EL RIESGO DE ESCRIBIR

EL RIESGO DE ESCRIBIR

Vicen Tormo

01/07/2020

      A las cuatro de la mañana se despertó como Will. Su nombre verdadero lo había olvidado. El de ficción resonó en su cerebro como ciertamente literario. Así le habían llamado las voces. En la ilusión nocturna había aparecido una caja llena de manuscritos con la letra apelotonada escrita a pluma, de tamaño diminuto y caligrafía exquisita. Los papelitos iban titulados en mayúscula y se podía leer PÁGINAS MATUTINAS.       

     Will o William (*) caviló sobre esos textos que su protagonista onírico había descubierto. Tal vez ese personaje fuera él mismo, un alter ego; ¿quién podría saberlo? Dedujo que eran los retales de un diario. Muchos de ellos habían sido escritos siguiendo el método Cameron. Otros sin embargo no constituían ejercicio alguno de escritura creativa. Todo esto lo sabía a ciencia cierta. El recuerdo era vívido.

      A esa hora de la madrugada, en medio de la oscuridad salió al balcón y contempló el paisaje desde el séptimo piso. Las palmeras, los adosados, el mar, la brisa, la cadencia infinita de las olas orquestadas por una aleatoria de Neptuno haciendo de John Cage. Sus ojos casi no podían abrirse. Los párpados, como dos cubrecamas desperezándose, no conseguían desenrollar las persianas de carne arrugada. Se agarró a la barandilla y percibió el cansancio en su cuerpo tras el paso de un tiempo eterno y enfermo que empezara a deslizarse como una babosa roja, carnosa, por una escalerita de palos y sogas hacia los terrenos movedizos de un espacio postpandémico.

      Recordó del sueño que estos papeles habían sido escritos mecánicamente, sin abrir casi los ojos, tal y como estaba ahora. Algunos eran la transcripción de los últimos efluvios de una pesadilla, otros eran de recuerdos, sensaciones o estados de ánimo, plasmados con tinta negra casi sin levantar la pluma del papel. Los manuscritos se habían ido acumulando con el paso de los días, las semanas y los meses hasta contabilizar un par de años a juzgar por el volumen de papelitos. Era sin duda el trabajo de alguien que quería convertirse en escritor.

      Entonces volvió a entrar en la estancia y buscó la cafetera que tenía en la cocina. El recipiente de cristal estaba medio lleno. Se calentó una taza de café y le añadió unas gotas de whisky Teacher’s que le había llegado por Amazon. En esos momentos todavía no recordaba su identidad. Iba dándose cuenta de que su objetivo en la vida era escribir. Recordó que había empezado a escribir una novela y que estaba aparcada. Recordó cursos online, fórmulas ‘express’ y ese exceso de información de cientos de clases seguidas, vomitadas como churros y lanzadas al buzón de su gmail y a su cabeza al mismo tiempo.

      Tomó un sorbo caliente y añadió más gotas de escocés. Su torrente de conciencia siguió fluyendo por los rápidos del seso. Le vino a la memoria otro libro que se leyó años atrás y que destripó como un científico haciendo anotaciones en su Moleskine de piel. Era “De qué hablo cuando hablo de escribir” de su idolatrado Haruki. ¿Cuándo se dio cuenta de que no estaba preparado para escribir una novela? Respuesta: al  confirmar que navegaba sin rumbo, a la deriva y sin forma humana de llegar a puerto por más entusiasmo y ganas que le pusiera. Fiel a su forma de ser –eneagrama tipo siete– no conseguía terminar las obras que empezaba. Su entusiasmo inicial se tornaba oscuridad. 

      La decisión estaba tomada. Escribiría primero historias cortas, o muy cortas. Muchas, muchas. Las primeras escritas de un tirón, las siguientes retocadas y cambiadas hasta saberse satisfecho, con todo tipo de temas y personajes.   De estilo fresco, desde las entrañas, algo moderno, incluso pop, si me aceptáis la etiqueta y por supuesto con tintes de autoficción para no dejar la moda atrás. También decidió buscar concursos y se presentó a unos cuantos. Entonces sucedió lo que no se esperaba.

     Descubrió, a través de la escritura, sus deseos más profundos. Estos se habían ido plasmando en las páginas matutinas, en sus ejercicios de escritura creativa, en sus ridículos cuentos y en sus intentos de relato más inspirados. Se matriculó en un curso de escritura presencial y aumentó el caudal literario de su torrente creativo de la mano de B.B., su profesora. Empezó a publicar en un blog llamado “La lengua quema en la punta”. Manaba. Creyó en sí mismo por primera vez. A pesar de todo, el miedo le invadió.

      No os lo creeréis, mas lo que escribía en sus relatos se convertía en realidad. 

     Si escribía que su protagonista tenía arriesgados e intensos encuentros sexuales, esto mismo le sucedía al poco de haberlo escrito. Si escribía que sus personajes conseguían mucho dinero de forma inesperada, esto mismo le sucedía en forma de devoluciones de hacienda o ganando algún cuantioso premio de la lotería de Navidad. 

      Escribió sobre un ser maravilloso con quien se fugaba y ocurrió. Escribió sobre separación y se separó. Escribió sobre vivir solo junto al mar y un apartamento con vistas al Mediterráneo apareció en su vida. Escribió sobre la depresión y se deprimió. Escribió sobre la alegría, la felicidad, el goce de la vida y esto se produjo.

      Llegó a una conclusión. Más que una herramienta la pluma era un arma de gran calibre. Peligrosa y a la vez preciosa en sus manos. Volvió a escribir que podía perder y perdió. Escribió sobre escribir y se puso a escribir sin parar. Escribió sobre leer y no pudo parar de hacerlo. Entonces vació la caja de los escritos matutinos, los leyó todos y se asustó. Leyó sobre su vida, sobre la muerte, sobre el amor y el dolor, sobre la iluminación y la locura, sobre la salud mental y lo insano, sobre el universo y la nada, sobre la amistad y el aislamiento, sobre la música y el silencio absoluto. Escribir o no escribir, esa era la cuestión.

      Cuando terminó la lectura tomó otra determinación. Se despidió de ellos. Los metió en una bolsa de papel rígido de color marrón oscuro, la ató fuertemente por las asas para que nada pudiera escapar y la bajó a la calle. Se dirigió sin pensar a los contenedores. Pisó el pedal que abría una de las fauces de esos devoradores de pasado y decidió no darles tregua ni reciclado evitando el depósito de cartón y optando por los desechos biológicos para no volver a ver ni transformados esos residuos orgánicos en toda su vida. Ahora se anda con cuidado con lo que escribe porque ya sabe que la escritura es un acto de magia y la magia existe. La realidad surge de la nada. Se crea. Lo que se escribe es génesis. 

      Tomó los últimos sorbos de café con alcohol del que cura las heridas profundas y rellenó el vasito prescindiendo del café. Se acercó a la estantería. Abrió al azar el libro de Cameron y leyó:

“Al escribir estamos describiendo y decidiendo la dirección que toma nuestra vida”; página 160; El Camino del Escritor, Curso de escritura creativa por Julia Cameron. 

      Tomó de un trago su última medida espirituosa, y se preparó para destruir el manuscrito que acababa de redactar y pensó: ”Prefiero no arriesgar pues muero por ser escritor”

     A pesar de esos pensamientos y antes del sacrificio lo tecleó por completo en el editor de su club de escritura y le dio al botón de publicar de la plataforma online.

(1243 palabras arriesgadas)

* Will: voluntad, deseo / William: Will I Am: Voluntad Soy…Deseo Soy 

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