Ernesto estaba solo en casa esperando a que empezara el partido. Sentado en la mesa camilla del dormitorio, sostenía su cabeza entre las manos, intentando contener un dolor que cada vez le asaltaba con más frecuencia. Las sienes le martilleaban. Bum, bum. Llevaba puesto una especie de mono, de un azul desvaído, que le quedaba pequeño y hacía resaltar su musculatura, dándole el aspecto de un antiguo levantador de pesas.

Se trajo la mesa del pueblo al morir su padre, y la tenía cubierta con un mantel familiar, anticuado y lleno de enganchones. Su gato, Josemari, parecía escoger los mejores muebles de la casa para afilarse las uñas, así que el viejo mantel era lo de menos. Lo había dejado por imposible.

Sobre la mesa había un ordenador nuevo, y un bote de cristal lleno de colillas apuradas al máximo, los últimos restos de uno de sus vicios, recientemente abandonado. Estaba orgulloso, de vez en cuando lo abría y recibía una bofetada de olor acre que le reafirmaba en su decisión.

Alzó la vista hacia la ventana que estaba delante de la mesa y se concentró en un balcón del edificio de enfrente. El fin de semana anterior, una chica tomaba allí el sol, hasta que acabó por meterse en su casa, visiblemente molesta por las insistentes miradas de Ernesto.

Esta vez no encontró nada que atrajera su atención así que, encendió el ordenador y se puso a navegar por Internet. Gracias papá por haberme querido tanto, leyó en un post que alguien había escrito en Instagram. En la foto vio rostros atractivos y sonrientes, y un amor casi palpable que le hizo sentirse mal.

«Debe ser fácil hacer públicas las cosas que te han ido bien», pensó, y cerró con violencia el ordenador. No podía dejar de darle vueltas. Sentía una tremenda nostalgia por la infancia feliz que no había conocido.

Cuando empezó el partido de fútbol seguía con lo mismo. «Gracias papá por no haberme querido nada». «Qué hijo de …».

Le gustaba ver los partidos con el vecino, pero ese día no estaba. Era su único amigo. No compartían más que esa afición, porque en lo demás eran muy distintos y cada uno estaba sumido en sus propias tinieblas. Pero se hacían compañía.

Abrió una botella de vino, un Ribera, del mejor que tenía. Se llenó una copa, casi hasta el borde, despistado por la jugada que estaba viendo.

—¡Uuuyyy! Rozando, ha pasado rozando.

Seguía mirando el partido, pero no podía dejar de pensar…

— ¡Tira, tira! 

Recordaba la muerte de su padre y casi se alegraba. «Se lo merecía el muy…», pensaba. Y a la vez se sentía fatal. 

Mientras, se servía una copa tras otra.

Cuando llegó la noche había perdido el partido y la tranquilidad.

  

Sus pasos resonaban en las calles vacías. Ni siquiera se había fijado antes en la pequeña tienda, pero un letrero en el escaparate le incitó a entrar. «Si quieres compañía atraviesa la puerta azul». Ernesto la quería, de cualquier tipo, pero, si podía elegir, mejor una chica menor de treinta años, con pechos grandes y labios sensuales.

El lugar estaba en penumbra, lleno de colgantes que tintineaban entre extraños objetos y jaulas. Notó un olor dulzón que le pareció una mezcla de especias y quizá, también, de excrementos secos. Se oían murmullos extraños, y unos grititos intermitentes que no sabía de donde procedían.

El vendedor era oriental y muy alto. Vestía una túnica negra, con bordados, y llevaba el escaso cabello recogido en una cola larga y estrecha. Con voz profunda le dijo:

ꟷPase caballero. ¿Le interesan los seres exóticos?

Se adentró en la tienda. Una cacatúa fosforescente estaba recitando algo incomprensible, aferrada a su percha de madera. Un loro muy grande, que tenía gran parte del cuerpo sin plumas, temblaba en su jaula. Estornudó y la cacatúa le dijo: ¡Cállate! Ernesto, sorprendido, esperó un rato para ver si oía alguna otra cosa, pero permanecieron en silencio. Muy cerca, una ardilla de un azul brillante, estaba dando saltitos, bailando al ritmo de una música que apenas se oía.

Casi en el fondo de la tienda, vio una jaula grande que estaba en el suelo. Tenía dentro varias chozas de paja minúsculas, y en el espacio que dejaban en el centro, un grupo de ratones verdes con los ojillos rojos, parecían reunidos en una asamblea. Uno de ellos estaba subido en una caja de madera, muy pequeña y, erguido sobre sus patas traseras, emitía los grititos que había oído al entrar. Cuando pasó por delante, se detuvo a escuchar, pero todos se giraron hacia él y, hasta que no se alejó un poco, permanecieron inmóviles.

Sobre una mesa de madera brillante, había una jaula pintada de blanco y, cuando vio su contenido, se quedó perplejo. Un hombrecito estaba sentado en un pequeño sofá de cuero, de espaldas a una televisión de plasma acorde con su tamaño. Permanecía atento a lo que sucedía en la tienda y, en ese momento, miraba fijamente a Ernesto.

Éste se acercó para estudiarle con detalle, bastante incómodo ante el descaro con el que le miraba. Era como cualquier persona, solo que mucho más pequeño. El caso era que le resultaba familiar.

ꟷ¿Vas a comprarme o qué? −le dijo.

«Un poco chulito», pensó.

Se dio cuenta, entonces, de que se parecía bastante a su padre cuando era joven, al que salía siempre abrazando a su hermano en las fotos familiares en blanco y negro.

—¿Es legal vender algo así? ꟷdijo.

El vendedor le miró fijamente pero no le contestó.

Ernesto preguntó el precio.

ꟷMil setecientos euros ꟷdijo el chino.

Le pareció mucho, aunque ya imaginaba que iba a ser caro. Pero por una vez, podía permitírselo.

Pensó que llevarse bien con el hombrecito le haría sentirse mejor, y tal vez podría ayudarle a olvidar el pasado. Lo de que su hermano hubiera sido siempre el preferido de su padre y que no hubiera habido abrazos ni caricias para él.

Tampoco descartaba que pudieran tener problemas, a poco que se pareciera a su progenitor. Y la reacción de Josemari ante una presa fácil era algo que también le iba por la cabeza.

Al final, le dijo al vendedor que se lo llevaba, y decidió llamarle Juan, como su padre.

Cuando llegó a su casa, buscó una caja grande a la que recortó una puerta y tres ventanas. Metió dentro a su padrecito, con su sofá y su televisor y una especie de cama que improvisó con algodón y un trapo de cocina. Añadió algo de comida, y un dedal con coñac para ayudarle a pasar la primera noche.

Esperaba que las cosas salieran bien, que fuera un tipo majo, aunque lo cierto era que no había vuelto a abrir la boca.

  

Estaba tumbado en la cama, desnudo. Una mujer, que llevaba sólo una camisetita corta y calada, se inclinaba entre sus piernas y con sus labios le estaba practicando un suave y sensual masaje. De repente, gritó sobresaltado al sentir un doloroso roce metálico en su pene.

Justo en ese momento, el hombrecito apareció sobre la almohada. Parecía bastante borracho, pero había conseguido trepar por la sábana. Con voz gangosa, sorprendentemente parecida a la de su padre, le dijo:

—¡Me alegro, eres un guarro!

La rabia cegó a Ernesto. Le pegó tal manotazo, que Juan el Breve salió proyectado contra la pared. Josemari, que hasta entonces le había dejado en paz, consideró levantada la veda y se lanzó sobre él, llevándoselo en la boca.

—¡Le he matado! ꟷgritó Ernesto, despavorido.

  

Se despertó empapado en sudor y respirando con dificultad. Le alivió no ver al hombrecito ni nada ajeno a lo habitual en el dormitorio. Tampoco la mujer ni sus brackets andaban por allí. Vio el destello del ordenador sobre la mesa camilla y, en los pies de la cama, estaba Josemari, que le miraba somnoliento y con expresión de fastidio. Decidió levantarse.

  

Caminó inseguro, casi a oscuras, hasta el cuarto de baño. Estaba estudiando sus ojeras en el espejo cuando algo atrajo su atención. En el plato de ducha que había detrás de él, destacaba una mancha extraña en el blanco amarillento del suelo. Al agacharse vio un zapato de hombre, minúsculo, con cosas pegadas de color rojo oscuro. Había, también, rastros rojizos por todo el suelo. Se incorporó temblando y se apoyó, sin fuerzas, en el lavabo. Mientras, la cabeza empezó a martillearle de nuevo. Bum, bum.

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