La sonrisa de Juani se borró cuando, entre las cáscaras rotas, descubrió unos diminutos seres de piel rosa, casi traslúcida, y ojos negros abultados, con dos tendones delgados colgando a ambos lados del cuerpo donde deberían estar las alas. Aquellos bichos monstruosos no podían ni tenerse en pie. Se revolcaban unos sobre otros y pedían comida chillando con sus picos a medio formar.

Juani apartó la vista de los polluelos y recordó el día en que ella misma se puso de parto. Desde el principio supo que algo no iba bien. La matrona de Sisante le había instruido en los dolores y sensaciones que podía esperar cuando el momento llegase, y aquello no podía ser normal. Era pronto, demasiado pronto, y estaba sola en mitad del campo, a varios kilómetros de su casa. Eso no debería estar pasando. Para cuando consiguió llegar al pueblo, se arrastraba a cuatro patas y no le quedaban fuerzas para levantar la voz y pedir ayuda. La Reme fue quién la vio desde lejos y empezó a dar gritos como una loca para que alguien llamara al médico, y a la matrona, y se persignó una y otra vez, hasta que entre cuatro mozos cogieron a la pobre Juani, que ya se había desmayado, y la llevaron a la clínica de don Mauricio, que menos mal que se encontraba allí en ese momento, porque aquel niño, en su afán por salir antes de tiempo a conocer el mundo, se había enrollado en el cordón umbilical y venía morado como una uva pasa.

Roberto, el padre de la criatura, no apareció por allí ninguno de los tres días que Juani tuvo que permanecer en la clínica bajo los cuidados del bueno del doctor. El pobre hombre evaluaba al niño y le explicaba a Juani que no se podían descartar problemas motores o mentales en un futuro, pero ella parecía no entender, y volvía a preguntar que si alguien había avisado a su marido. Al principio los vecinos pensaron que podía haberle pasado algo, pero cuando fueron a su casa descubrieron que había vaciado sus dos cajones de ropa y se había llevado las cuatro cosas que tenía. Al llegar Juani, con su hijo en brazos, comprobó que también faltaba la pequeña hucha de metal que escondían en el altillo de la cocina con todos los ahorros de los últimos cinco años. Y así fue como los iremos a vivir a Madrid, ya verás que ciudad más grande y bonita, los buscaré un buen trabajo y tú no tendrás que preocuparte por nada, vivirás a cuerpo de reina, los te cuidaré siempre y todas las demás promesas vacías, se hicieron añicos con el estrépito de la escasa vajilla que Juani lanzó contra el suelo y las paredes hasta que no quedó nada.

Aquel fue el único ataque de rabia que la joven se permitió. No tenía tiempo para más. Bautizó al bebé en la iglesia del pueblo. Le llamó Arsenio, como su difunto padre. Ese mismo lunes volvió a trabajar para don Ramón, y la vida siguió como si alguien hubiese abierto el grifo de los días y ya nunca más se fuese a cerrar. Juani cambiaba pañales, preparaba biberones y, mientras mecía a su hijo en mitad de la noche, observaba el campo oscuro congelarse a través de la ventana y deseaba que Roberto estuviese sólo y enfermo en el invierno helado de la gran ciudad. Al llegar el alba, salía de la cama para ir a cuidar de la hacienda de don Ramón. Hacía su compra y sus recados, cocinaba y limpiaba y sacaba brillo a la plata. Y cuando paraba unos minutos para dar de comer al niño, sentía una punzada en el estómago y deseaba que Roberto fuese pobre como una rata, que pasase hambre y penas y no tuviese dónde caerse muerto. Y por la tarde, al caer el sol, se acercaba a la plaza y entraba en la iglesia a confesar sus pecados. Perdóneme Padre, porque he pecado. Y confesaba haber deseado el mal ajeno y prometía no volver a hacerlo. Antes de dormir, arrodillada junto a su cama, rezaba sus veinte Ave Marías de penitencia. Y entre plegarias, un sabor metálico le inundaba la boca y se pegaba a sus dientes y a su lengua y no desaparecía hasta que le pedía a Dios que le concediese alguna desgracia para Roberto. Porque se lo merecía, porque la había dejado tirada en aquel pueblo, con aquel niño, sin dinero, sola, sin futuro.

Nunca nadie la oyó quejarse, aunque durante esos años las cosas más oscuras se le llegaron a pasar por la cabeza.

Aquella época coincidió con la afición de don Ramón por los pájaros. Hizo instalar en una esquina de su jardín una jaula de varios metros y la fue llenando de periquitos que hacía traer desde la Roda. Como con casi todas sus extravagancias, el viejo se cansó rápido de los animales, que ahí se quedaron, como parte de la decoración. Un amasijo de color y silbidos sin ninguna función ni admirador. Sólo Juani, encargada de alimentarlos y mantener aquello limpio, les visitaba una vez al día. Le gustaba aquella tarea. Le divertían los ruiditos y los movimientos nerviosos de esos cuellos regordetes y ver cómo se atusaban las alas con el pico, como el que se arregla para salir a pasear en domingo. Cogió la costumbre de pasar sus ratos de descanso sentada frente a los barrotes, el niño durmiendo en el regazo, con el sonido de los pájaros como arrullo.

Una tarde, se fijó en que un par de aves se encontraban tumbadas en el suelo de la jaula y no se movían ni para comer. Juani pensó que podía deberse al calor. El verano había estallado con fuerza aquel año. Las flores en los árboles y los prados ya se habían secado y las moscas empezaban a molestar con sus zumbidos. Cuando metió la mano para mover a los pájaros, descubrió que tenían debajo un puñado de huevos blancos, del tamaño de aceitunas. Emocionada por la idea de ver pronto nacer a los bebés, cuidó con más cariño aquellos días de las entregadas hembras, que no se separaban de sus tesoros.

Pero ahora Juani, aterrada, no podía apartar la vista de esos polluelos deformes, mientras veía a las abnegadas madres ir y venir con la comida para introducirla en esas gargantas insaciables. Y empezó a notar que los movimientos de todos los pájaros en aquella jaula se volvían angustiosos. Veía moverse sus picos y le parecía que se ahogaban, que querían respirar sin conseguirlo. Los observaba revolotear dentro de los barrotes y sus aleteos se le antojaban frenéticos, desesperados. Un sabor a metal que ya conocía subió por su garganta y se instaló en su boca.

No se lo pensó dos veces. Metió la mano en la jaula y cogió a una de las crías. Se la echó en el bolsillo del delantal y volvió a meter la mano para coger a la siguiente. No cambió de idea ni cuando tuvo que espantar de un manotazo a las enfurecidas madres, que trataban de defender a los polluelos. Ya me lo agradeceréis, ya. Los dientes le rechinaban como cuchillos. Cogió a la última de las crías, se acercó al pozo y vació sus bolsillos sin miramientos. Luego volvió a la jaula, abrió las puertas de par en par y esperó hasta que el último de los pájaros desapareció de su vista.

Aquel fue el último día que Juani le deseó algún mal a Roberto. Al cabo de un tiempo dejó incluso de acordarse de él. En los alrededores del pueblo se siguieron viendo periquitos durante muchos años, brillando al contraste con los verdes y dorados del campo manchego.

Hoy, Juani ha salido a pasear, como casi todas las tardes. Y como casi todas las tardes, levanta la mirada y se fija en los pájaros que dibujan círculos sobre su cabeza y que se posan en las vallas que rodean el jardín, y entonces se acuerda de la jaula y le cuenta la historia del día que liberó a los periquitos al que la quiera escuchar. Lo que nunca cuenta, es que los polluelos no fueron lo único que cayó al pozo aquella tarde. Eso lo pone en el informe del psiquiátrico donde está internada desde aquel día. Suele tener buen carácter y es colaboradora con los médicos, aunque también tiene días malos. Esos días, se queja de un sabor metálico y tiene rabietas terribles porque nunca le dejan ver a su bebé.

A veces, las peores jaulas son aquellas que no tienen barrotes de metal.

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