Sonaban villancicos, en el mostrador había varias botellas de cava y una bandeja de pastas, los empleados de aquella sucursal bancaria celebraban que era la mañana del día de Nochebuena, a mediodía cerrarían para disfrutar de un jugoso puente que el hombre del tiempo había pronosticado lluvioso.

—¿Pongo el Skype y le felicitamos las navidades a Patricio?—sugirió Juana la empleada más joven.

Catalina, la más veterana, secundó la iniciativa apoyada inmediatamente por Alfredo con una euforia ocasionada por la segunda botella de cava que prácticamente se había bebido el solo.

― No ¡Pobre Patricio! dejémosle descansar ―sugirió Gabriel, el director. Pero estalló una repentina protesta contra él. Sin mayor demora y entre risas Juana sacó el móvil, pidió a sus compañeros que se apiñaran tras de ella y se conectó con el Skype de su compañero, Patricio, ahora de baja.

Tras los pitidos propios de la llamada, apareció una imagen en la pantalla: un hombre vestido en bata descansaba sentado en la cama de una habitación de hospital. Los que lo conocían, no encontraban nada de su vitalidad en aquel rostro pálido y ojeroso. El ingresado les recibió, sin embargo, con una sonrisa.

—¡Feliz navidad! — coreó toda la oficina al completo.

Patricio sonrió y les devolvió el saludo. Hizo algún comentario jovial y enfocó a su alrededor: Su mujer, Pilar, estaba allí con él. Su rostro aparecía más demacrado que el de su marido enfermo. Intercambiaron algunos saludos con ella.

—¡Hemos cumplido los objetivos! — le anunció Juana— se nota que no has estado tú― la broma hizo que todos se carcajearan.

Patricio, animado, devolvió un comentario que intentaba ser mordaz.

—Prepárate porque en cuanto vuelvas… el año que viene vamos a ir a tope—le dijo Alfredo—. Nos van a doblar los objetivos.

Intercambiaron alguna nueva broma, más felicitaciones navideñas y buenos deseos para terminar cortando la comunicación.

Los teléfonos móviles empezaron a sonar, llegaba la marea de mensajes y memes navideños. Los empleados quedaron ensimismados cada uno en su propio teléfono móvil. Don Gabriel aprovechó entonces para meterse en su despacho, se sentó y sus ojos, a través de la mampara de cristal, se cruzaron fugazmente con los de Luisa. Ambos apartaron la vista de forma inmediata. Gabriel tenía que terminar una tarea pendiente, imprimió unos informes y amontonó las cuartillas encima de su mesa.

Entró un cliente. Era Pepe el del taller, un habitual. Se sacudió la lluvia que había empezado a caer y mojaba su abrigo. Fue recibido entre risas y aleluyas. Le pusieron un vasito de plástico que llenaron de cava y le acercaron la bandejita de pastas.

Gabriel organizó las hojas y buscó algo entre todos los cachivaches de su mesa. Encontró al fin la grapadora, la cogió y al pulsar se dio cuenta de que no estaba cargada.

¡Grapas! ¿Dónde había grapas? Pensó en preguntárselo a Catalina, pero a través de la mampara, la vio charlar animadamente con el cliente. Decidió no molestarla. Recordó de repente: «En un bote donde acumulaba los bolígrafos gastados». Metió los dedos dentro, palpó y encontró la cajetilla. Por el peso aún quedaban bastantes, la sacó y vio en ella, en el cartonaje, una fea mancha del color del orín. Le dio un poquito de asco, abrió la cajetilla y salieron varias filas de grapas, al tacto resultaban arenosas, y dejaban tras de sí un polvillo del color del cobre… estaban oxidadas. Seguían siendo útiles pero aquel óxido… Cuando era un crío pasaba los veranos con sus abuelos en unas casas que la Renfe destinaba a empleados, estaban levantadas junto a la antigua estación de Delicias. Era como vivir en el campo, una gran extensión de terreno cruzado por un sinfín de raíles y vías en medio de una explanada cubierta por cardos y gramíneas que casi le llegaban a la cintura. Además allí se acumulaban viejos vagones en desuso y un montón de maquinaria obsoleta: ruedas, ejes, motores… todo oxidado, cubierto con la pátina marrón de la herrumbre. Su abuela siempre le advertía que si se manchaba la ropa con aquella maquinaria el óxido, no podría lavarse y tendrían que tirarla.

Depositó las grapas sobre los folios blancos y una minúscula parte de ellas se descompuso en aquel polvo. Pensó entonces que había terminado el año, que habían conseguido los objetivos, la paga de primas la semana siguiente sería abundante. Pensó en la alegría de sus empleados, la recompensa sería cuantiosa. Había conseguido crear un equipo de trabajo que funcionaba bien y a gusto, o eso pensaba. Qué poco sabia de sus empleados, qué poco sabían ellos de él. Sabía que Juana se iba a casar y no le hacía ascos a la idea de irse de Zaragoza; él mismo le había aconsejado el traslado a los servicios centrales en Madrid. Catalina, una mujer de Barbastro, soltera le había comentado la posibilidad de alargar su empleo tras la edad de jubilación. No sabía por qué, quizá porque le abrumaba la idea de verse en casa todo el día sin ocupación aparente, o peor aún, el miedo a volver a su pueblo para encarar, sola, el último tramo de su vida.

Sacudió el óxido con la mano, pero solo consiguió enmascarar los documentos dejando un feo borrón.

Alfredo, se había zampado una botella de cava sin mucho esfuerzo, llevaba desde hacía años una lidia constante con el consumo de alcohol. Gabriel, al principio, no le guardaba mucha confianza, había sido el típico trepa de manual, una fuerza imparable moviéndose entre los despachos de la dirección que había chocado con un objeto inamovible. De rebote había acabado en aquella oficina. Antes era como un animal enjaulado, a fuerza de lamerse las heridas había terminado siendo hasta un buen compañero. Luisa, tan discreta como guapa, tan callada. Ella nunca había manifestado la intención de marcharse y él no había hecho nada para que la cambiaran de oficina. La mantenía allí como un perenne castigo contra él mismo. Hacía unos años habían mantenido una breve relación, aquello terminó. Gabriel aun no tenía hijos y su esposa nunca lo descubrió. Él se hubiera sentido más cómodo si Luisa hubiera pedido un traslado pero no lo hizo, mantenerla allí suponía un leve suplicio que aplacaba sus culpa, además hubiera considerado ruin alejar de su lado a alguien a quien había amado. El simple paso de los días le había hecho pensar que aquel desliz era algo imaginado o soñado. Pobre Patricio, que expresión tan macilenta, estaba condenado. Menos él todos conocían la verdad de su enfermedad que soportaba de forma austera Pilar, su esposa, y cuyo secreto suponía para ella un padecimiento casi tan grave como el que soportaba su marido. Hoy habían sido risas y ánimos sinceros, mañana sería una búsqueda de inútiles palabras en los pasillos del tanatorio.

La barra de grapas se partió de forma enfermiza. Volvió a pensar entonces en los objetivos, en las previsiones y los rankings, en la nueva asignación del año que viene, que les obligaría a darlo todo de nuevo, en que otro año llegaba y uno acababa, pero que nada servía de nada, lo conseguido era tan endeble como aquella fila de grapas herrumbrosas.

La navidad había llegado, pero no la nieve. Una lluvia viscosa mantenía alejados a los clientes de la sucursal y lo impregnaba todo de una luz más propia del final de la tarde que del mediodía. Llovía sobre todo Aragón, sobre todo el Valle del Ebro, la humedad se metía por todas partes, por todos los rincones, afectando a los huesos, oxidando las grapas y todos los metales.

Agachó la cabeza levemente para mirar las junturas metálicas de la mesa. En la soldadura también encontró la inevitable presencia del óxido, en la marco de la ventana, en el cielo raso, junto a una de las tulipas de las lámparas. Imaginó la oficina vacía, sin nadie, abandonada, como la vieja maquinaria de los trenes, en una calle sin luces en un mortecino crepúsculo eterno. A su mente acudió el recuerdo de un viejo tebeo de la Guerra de los Mundos de H.G.Wells en el que se ofrecía la imagen de un paisaje cubierto por la hierba roja traída por los marcianos.

Vislumbró el féretro de Patricio como una premonición ¿Cuántos años tardarían sus bronces en cubrirse de óxido? ¿Cuánto tiempo le faltaba para quedar marcado por la indeleble marca del paso del tiempo? Pensó en sus abuelos con la ropa manchada con aquel tinte cobrizo; en las casas de empleados de la Renfe con aquel moho oscuro trepando por sus escombros; en la lucha de Alfredo, algún momento en su futuro con la tez de un amarillo cirrótico en un hospital, en una cama con las patas con restos de herrumbre; en su relación con Luisa, una foto medio borrada de ambos en un marco manchado por el verdín y pensó en él mismo como un mero transeúnte, limitándose a fluctuar irremediablemente en el día a día hasta quedar oculto y enterrado por aquella pátina roñosa.

Miró a su alrededor: grapas, clips, bolígrafos, mesa, silla, despacho, sucursal, un sólido mundo que se desmoronaba y se disolvía en aquel polvo áspero del color del orín. Una capa de herrumbre que, como hierba de Marte, acabaría por envolver a los vivos como ya envolvía a los muertos.

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