Nos ha caído un marrón. Y es que hay algunas que, aun después de muertas, siguen haciéndose notar. Parece que la vida, a veces, no termina con el último aliento. O al menos, no podremos guardar de súbito toda su vida en un cajón junto a bolas de alcanfor, como hacemos con aquello de lo que nos cuesta desprendernos, pero sabemos a ciencia cierta que nunca más lo volveremos a usar.

El recuerdo de algunos desaparece de forma precipitada antes de que se aflijan las últimas flores que los velaron. Otros se disipan con la lectura del testamento o el reparto de los imperios construidos por el difunto. También los hay que son únicamente recordados en Navidad, en el momento exacto de los postres: creo que yo, seré una de esas. Pero nuestra amiga ha querido que, aun convertida en un saco de arrugas frío y morado, andemos ocupadas entre recuerdos compartidos y sus últimas voluntades. Águeda vivió siempre dando sorpresas, y después de palmarla sinceramente, lo extraño, hubiera sido darle normal sepelio.

Y aun sin ella somos un cuadro. La canosa Lola moquea por la casa de la difunta, y yo no puedo evitar que se me escape una carcajada cada vez que veo, sobre la colcha de su séptimo u octavo viaje a África, la caja.

Águeda ha estropeado este triángulo equilátero al dejar de respirar. Ha fusilado nuestros planes. Pensábamos que, todavía, la vida nos regalaría al menos otros diez años libres de sondas y catéteres. De poder bailar con zapatos oprimidos por nuestra mala circulación. Pero se ha muerto sin avisar: la daga entró con prisa durante la siesta y la dejó espachurrada en el sillón. No sonaba de fondo música ambiental mientras su corazón reventó: graznaban en la pantalla plana del televisor las voces de pieles tostadas por rayos UVA aireando infidelidades. Otro magazine de media tarde que le ayudaba a echar la siesta. Y así la encontraron, descansando para siempre. Adherida a la funda de un sofá estampado de flores, mimetizada con el resto de enseres sin alma que conforman el salón.

He de reconocer que me alivia pensar que no estoy sola en esto. Al menos se le ha ocurrido irse cuando aún quedamos aquí las otras dos patas de este trípode que ahora se queda cojo.

Le dije a Lola ayer que termináramos con esto cuanto antes, que no podíamos extender demasiado el sonido de sus risas por estos pasillos. Si nos viera en estas, o si nos está viendo, me juego lo ganado anoche en el julepe, que se ha hecho pis encima. La imagino preparando este momento, y solo atino a insultarla entre muecas. Aunque, sinceramente, lo hago con una leve sonrisa condescendiente. Amiga, te has vuelto a lucir.

Hemos llegado y todavía huele a ella. La casa está como siempre, como anteayer, cuando compartimos café y un chorrito de anís. He de agradecer que, desde hace unos años, cada día lo hacíamos como si fuera el último.

La pobre Lola la ha nombrado a duras penas mientras abríamos la puerta y, sollozando, sigue repitiendo: “Agui”, aun sabiendo que no está. Ya no sé si le llora a la falta de Águeda o al miedo que comienza a apoderarse de ella pensando que puede ser la próxima. Yo tardaré unos días en ser consciente de que no volveremos a discutir: mi pragmatismo siempre se batió en duelo con sus impulsos.

Las tres coincidimos en la línea de una fábrica, entonces moderna, donde se cosían pantalones en cadena, pero ninguna sabía muy bien lo que significaba Levi´s. Tan tiernas como el primer fruto de un joven árbol: zurcíamos cremalleras, asegurábamos botones o rematábamos pespuntes. Una adolescencia tardía con la banda sonara de las sirenas que nos medían los tiempos.

Mientras pasaban días clonados, conoceríamos a los que fueron nuestros maridos y fuimos engendrando a toda nuestra prole. Y sin apenas darnos cuenta, la vida nos ha conquistado sumando años, consagrando esta amistad de forma lenta pero constante cual gota china.

Y por eso, entre otras cosas, nuestra queridísima amiga nos ha endosado esta ardua tarea. Antes de encaramarnos hacia el armario con la inestabilidad de un cervatillo para cumplir sus últimos deseos, nos hemos encontrado esto:

“He fumado más que vosotras, bebido y creo que también follado… así que sé que moriré antes, o no. Pero bueno, por si acaso, aquí os dejo testamento. O una faena, tampoco lo sé.

Los remilgados de mis hijos no estarán de acuerdo con mis últimas voluntades, así que apañaros con ellos. Todos se asemejan demasiado a sus padres. Si aparece mi último exmarido, a este no hacerle ni caso: siempre ha sido demasiado correcto y aburrido. Y si alguna de vosotras no quiere ayudarme con esto, apareceré por las noches en sus sueños (igual que lo hacía mi padre por no enterrarlo con la “de perrillos”).

Yo solo quiero irme como una artista; lo que siempre fui y seré. Y no es la primera vez que me ayudáis a estar a la altura de las circunstancias. ¡Qué bien lo pasamos diseñando el vestido de novia de mi tercer matrimonio! ¡Qué bien me sientan los cuellos de cisne!

Seguramente esperabais entre estas últimas líneas toda una retahíla de agradecimientos y sublimes palabras. Pero esta vez tampoco lo voy hacer. Me parecieron débiles aquellas que lagrimeaban a la consecuencia de vivir. Fui incapaz de mostrar mi parte más sensible (no sé si llegó a existir), recelé fragilidad a las sensiblerías. Solo me visteis llorar una vez: mi hijo Carlos me espera para jugar a memorizar todas las matrículas del cielo, porque allí también ha de haber coches. Intentasteis educar, en vano, que reventara en llantos. No conseguisteis nada, como mucho, que fuera un poquito más amable. Pero también serví de mástil en este trípode que fuimos. Tragué el nudo en mi garganta cuando os vi rotas en añicos: nunca volvisteis a ser las mismas, pero sí mejores. Fue como intentar arreglar un jarrón estrellado contra el suelo: nunca vuelve a tener la misma forma, pero soporta el polvo en la balda. A todas nos enlutó la pérdida de un hijo. Y eso terminó de consagrar lo nuestro.

Han sido años fugaces, como esas estrellas que pensábamos siendo jóvenes que algún día chocarían contra nosotras. Si me concentro, todavía huelo el verde de los campos de centeno recién cosechado. Aquellas noches de verano tomando helado de limón, manchando nuestros vestidos, tiradas en el asfalto. Al final nos estrellamos contra la vida mientras sumábamos años y restábamos inocencia. María, intenta no pensar demasiado. Dejarse llevar, a veces, es la mejor de las opciones, aunque nunca supiste. Y Lola, hazte un favor: hay un flanco bueno al otro lado en el que a ti te empuja la vida. Después de esto, señalareis mi sinceridad como excesiva, pero sé que me quisisteis siempre así. Por eso… ¿quién mejor que vosotras?

Hay una caja de color negro en el altillo del armario de mi cuarto, a la derecha, detrás de las maletas que siempre tuve abiertas. Voy a echar de menos tantas partes del mundo… Abridla con cuidado por favor, os conozco y no me gustaría que nada se estropease. María, esta vez intenta controlar tus patosas zarpas. Y Lola, no lo llenes todo de mocos.

En este orden:

Colocadme el vestido negro y grana que estrené la Feria de Abril del 93, ¿os acordáis? Aquel cordobés fue el hombre de mi vida durante dos semanas; luego volvió con su mujer.

También os dejo los zapatos que compramos en Venecia, durante nuestro primer viaje como jubiladas. En las orejas, libres de estos mechones rebeldes que me han molestado siempre, colocarme los pendientes que me regalasteis cuando sobrellevé la crisis de los cincuenta (nunca me gustaron demasiado, pero así al menos me llevo algo vuestro). Como buena folclórica, quiero aparecer ante san Pedro con la preciosa peineta heredada de mi tía Gertrudis: esa que parece un aspa, por si tengo que echar a volar. Y como otras veces insististeis, lo importante está en el interior. Aunque este interior poco tenga que ver con vuestras enternecedoras historias. Dentro de la caja, entre papel de seda, tenéis preparado “el equipo”. Compré tres bragas de encaje, también me acordé de vosotras. Estrenarlas el próximo Domingo de Ramos. ¿Os acordáis? Las tradiciones no han de perderse, aunque ahora nos meemos en ellas. Las medias, como siempre, a mitad del muslo, y ajustarlas a las ligas que me regaló Julián (ignorante, si supiera cómo las disfrutaron otros). No quiero llevar sujetador, siempre me encorsetó en vidas que no eran mía sino de ellos.

¡Y cuidadito que os veo! Poner mimo en los detalles y que quede estupenda, porque chicas, nunca se sabe. Y tampoco allá donde vaya quiero pasar desapercibida. No olvidéis resaltar el lunar de mi mejilla a lo Sara Montiel: siempre los volvió locos.

Os quiero, y sé que haréis esto, solo es otra más de las mías. Lola no llores, y María, por favor, ponle esmero. Águeda.”

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