El joven camina deprisa, pero tanto pasillo y tanta esquina lo tienen desorientado. Todo son calles estrechas con cientos de tumbas a los lados. A lo lejos distingue un grupo de personas cabizbajas, vestidas de negro, que parecen urracas picoteando en círculo. Algunas llevan chaquetas y en la distancia, bajo el sol abrasador, sus caras brillan de sudor o de lágrimas. No las conoce pero siente su asfixia y su boca sedienta se le llena de piedras.

Hacia allí no es. Gira a la izquierda. Esta calle le suena. Siempre que llega aquí se fija en Antonio, que debió ser un buen padre, o eso dicen las letras desconchadas de la lápida. Y en Mariela, porque se llama igual que su compañera de pupitre del curso pasado, y con ella compartía helados de fresa. Además, de esta Mariela, la que está debajo de todo este granito, puede hacerse una idea porque hay una foto y le sonríe. Lo que no le queda tan claro es si Mariela fue una buena madre, porque lo único que pone es que sus hijos no la olvidarán, pero no dice por qué. Quizás les daba palizas con el cinturón, o hacía un pan blanco de esos que huelen por toda la casa.

Probablemente él tampoco podrá olvidarle jamás. Cargados sobre su espalda, siempre le acompañan recuerdos empapados en ese sabor salado de las lágrimas que de pronto y sin causa aparente, se vuelven de nuevo reales, una y otra vez. Los que nunca aparecen son los sabores dulces. Quizás alguna caricia de su madre, siempre a escondidas. Momentos robados y tan escasos, que pesan poco y ocupan menos. Todo lo siente seco y caliente como esos caminos, tan parecidos unos con otros, y entre los que siempre se pierde.

Definitivamente esta es la calle. La lápida se ve de lejos. Les costó elegirla. Su madre quería que fuera de mármol rosa, pero al tío Remigio no le hizo ninguna gracia ¿Cómo vamos a poner la lápida de mármol rosa a mi hermano? Él la odiaría, se sentirá eternamente humillado. Fueron las palabras mágicas para que la lápida fuera la más rosa de todo el cementerio.

Una vez terminada fueron todos a verla. A su hermana, que iba con el novio, casi le dio un patatús cuando desde lejos la divisó. Nadie la había avisado. Pero su madre, después de años de sufrimiento, ese día, estrenó sonrisa. Él siempre quiso ser distinto, dijo ella.

Recuerda cómo su padre le decía eso mismo todas las mañanas cuando le tocaba ponerse los hierros en las rodillas, antes de ir al colegio.

—Cuando te los quiten los echarás de menos. Ahora tienes excusa para ser un mediocre.

—Pero soy el único que lleva esto, padre. Yo quiero ser como los demás.

—Nosotros no somos como los demás. Nos distinguimos por arriba.

—Ya.

Los guijarros del camino le recuerdan a los cocidos de los sábados y su mente se llena de imágenes de unos garbanzos blandos como la manteca y un silencio pesado y denso que le obliga a tomar aire. Recuerda el mantel blanco y estirado, planchado sobre la mesa para que luciera perfecto, sin mácula, como decía su padre. El ruido de los cubiertos chocando contra los platos se hace real, y de pronto ve unas lágrimas de su madre caer en la sopa de fideos. Se para y aprieta los ojos intentando poner precisión a sus recuerdos. Quizás eso pasó alguna vez, porque no recuerda que su madre llorara en todas las comidas familiares de los sábados.

Ya ha llegado. Frente a él está el gigante de piedra rosa. Solo se lee un nombre y la fecha de la muerte.

—¿Sabe lo que quiere poner en la lápida, señora?

—Sí, pero serían demasiadas letras, fue la respuesta de su madre al marmolista.

Su hermana, que llevaba poco saliendo con el novio, también votó por poner solo el nombre y la fecha. Ya estaba bien de escándalos, como los llamaba ella. Con el color del mármol había tenido suficiente. Estaba muy enamorada y la familia de su novio era muy discreta, porque era una familia bien. No una buena familia, no. Una familia bien, de esas a las que no le gusta llamar la atención. Así que lo de ser diferente y distinguirse por arriba, mejor bajo piedra. Rosa o color granito, pero debajo. Bastante habían sufrido en casa la incapacidad de su padre para codearse con aquellos a los que aspiraba. Familias bien que nunca le vieron cuando miraban. Familias que siempre le rechazaron y a las que no les importó que el precio lo pagaran otros.

—No sé si a padre le hubiera gustado tu novio.

—Probablemente no.

El calor es insoportable y hay avispas cerca del único árbol que a lo lejos da algo de sombra. Todavía recordaba cuando pisó una, en la piscina del tío Remigio, aquel domingo que les invitó a su casa de la sierra. Qué dolor tan insoportable. Pero lo peor fue el vecino empeñado en mear sobre la picadura, porque según él, el amoniaco del pis era bueno. Su padre le partió la cara. Por maricón, le dijo. El pobre vecino no volvió a aparecer por casa del tío Remigio en todo el verano, aunque la verdad es que con el pis, la picadura dejó de dolerle.

No sabe bien a qué ha venido. Al final la mole de piedra rosa no ha quedado tan mal. Por lo menos se ve de lejos. Si a su padre le gustaba ser diferente, desde luego, lo había conseguido, aunque lo de destacar por arriba, era otro cantar.

Le gustaría terminar con todos esos momentos que le aprietan el estómago. Cierra los ojos y su mente busca escenas con color. Pasa las páginas de un álbum lleno de fotos de gente riendo, una playa, un atardecer. Imágenes que se parecen demasiado a los anuncios de las revistas. No conoce a esas personas felices. Ni le suena esa playa. Ve a su familia, pero ellos no sonríen. Ve ojeras y escucha portazos. A pesar del calor, siente un frío como de sótano, un frío que viene de abajo. Toma aire y abre de nuevo los ojos. Sigue ahí.

—Vengo a decirte adiós para siempre padre. Creo que ahora que ya no estás, por fin, todos vamos a poder descansar en paz.

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