Futuro imperfecto

Futuro imperfecto

Crika

12/07/2020

La gente ya no leía. No en el sentido de leer historias, libros, tan sólo leían opiniones. La evolución tecnológica suprimió los dispostivos móviles y la información fluía de una cabeza a otra, de una forma análoga a como lo hacían antes en lo que llamaban “muro” en las antiguas redes sociales.

Así, mientras se desplazaban en el transportador público, nadie hablaba. Podían mirar a la cara a los demás viajeros y ver las cosas que compartían, eso sí. Si pestañeaban dos veces rápidamente, el interlocutor, por llamarlo de alguna forma, sabía que estaban de acuerdo y, en ocasiones, hasta se sonreían, pero eran las menos, porque cada cual iba enfrascado en su música mental o en sus juegos con otros usuarios online.

Esta forma de comunicación había reducido las conversaciones también al mínimo. La gente quedaba mentalmente eligiendo un punto de encuentro predeterminado online y al llegar al restaurante, cine, museo, o lo que fuera ya se había elegido el menú, la película o la exposición de arte para ver …en silencio. Después, todo se compartía en la inmensa red social que se proyectaba desde el cerebro sin dispositivo alguno.

Ella era diferente. No quería conectarse mentalmente con nadie y solía hablarle a las plantas, a los animales, a los árboles, ávida como estaba de que las palabras resonaran en su boca y no solo en su cabeza.

Llevaba sola mucho tiempo, aislada de una sociedad que detestaba, en compañía de sus animales, en su pequeña cabaña frente al lago, donde atesoraba recuerdos de otras épocas que le parecían insustituibles y que encontraba en los vertederos antiguos que ya nadie usaba: un cuaderno inconcluso escrito a mano por una mujer, que dejaba constancia de sus pensamientos y sensaciones cotidianas; un artefacto cargado de un líquido que, si te impregnaba los dedos cuando lo usabas para escribir en una superficie no cristalina, era casi imposible de eliminar; un reproductor musical con dispositivos grabados por antiguos grupos que nadie escuchaba hacía siglos; una colección de fotos en las que la gente escribía cuando estaba fuera de casa para enviar mensajes a su familia y amigos. Pero su mayor tesoro eran los libros. Encontró un antiguo almacén de textos escritos en la ciudad, llamado biblioteca, de donde sacó una colección de historias imprescindibles con las que podía sentir lo que sus autores relataban en ellos. Desde viajes a la luna o al fondo submarino, a las emociones de una mujer francesa transformada por las novelas de amor, pasando por la realidad mágica del pueblo de Macondo o el pesimismo de un adolescente que malgasta su dinero y su tiempo, cuando le expulsan del colegio poco antes de Navidad.

Uno de esos libros se llamaba cuento de Navidad y narraba la historia de una familia cuyos miembros estaban dispersos por diferentes ciudades, pero que siempre se reunían para celebrar la Navidad juntos. Un año, por problemas económicos, no pudieron desplazarse, así que idearon reproducir en cada casa la misma decoración navideña, el mismo menú para la cena, hasta las mismas cajas de regalos bajo el árbol de Navidad, y conectarse por videoconferencia todos a la vez, para tener la sensación de que pasaban la velada juntos. Así, se pasaban los platos mientras intercambiaban opiniones en tiempo real, como si no estuvieran separados por cientos de kilómetros. Toda la familia se maravillaba de aquel avance tecnológico que les permitía estar cerca sin tener que desplazarse.

Se quedó pensativa. Quería entender como un invento humano podía haber servido para acercar a las personas, y con el tiempo convertirse en todo lo contrario: un medio para crear soledad en medio de la muchedumbre. Cayó en la cuenta de que era el día de nochebuena y decidió volver a la ciudad en busca de contacto humano.

Observó cómo los transeúntes vivían casi inmersos en el silencio real sumergidos en un ruido mental continuo y cómo ella pasaba inadvertida entre el gentío silencioso, al carecer del implante mental para comunicarse. Era como caminar entre muertos vivientes.

Llevaba tanto tiempo aislada en su cabaña, que no recordaba lo sola que le hacía sentirse la ciudad, la gente. Sintió el impulso de echar a correr y escapar de aquel desierto auditivo cuando, de repente, notó un contacto sobre su hombro y se giró sobresaltada. Era un hombre que la sonreía ampliamente y sin esperar a que ella reaccionara le dijo: «te veo».

Aquella fue la primera frase de una conversación interminable, que le recordó lo necesitada que estaba del contacto humano desde la muerte de sus padres. Vivía aislada, desde entonces, en la cabaña que éstos le dejaron en herencia.

El le contó que había renunciado a su implante neuronal para comunicarse mentalmente con los demás, después de encontrar un libro de relatos cortos de la familia Glass en el desván de su casa, que devoró en unas horas. No podía creer que alguien más en el mundo hubiera mantenido la afición por la lectura en papel y su sorpresa fue en aumento al revelarle él que había conseguido contactar con más «renegados tecnológicos», como a ellos mismos les gustaba denominarse, y preguntarle si quería conocerlos.

Salieron de la ciudad en dirección opuesta a la de su cabaña y enseguida llegaron a un cercado con una puerta de acceso, sobre la que colgaba un letrero batiente con la palabra RENEGADOS en él. La valla de la puerta estaba abierta y desde allí pudo observar una gran construcción blanca al final de un camino de tierra rojiza, rodeado de cipreses. Según iban caminando por el sendero se fijó en que a los lados del mismo había ganado, plantaciones de cereales y árboles frutales.

Aquello era un rancho en toda regla, como los que había leído en sus libros antiguos, donde la gente compartía sus conocimientos, sus recuerdos y sus recursos para construir una nueva mini sociedad en la que lo importante eran, de nuevo, las personas.

Le maravilló el ambiente que se respiraba en el gran comedor comunitario. Además de la música navideña, la decoración era tal y como la recordaba en su infancia, excesiva y recargada como criticaba su padre con una sonrisa a su madre: dibujos hechos con espuma de nieve en las ventanas, un gran árbol de Navidad en el centro rodeado de cajas de regalos, guirnaldas doradas y rojas colgando entre las lámparas, velas y luces con formas de estrellas.
Uno a uno, todos los miembros de aquella comunidad se fueron acercando a saludarla y, en pocos minutos, estaba inmersa en una animada charla de un grupo de lectura en el que le invitaron a participar, evidentemente, de forma presencial. Había una especie de rumor de fondo, como el del agua en su lago cuando había viento, que su cerebro tardó en identificar como el alegre bullicio de su infancia, cuando estaba con sus padres en lugares concurridos y que había olvidado por completo. Sintió la necesidad de tener un espacio en aquel lugar que fuera compatible con su vida en la cabaña.

El hombre que la rescató de la ciudad, se acercó de nuevo a ella con una amplia sonrisa. No quería acaparar su atención y mantuvo la distancia física desde que entraron en el salón. Sonrió al verla tan radiante, tan distinta de cómo la encontró perdida entre la gente, buscando con los ojos un ser humano con el que comunicarse.  Ella le vio acercarse y le devolvió la sonrisa. Era la primera vez en mucho tiempo que se encontraba tan cómoda en la compañía de otra persona. En ese momento pensó lo fácil que resultaría poder hacerle saber sus sentimientos con aquel dichoso implante neuronal, pero notaba que había una especie de conexión entre ellos y que no sería difícil que entendiera sus sentimientos, incluso sin palabras, a pesar de su amor por ellas.

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