En esta ciudad que no es la mía, el sol se deja ver muy poco, se muestra tímido tras una enorme panza de burro como llama mi abuelo al cielo gris. Echo de menos a mi perro, aquel que dejamos a su suerte el día que emprendimos el viaje a esta triste y bulliciosa ciudad. Ciudad en la que vive mi abuelo con mi tío, el menor de sus hijos, y ahora también con nosotros.

     Mi abuelo es viudo y tiene seis hijos. Cuatro de ellos se fueron a cumplir el sueño americano. Mi tío es un hombre joven, delgado, con el pelo negrísimo y la cara oscura por el sol. Va con prisa a todos lados y casi nunca está en casa. Su habitación la deja siempre cerrada con llave y sabemos que está, cuando recibe alguna llamada de sus amigos «los rebeldes», como los llama mi abuelo, en la que se queda escuchando sin decir una palabra o dice algo susurrando. También sabemos que está en casa cuando sentimos el ruido seco de su cuerpo al caer al suelo. No terminó la escuela porque tiene algún problema de salud, que le provoca ataques que sacuden repentinamente su cuerpo. Cuando esto ocurre, mis hermanos y yo nos metemos debajo de la mesa, la cama o en el baño, hasta que para de temblar, o dejamos de escuchar los gritos de mi padre y mi abuelo, que le socorren y se ayudan a introducirle un paño o toalla entre sus dientes, para impedir que se muerda la lengua.

     La casa de mi abuelo huele a naftalina, cera para parqué y trapos húmedos. Los muebles del salón son de madera oscura, el tapiz de flores grandes color granate, dorado y verde. Me parecen antiguos, debe ser el gusto de mi abuela a la que apenas conocí y no recuerdo. A mi abuelo le gustan los gatos, lo sé por la cara que pone cuando está con ellos, es distinta a la que lleva todo el día cuando nos ve por casa. Les acerca leche todas las mañanas al jardín trasero, exactamente a un cajón de madera que hizo con sus manos y colocó debajo del árbol de plátanos. Allí vive una gata con sus gatitos recién nacidos. No sabemos quien es el gato padre porque ella era callejera, fea y barrigona hasta que mi abuelo la acogió.

     Hoy no hay clases en el colegio, mis padres trabajan y mis hermanos juegan en el patio con los gatos, bajo la disimulada mirada de mi abuelo mientras lee de reojo el periódico. A mi no me gustan los gatos y juego sola con mis muñecas. Les cambio de vestido y las peino una y otra vez, hasta que termino rompiendo el peine en cuanto se queda atrapado entre los gruesos cabellos que salen de sus cabezas de goma. Cojo unas tijeras y les corto el cabello. Dicen que a las niñas se les debe cortar con frecuencia para que sea más dócil, eso dice mi madre cuando me lleva donde su amiga la peluquera, que me promete cada vez, que me cortará solo las puntas y termino trasquilada. Yo hago lo mismo con mis muñecas.

     Oigo un fuerte ruido que me hace levantar del suelo, como el de un enorme camión que pasa en frente de casa. El suelo empieza a temblar y los cristales de las ventanas de la habitación, donde juego con mis muñecas, tiemblan también contra el marco de metal, como queriendo salir de aquella vidriera carcelaria que las tiene atrapadas por tanto tiempo. No me muevo esperando a que pase el temblor. En mi ciudad no me asustan, pero este es el primero que vivo aquí y tengo curiosidad: la ventana está abierta y escucho cosas que caen al suelo y algunos murmullos, rezos y gritos en la casa de al lado.

     Ya no hay ruido, pero las cosas no han dejado de moverse. Salgo de la habitación con mi muñeca y veo las escaleras que comunican todas las plantas de la casa. Mi casa no tenía escaleras y había escuchado que es mejor no bajarlas ni subirlas cuando hay temblor. Entonces, me quedo quieta en el descansillo viendo a mi muñeca, que la tengo bien sujeta en mi mano con el puño cerrado. Ha dejado de ser una Barbie, ya no sé lo que es.

     Siento un portazo de la habitación de arriba y seguido, el ruido de sandalias que chancletean por el resbaladizo suelo de parqué. Un escalofrío repentino acompañado de un nudo en el estómago, me tensa y pone los vellos de mis brazos en punta. Es mi tío, que baja las escaleras nervioso y de prisa hasta toparse conmigo en el descansillo. Viste el mismo mameluco color gris de siempre —Ey chiquilla, ¿Qué haces aquí?—. Sin darme tiempo a reaccionar ni responder, me coge al vuelo de la cintura y me sujeta con un solo brazo que apoya contra sus costillas, como quien lleva el periódico un domingo por la mañana (aunque tengo diez años soy delgada y aún no he dado el estirón).

     Veo el mundo al revés, mi cabeza casi da contra sus rodillas rebotando mientras bajamos las escaleras que parecen no terminar. Me vienen a la cabeza los ataques de mi tío, cierro los ojos y rezo para que ahora no sufra los temblores en su cuerpo. Al doblar el segundo descansillo de las escaleras llegamos al salón, intento pensar en otras cosas, me fijo en unos libros perfectamente ordenados en lo alto de la estantería. En la parte de abajo, solo hay acumulación de periódicos amarillentos que relee mi abuelo todos los días. El techo es de color verde moco, otra cosa que acabo de descubrir ahora. Me siento incómoda no solo por el miedo a los repentinos ataques de mi tío, o por estar de cabeza esperando no golpearme contra las barandas de las escaleras o cualquier cosa que no veo, sino también por el olor y grasa de coche impregnados en el mameluco de mi tío, que ahora se adhieren a mi vestido. Veo una franela roja y sucia que sale de uno de sus bolsillos, bailoteando al ritmo en que bajamos las escaleras. Me pregunto si será el paño con el que limpia los coches en la calle.

     Llegamos a la planta de abajo, cruzamos la cocina sin que mi cabeza o piernas golpeen alguna silla, mesa o pared hasta llegar al jardín trasero, donde veo a mis hermanos y mi abuelo, asegurándose de que los gatos hayan sobrevivido al temblor. Mi tío me libera dejándome en el suelo como un troglodita dejaría a su hembra. Se tira el pelo hacia atrás con ambas manos, suspira fuerte y se seca el sudor con la franela roja que llevaba en el bolsillo. Coge el periódico y se sienta en la silla del abuelo. Yo aún con el mareo, dejo a mi muñeca en el suelo e intento planchar con mis manos las arrugas de mi vestido. Veo a mi abuelo sujetando un manojo de plátanos verdes inmaduros. Deben haber caído del árbol con el temblor.

     — ¿Donde estabas? — dice mi abuelo.

Sigo temblando y no sé por qué.

— En medio de las escaleras como un ratón asustado — responde mi tío por mi, al ver que yo no lo hago.

— Pero si no me la encuentro en las escaleras seguramente no hubiese bajado, así que la chiquilla me ha salvado del tem… !Papá cuidado! — grita mi tío y corre hacia mi abuelo tras tirar el periódico, provocando que las hojas queden dispersas por el suelo, en el mismo momento en que se desprende otro enorme manojo de plátanos que cae muy cerca de ellos, esta vez sobre el cajón de la gata.

     Aprovecho para volver a entrar en la casa, cojo a mi muñeca del suelo y subo por las escaleras siguiendo el mismo recorrido que acabo de hacer de cabeza, y me fijo en los detalles de la casa que no me había fijado antes. En cuanto llego a mi habitación, en vez de entrar en ella, sigo subiendo las escaleras, algo me dice que debo seguir subiendo. Veo la puerta de la habitación de mi tío cerrada, me acerco y cojo la manilla que se gira sin resistencia. Me sorprendo al encontrar una habitación ordenada aunque con el mismo olor a grasa de coche, pero también a papel húmedo. Veo una cantidad de libros que no dejan ver el color de las paredes, a la derecha llego a leer: Vanguardia Revolucionaria, APRA rebelde, Revolución Cubana, Movimientos de Liberaciones Nacionales y a la izquierda: Cartas desde la revolución bolchevique, Lenin, mas arriba unos periódicos y revistas que no llego a ver de qué son…

     — Ey chiquilla ¿Te gusta leer?

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