El zapatero y la lapicera

El zapatero y la lapicera

AKI

30/06/2020

–Que la vida va en serio uno lo empieza a comprender demasiado tarde –dijo mi hermano entre martillazo y martillazo a la suela del zapato –. Sé que no volveré a ser joven y hay veces que pienso que me he equivocado de rumbo. Tengo sesenta y cinco años ya, ¿y qué he hecho?: botas para señoras.

Creo que jamás se perdonó no haber seguido escribiendo, no haberlo intentado un poco más.

Es que hubo una sola vez que le salieron las palabras. ¡Qué días aquellos! Recuerdo esa sonrisa, algo torcida y frunciendo la nariz, cuando terminó su primera y única novela, cuando me trajo corriendo unos folios con olor a tinta fresca. «Esta te la dedico, hermano», me dijo esa vez, «es para vos que te hiciste cargo del taller mientras yo escribía, y por haberme regalado la lapicera, claro, que sin ella no podría haber escrito nada».

En la vidriera de la librería de aquella callecita peatonal que corta la plaza de la iglesia (nunca supe su nombre y solo sé que hay una florería en la esquina), vi una lapicera común y corriente. De esto ya pasaron varios años, varias décadas. Él cumplía trece, cómo olvidarlo. Trece cumplió el año que quedamos él y yo y nadie más, el año que empezó a escribir. Yo lo veía sacarle punta a su lápiz con un cuchillo de la cocina, y supuse que si quería ser un gran escritor, necesitaba una gran lapicera. Pero sin papá y mamá no teníamos el dinero suficiente para la gran lapicera, y le compré aquella negra, barata.Le hice grabar sus iniciales: «J.A.C.».

–Feliz cumpleaños, holgazán. Vamos, arriba, que ya no te podés hacer el vivo y me tenés que ayudar con el taller –le dije aquella mañana de diciembre, mientras descorría las cortinas de la habitación.

–Cuando sea un escritor famoso y me haga millonario, voy a contratarte un ayudante así no me molestás más a la mañana. Pero ahora dejame dormir cinco minutos más, que si no, no pienso buscarte a nadie. –Se tapaba la cara con las sábanas, como hacía cuando era más chico todavía.

–Vamos, mirá que no te doy tu regalo que te está esperando en el taller.

–¡Decime por favor que es una revista con mujeres desnudas! –Se levantó de un brinco– ¡Tengo 13!¡Ya estoy grande!

No le contesté y durante todo el camino hacia el taller no paró de hacerme preguntas sobre el regalo. Al llegar, le señalé la mesita de madera ubicada contra la pared del fondo. Se acercó dando zancadas y tomó el paquete, que estaba envuelto con papel de seda verde, para seguir con la tradición de mamá. Me pareció ver que sus ojos se llenaron de lágrimas, pero no me dijo nada y yo no le quise decir nada tampoco. Sacó lentamente la lapicera de la caja y la miró en silencio.

–No es la revista que pretendías, pero te puede ayudar si querés ser escritor –dije para romper ese silencio extraño que empezó a dar vueltas por allí.

–Gracias, hermano. Sabés las novelas que voy a escribir con esta, ¿no? Un Premio Nobel gano seguro.

Largué una carcajada y lo mandé a cortar el cuero. En realidad, me gustaban sus aspiraciones y confiaba en que él sí podría hacer lo que quisiera, aunque no en aquel momento porque todavía seguíamos con las réplicas del sacudón.

Esa misma noche, cuando ya me había metido en la cama, escuché que mi hermano me llamaba a los gritos. El corazón se me fue hasta la garganta y me levanté en una fracción de segundo.

–¡Vení! ¿Por qué tardás tanto? –me dijo mi hermano.

–¿Qué pasó?¿Por qué gritás así? –Sentí que revivía la historia.

–Esta lapicera… la que me regalaste… ¿De dónde la sacaste?

Respiré aliviado y le contesté:

–La compré en la librería esa, la que está cerca de la plaza de la iglesia. Esa, la que tiene el cartel en letras doradas, que está la florería en la esquina…

–¿Pero era nueva o es usada? ¿Te dijeron algo? –Las palabras se atropellaban entre sí para salir de su boca.

–Qué sé yo, no me dijeron nada. ¿Por? ¿Qué pasa?

–Mirá, sentate. –Obedecí y me acomodé en su cama, mientras él se sentaba en el escritorio que estaba pegado a ella–. Quiero escribir esta oración: «en el cielo lejos hay estrellas». Estoy escribiendo eso, ahora mismo mientras te hablo,eh, «en-el-cie-lo-hay-es-tre-llas». Pero mirá. –Se levantó y me acercó la hoja. No decía «en el cielo lejos hay estrellas»: las palabras empapadas en el papel parecían más bien un poema de Neruda.

–¿Me hiciste salir de la cama para tomarme el pelo? –Me levanté para volver a mi habitación.

–No, no, pará, no te estoy bromeando, ¡es en serio!

–Estás diciendo estupideces…

–Es cierto, ¡creeme, por favor! Probá vos, te lo pido.

Tomé la lapicera, me senté en el escritorio, apunté la luz hacia el papel y mientras pensaba qué iba a escribir, recordé a Rosalía, mi exnovia. Me pregunté si seguiría enojada y cómo podía hacer para que volviera conmigo. «Te amo, nunca lo dudes», empecé a escribir, pero la tinta dibujó sobre el papel una línea digna de Shakespeare.

–¿Ves? –dijo mi hermano riendo, al leer lo que había escrito–. No creo que vos hayas sido capaz de escribir esto. Tiene magia, la magia de la belleza. Ahora ya no hay dudas: voy a ser el escritor.

En los días que siguieron mi hermano estaba transformado: lo escuchaba levantarse a las cinco de la mañana y ahí se quedaba encerrado escribiendo hasta las nueve, que se iba para el taller, y al mediodía me rogaba para que lo dejase salir y así volver a casa. Me decía que la novela estaba quedando buenísima, que estaba en la parte en la que descubrían que había sido el capitán del barco quien había envenenado al príncipe polizón, y al día siguiente me hacía el mismo pedido, explicándome que le estaba costando bastante trabajo la parte del juicio porque podía meter la pata si no usaba el léxico apropiado.

Y llegó el día que terminó su novela, ese día que lo vi tan feliz, con esa sonrisa, y que se fue corriendo hacia lo de Pepe el librero para llevarle el manuscrito. A las pocas semanas, Pepe el librero ya había impreso varios ejemplares y mi hermano trajo uno a nuestra casa.

–Este es el tuyo, y te lo voy a dedicar igual aunque no me lo hayas pedido. –Tomó la lapicera y enseguida gritó un «¡No!» tan alto que se sacudió el edificio entero.

–No pasa nada –le dije cuando me acerqué y vi la tinta desparramada–, es solo una mancha.

–¡No, por favor, no te rompas! ¡No podés hacerme esto ahora! –Al ver que la punta de la lapicera estaba destruida me di cuenta de que la mancha era lo de menos–. ¿Y ahora qué voy a hacer?

–Tranquilo, hermano, vamos a buscar otra igual…

«Difícil… imposible», me dijo con la mirada. Y yo sabía que tenía razón.

Sonó el teléfono. Eran los del periódico del pueblo, que querían hacerle un reportaje. Pepe el librero les había dicho que la novela era excelente, sobre todo teniendo en cuenta que quien la escribió no era más que un crío, y así fue como al día siguiente llegué al café de la esquina de la plaza cuando mi hermano respondía con desgano las preguntas del periodista.

–Y la última: ¿ya sabés de qué tratará tu próxima novela?

–No todavía… –Mintió. A mí me había contado toda la trama; incluso me había descripto los personajes de arriba abajo. «Creo que tengo buenas ideas», me dijo aquella vez, «el problema es que sin la lapicera me sale feo, no suena a música, me trabo, las palabras no me salen y las busco en mi cabeza pero siempre encuentro las mismas».

Volvimos a casa en silencio. No abriría el taller a la tarde tampoco. Preferí cocinarle un bizcochuelo de chocolate y le pondría mucho dulce de leche en el medio. También le pondría crema batida con azúcar: a él y a papá les gustaba más así; mamá y yo preferíamos solo con dulce de leche.

–Sabés que traté de escribir anoche, pero no me salió nada. Estuve una hora y media, lo calculé con el reloj, hora y media con el lápiz en la mano, la hoja en blanco y no puse ni una sola palabra, ni una. Solo pude hacer dibujitos en los márgenes.

–Estabas angustiado, seguro que fue por eso…

–No, no fue por eso. Es que ya sé que no voy a poder escribir más. Antes del reportaje pasé por la librería y me dijeron que no hay otra lapicera como la que me regalaste, que no se hace más, que era importada, una marca no sé si inglesa o rusa o de dónde, no me supo decir bien, pero que cuando se la dieron para vender le dijeron que no las hacían más y que tampoco les quedaban repuestos.

Eso yo ya lo sabía:me dieron la misma respuesta cuando fui a preguntar, seguro unas horas antes nomás.

–Mirá ahí, dentro del tacho. Ahí está lo que queda de tu hermanito el Escritor.

–¿Ves? –le dije–. Ahí te salió la sensibilidad del poeta; vas a poder seguir escribiendo.

–Zapatero a su zapato –dijo resignado.

Fue una profecía autocumplida. Mi hermano pasó en unos pocos meses de ser «el escritor más joven de todos los tiempos» y «la gran promesa de la literatura», a ser un simple zapatero de pueblo. Mis esfuerzos para ser el único al que el destino le repartiera esas cartas no fueron suficientes. Les escribí a todas las librerías del país buscando una lapicera de la misma marca. Hasta llegué a mandarles cartas a mis amigos que residían en el exterior.Jamás obtuve una respuesta. Aunque sabía que la probabilidad de conseguir alguna que tuviera la «magia de la belleza» era mínima, no podía dejar de intentarlo. Pero de nada sirvió.

En el taller, a mi hermano el zapatero se le dio por hablar solo, y fue empeorando a medida que pasaban los años. Por lo general se trataba de un susurro largado al aire que,entre el ruido del martillo o de la radio, mis oídos a duras penas lo descifraban como algún comentario sarcástico, como cuando se decía «pero mirá qué bien que le quedó este zapato al Escritor». Otras veces, en cambio, se ponía serio, y su monólogo se transformaba en diálogo.

–La vida se te puede ir de un minuto al otro. Miralos a mamá y a papá. Cada vez que lo pienso me pregunto qué carajo estoy haciendo. No la paso mal en el taller, salvo por tener que ver tu espantosa cara todos los días, pero es lo único que tengo. Tengo amigos, sí, pero nunca tuve ninguna novia seria, no hago nada que me apasione… En cambio… Aquellas semanas que estuve escribiendo la novela, ¡cuánto tiempo hace de eso!, fueron las mejores de mi vida. Cuando la terminé… –suspiró–. No hay palabras. ¿Ves? Quizás si tuviera la lapicera que me regalaste, sí podría decirlas.

–¡Pero escribí igual, por el amor de Dios!

–Nada vale.

Una vez me dijo que a él le hubiera gustado que la gente se emocionara al leer sus novelas.

–Yo decía lo del Nobel,y no es que no me hubiera gustado ganarlo, pero en realidad lo que más deseaba era poder provocarle una sonrisa a la gente. O una lágrima o que a alguien se le erice la piel…

–Hermano, ya lo hacés, aunque no te des cuenta. Mirá: las sonrisas y la piel erizada las generás cuando a una mujer le elogian los zapatos o la forma en que le estilizan las piernas los tacos. Y lágrimas… Bueno, si el zapato es nuevo y todavía no se amoldó al pie, ambos sabemos que las ampollas pueden hacer caer alguna que otra lagrimita. Ah, y ni te digo si una mujer pisa a otra: acordate que mamá contaba que nuestra abuela siempre decía que es más doloroso que te pisen con un taco aguja que parir hijos.

–No me convence tu argumento, pero te lo doy por ganado porque hoy me levanté bueno. Pero no es solo eso. También quería contar historias, y así como yo viajo a otros mundos paralelos, me hubiera gustado poder compartir esos viajes con otras personas. Eso no lo logro en la zapatería y no me lo podés refutar.

–Punto para vos, empatados. Ahora, a seguir laburando.

Y nos transformamos en dos viejos solos. Zapateros a sus zapatos. Así tenía que ser.

Hoy me llegó una carta. La vi cuando volví a almorzar, más temprano que de costumbre porque los ojos ya me están molestando bastante. La edad. Mi hermano se quedó a terminar mi trabajo.

El sobre era pesado y tenía una estampa de Inglaterra. Era de Willy, uno de mis amigos de la infancia, de los que se fueron de jóvenes a Europa y nunca más volvieron.

Willy murió hace veinte años. El matasellos era de fecha anterior.

Yo ya sabía lo que era. Abrí el sobre y allí estaba: una lapicera negra, común y corriente a simple vista.

Salí corriendo de casa. Corriendo es un decir, porque a esta altura ya no puedo hacerlo. Caminé lo más rápido que pude y doblé a la izquierda en el puesto de flores, que sigue estando, gracias al cielo. Y gracias al cielo también siguen grabando las iniciales en estas épocas.«J.A.C.», les pedí, y al poco tiempo la lapicera estaba lista y volví a casa.

Aproveché que mi hermano no había llegado y me metí en su habitación. Envolví la caja en papel de seda verde, para seguir con la tradición, y la apoyé en el escritorio. Allí había unas hojas que tenían bocetos de modelos nuevos de zapatos. «Es todo un artista», me dije. Y de pronto vi que una hoja, que estaba algo escondida, tenía escrito con un trazo firme de grafito:

Que la vida iba en serio

uno lo empieza a comprender más tarde

—como todos los jóvenes, yo vine

a llevarme la vida por delante.

Dejar huella quería

y marcharme entre aplausos

—envejecer, morir, eran tan solo

las dimensiones del teatro.

Pero ha pasado el tiempo

Y la verdad desagradable asoma:

envejecer, morir,

es el único argumento de la obra.[1]

[1]En esta historia de ficción los versos los escribió el zapatero, pero en la vida real tiene otro autor: el poema se llama No volveré a ser joven y es de Jaime Gil de Biedma (Poemas póstumos, 1968).

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