me ha salido un flemón. Llego a la clínica con mi mascarilla y antes de entrar me indican que me limpie los zapatos en una alfombra con lejía que hay en la puerta, huele a quirófano, a asepsia, bueno antes también, pero menos. Me toman la temperatura con una termómetro láser, me hace gracia: 36,7. Jorge, mi dentista, me recibe envuelto en plásticos como en un traje de Ébola. Me pide disculpas por recibirme así, yo le veo igual de guapo que siempre, aunque solo puedo ver sus ojos, me detengo en su mirada. No me importaría tener una aventura con él. ¡ay Dios, estoy fatal. ¿será el confinamiento?

Poco a poco vamos tratando de adaptar nuestras vidas a la nueva normalidad que no sabemos cuánto durará. A pesar de que estamos aún en mayo, el calor ya se ha instalado cómodamente en Madrid. Tengo que sacar la ropa de verano. Me pongo un pantalón ligero y me doy cuenta de que estoy más delgada, he debido perder como 3 o 4 kilos a juzgar por mi ropa, media humanidad metida en casa y cocinado sin parar, cuando salgan tendrán que hacer dieta, A mi como no me interesa nada la cocina salvo para alimentarme, sin proponérmelo, he adelgazado.

 No es agosto, pero lo parece, las calles están vacías. Paso por la puerta de Alcalá, mi querida puerta de Alcalá, testigo de tantas noches y tantos días de mi vida. Me estremezco al verla vestida con un enorme crespón negro en memoria de las vidas sesgadas por la pandemia.

Un vino y un pintalabios, me propone Claudia para el cibervino de esta noche. He elegido un carmín rojo pasión y una botella de Arzuaga: frutos maduros rojos y negros con toques torrefactos, balsámicos y caramelizados. Intenso y complejo. A mi me sabe a regaliz, quizás por eso me gusta especialmente. El regaliz me trae recuerdos de cuando era niña y me iba al kiosko del barrio con mis hermanos a comprar golosinas, siempre pedía regaliz. Me sirvo una copa, la agito para que desprenda todos sus aromas y me transportan a la noche mágica que conocí a Jaime. Yo elegí a propósito este vino. Me embriagué escuchando sus aventuras de espía, su voz, su sonrisa y su mirada hicieron el resto para despertar en mí un sentimiento dormido, anestesiado y enamorarme por completo de él. Claudia, se conecta cuando ya me he tomado una copa. Me recibe sonriendo con los labios pintados de rojo y una copa de Protos, me cuenta con entusiasmo que cree que se ha enamorado. – ¿Qué te has enamorado? ¿En el confinamiento?, Sí, me dice con los ojos llenos de brillo que adivino a través de la pantalla del ordenador y una sonrisa pícara. Y no es eso lo más raro,- aclara – sino que se trata de un chico. Me río a carcajadas y provoco su risa. Me encanta Claudia, su inteligencia, su frescura. El amor en tiempos del coronavirus, le digo. Me explica su proceso de enamoramiento cibernético y me nombra su consejera en asuntos de amor. No salgo de mi asombro. Yo, que he fracasado estrepitosamente. Consejos vendo para mi no tengo, dice el refrán, pero acepto encantada.

Han pasado más de cinco años desde que se consiguió controlar la pandemia. Hubo un rebrote en otoño que llegó a tensar todas las cuerdas, pero que afortunadamente y como ya estábamos preparados, no llegó a colapsar la sanidad. Después vino una época gris, de crispación social, paro, quiebras económicas y cierres de empresas que se tradujo en una recesión mundial, de la que aún estamos tratando de recuperarnos. 

Laura acabó veterinaria, los graduados del Covid19, como se les ha llamado a esta generación y se marchó a Uganda a formarse en la especialización que había elegido: Primatología, comprometida hasta la extenuación con los animales y consciente del devastador daño que sufrieron durante la pandemia. Me rompió el corazón cuando se marchó de saberla tan lejos y en un país con tantos peligros, pero al mismo tiempo me hizo inmensamente feliz por haber encontrado su camino y perseguir sus sueños, a pesar de las dificultades y carencias que supone vivir en una reserva natural.

En cuanto Laura voló, me compré un billete de ida a Lanzarote, busqué una casita junto al mar y aquí sigo. Cada tarde salgo a pasear por la playa y me siento a tomar un vino en el mirador de El Charco para contemplar el atardecer. Suelo pedir algún vino de la tierra: Bermejo, El Grifo, que están elaborados con uva malvasía y tienen la peculiaridad de un sabor distinto, especial, el que le da la tierra volcánica y dorada. Tengo que decir que los vinos blancos de Lanzarote son los mejores del mundo. Esta isla sigue ejerciendo la misma fascinación en mí que los volcanes.

El sol ya empieza a ponerse, siento su tibieza en mi espalda mientras camino descalza por la orilla, adoro este momento de belleza serena. Estoy llegando al chiringuito, Gerardo me saluda amablemente y me pregunta, ¿lo de siempre señorita? Yo le contesto. Sí, lo de siempre pero pon dos copas más, por favor, hoy seremos tres. María y Ángel vienen a pasar unos días conmigo y los estoy esperando aquí, frente al mar, con una copa de vino.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS