El verano del meteorito

El verano del meteorito

atocha

29/06/2020

El verano del meteorito hizo mucho calor. Nadie en el pueblo recordaba unos días de tanto bochorno, tan extraños en esos campos verdes sobre los acantilados. Era temprano y la brisa acompañaba todavía cuando, un año después de su última visita, volvía el camión recorriendo despacio el camino hasta el prado municipal donde ya esperaban los hombres. Enseguida llegó al claro y maniobró para quedar justo por delante de la línea de árboles, dibujando uno de los lados cortos del rectángulo de hierba. El conductor bajó y respiró profundamente, eucalipto y mar. Lástima de viento sur con aromas de la celulosa cercana que impregnaba intermitente el aire de un olor entre coliflor cocida y nevera vieja, aunque para la hora de comer quedaría por encima el perfume de parrilla, chorizo y sidra. Los hombres se acercaron al camión para el montaje. El conductor encendió un cigarrillo. Un momento, eh, que en todos los trabajos se fuma. Apoyado en el camión tapaba algunas letras del rótulo “Orquesta Panorama, música y diversión para toda la familia”, colores y dibujos ya desvaídos de dos largas filas de músicos en perspectiva siguiendo a una mujer tropical de larga melena roja y falda corta de volantes, amplio escote y sonrisa de oreja a oreja. Una referencia utópica de los Panorama, en realidad tres, saxo, batería y teclado, y lo que se tercie, además de la cantante, claro. ¿Cómo se pasó el invierno? Bueno, pues ahí… ¿hay chica nueva, jefe?

Desde una distancia prudencial, Juan sigue la escena haciendo como que monta la barra del bar con las tablas apiladas en la hierba. Él sabe que no hay chica nueva porque vio entrar en la pensión a Verónica. Se quedó de guardia toda la noche pero no la vio salir y esta mañana ha tenido que correr para ayudar a montar. Lleva unos días muy nervioso, desde que aparecieron los carteles de la fiesta por el pueblo. El camión se ha convertido ya en un escenario y los montadores están terminando de instalar el bar. Qué pasa, Juanito, que no dices nada… Ya se le soltará luego la lengua, cuando empiece la música, ¿verdad, chavalote? El jefe le manotea la espalda y Juan pierde el equilibrio sin llegar a caerse. Endereza su corpachón y mira colorado y sonriente al jefe desde sus ojos verdes de permanente asombro, con la boca abierta, siempre alguna baba en las comisuras, la cabeza en continuo movimiento. Para casa, Juanito, que te tienes que cambiar. La madre se lo lleva de la mano, que él toma dócilmente, como tantas veces hace más de cuarenta años.

Los vecinos empiezan a llegar al prado con sus sillas y mesas plegables, cacerolas atadas con trapos de cocina, neveras, grandes bolsas para platos, cubiertos y vasos cuidadosamente envueltos. Algunos llevan las empanadas en una mano, como camareros. Un grupo de niños desfila con las barras de pan al hombro; les sigue el ejército de rollos de manteles de papel. Han dejado los coches a la entrada del camino, al otro lado de la estrecha carretera, en una parcela sin cultivar limitada en tres de sus lados por cinta de plástico amarilla reflectante para evitar despistes nocturnos. Las mujeres caminan con cuidado, pendientes de no mancharse la ropa, maquilladas por un día y perfectamente teñidas y peinadas. No te vi en misa, Anita. Bueno, mujer, es que estaba muy liada en casa, anda, luego te pasas que ya verás qué arroz con leche. Se instalan y comienza el despliegue. El prado queda libre frente al camión-escenario para el baile, las mesas se colocan en varias filas, en paralelo a la barra del bar donde ya se escancia la sidra y se pasan el vaso unos cuantos paisanos que rodean a Verónica, encantada con tanta atención. Ríe con ellos, en jarras, oculta las manos, en una posición que solo abandona de vez en cuando para disimular el dolor de pies con la excusa de estirar bien las botas por encima de la rodilla, lejos de la minifalda roja con flecos, separada del top de seda negro por una incipiente lorza. El sol se filtra intermitente entre las espesas ramas sobre el bar y brilla la gruesa capa de maquillaje de la pelirroja Verónica descubriendo surcos en torno a los ojos y la boca, y brillan las horquillas que sujetan la cascada de pelo que no para de moverse. Al cuello, un estratégico pañuelo de gasa.

Se han destapado cacerolas y fuentes. Las mesas se llenan de colores sabrosos, chorizo, pimientos, filetes, pulpo, empanadas y pollo frito. Ha cambiado el viento y el olor de la papelera ha dado paso, en este festín de la nariz, a colonias y perfumes de domingo, after shave, eucalipto, cabrales y bosta de vaca.

Ya hay muchas familias sentadas cuando sale el jefe al escenario, 1, 2, 3, probando…. Buenos días a todos, un año más aquí para animar la fiesta con vuestra orquesta, ¡la Orquesta Panorama! Enseguida nos ponemos con la sesión vermú, pero antes, las gaitas de la Asociación Brisas del Mar, que recibimos con un fuerte aplauso… El jefe tiene que gritar porque la música ya suena, los gaiteros se sitúan delante del escenario en un semicírculo, ellos con sus monteras en pico, chaquetillas y calzones negros, ellas, sayas largas rojas o verdes, pañuelo atado en la cabeza y la esclavina cruzada en el pecho.

A ver, Juanín, deja ya el espejo, que ya bajó tu padre con el coche y se va a poner bueno si no llegamos para preparar todo. Pero este hombre… alma de cántaro, ¿dónde vas con este calor y el traje marrón, corbata y todo?, que te vas a poner perdido en el prado… El pantalón, la camisa blanca que te dejé planchada, y a correr. No, madre, yo voy así… No, si ya sé yo por dónde vas, Juanito, que esa mujer no es para ti, que es mayor, que la tontería de un baile, pues la tontería, mira, en plata, que te echó mano al paquete, pues ahí, pero ya está bien, que vaya inviernito de aquí para allá buscando a los Panoramas. Juan agarra a su madre por los hombros, los ojos más saltones, más verdes y más abiertos que nunca. Que no, que lo hablé con ella, que la esperara, que me quiere también. La madre se suelta como puede, ya fuera de sí. Pero qué Verónica ni Verónica, Antonia de toda la vida, si es de aquí mismo y la madre, otra saltimbanqui… ¡Espera a tu madre, desgraciado!

De la casa al prado no hay mucho, pero llegan reconciliados. Los gaiteros están ya con En Oviedu nun me caso, rompiendo la formación y de retirada entre grandes aplausos. Juan se cruza con ellos. Ve a Verónica subiendo la escalera por la parte de atrás del camión. ¡Verónica, Verónica!, grita, estoy aquí. Ella se vuelve y entorna los ojos para ajustar la mirada a la distancia y se encoge levemente de hombros, pero saluda agitando la mano con entusiasmo… ¡Hola, hola, ahora al bailoteo!, grita ella también. Él corre hacia la escalera. Cuando acabes la vermú, bailamos. Ay, guapín, pero… ¿y esa cara? Que sí, que sí, que bailamos.

Suena en el campo la bachata, el pasodoble, la voz gutural y chillona, la Orquesta Panorama al completo. Verónica se mueve como puede en lo que queda libre del escenario de seis metros. Los flecos de la falda bailan más que nadie. La cantante va y viene y se tima con todos, increpa a unos y otros, venga, abuelo, a ver esos modernos… Juan está sentado al lado de su madre, que le mira moviendo la cabeza a un lado y otro, y él, comiendo un preñau sin apartar la vista de la cantante, adjudicándose todas sus miradas, todos sus gestos.

Gracias por estos aplausos, ¡que siga la fiesta y a disfrutar de la comida! No, no, otra no, a las cinco estamos aquí otra vez… ¡hasta que el cuerpo aguante! Los niños siguen bailando la música grabada y las mujeres que bailaban juntas se retiran con sus familias. Juan se levanta como un resorte y sale disparado hacia el camión, tropieza con todos, se deshace violentamente de un vecino que le agarra por el brazo para saludarle y consigue dar la vuelta al escenario para esperar a Verónica. Solo ve al del saxo. ¿Y Verónica? El músico señala una moto ya lejana, dos cascos. Luego viene, para el baile, pero oye, ¿te enteras?, ¿qué dices? ¿Que si me ha dicho que la esperes? Pero hombre, Verónica… bueno sí, sí, que la esperes ha dicho, hala, ahora baja, que cierro, que yo también soy de Dios y tengo que comer, y luego hay baile, ¿a que te gusta el baile?, ¿y las chicas, eh?

Paciencia, enseguida tenemos cantante, que se ha retrasado un poco la mujer… mira, aquí está. Verónica aparece en el escenario peinándose con los dedos. Tiene la falda al revés. ¡A bailar todo el mundo! Lleva ya varios paseos arriba y abajo del escenario, atruena el sonido, la hierba delante del camión es ya color pardo de tanto 1, 2, 3… 1, 2, 3. La pista de baile está llena, giran y ríen, algunos con un vaso en la mano, bailes de uno, de dos, de grupos. Los que están sentados notan un ligero temblor bajo sus pies. Todos se levantan asustados, qué pasa… Para la música. Carreras de los niños que buscan a sus padres. Nada, no pasa nada. El presidente de la comisión de fiestas, que va conectado permanentemente al pinganillo de su transistor por cosa de la quiniela, grita desde el bar, que no, que no pasa nada, que ha caído un meteorito en el mar, aquí mismo, pero que no-pasa-nada, ¡que siga la fiesta! Verónica agarra el micrófono con las dos manos, ¡a bailar!, y el que luego me traiga una piedra del meteorito, ¡tendrá sorpresa! Guiña un ojo y mueve rápidamente las caderas. Todos ríen.

¿A dónde vas? ¿No oíste que cayó en el mar? No contesta Juan a su madre y sale corriendo detrás de los niños que ya le llevan bastante ventaja.

No encontraron nada. Acabó la fiesta el verano del meteorito. Muy de madrugada se fueron los últimos con sus mesas y sus sillas plegables. El camión se convirtió otra vez en camión y se llevó a la Orquesta Panorama que nunca volvió al pueblo. La madre de Juan volvió sola al prado después de buscarle y se fue con su marido a casa, a seguir esperando.

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