Correr como un conejo

Correr como un conejo

Mi padre fue el que me enseñó a correr como un conejo. Él me lo enseñó todo. Me decía que en la vida hay pocas cosas importantes para “gente como nosotros”. Yo no entendía qué era ser “gente como nosotros”, pero lo aprendí deprisa.

Había que tener muy buena vista para reconocer cómo eran las personas; no guapas o feas o gordas…no, era otra cosa de dentro. Cómo eran las personas que te mandaban: para “gente como nosotros”, todas.

Había que saber disimular. Nunca decir lo que pensabas y hacer lo que esperaban que hicieras, sobre todo cuando estuvieran delante los que te lo pedían: Para “gente como nosotros”, todos.

Mucho cuidado con las mentiras, había que ser muy listo para mentir bien sin que te pillaran.

Había que cuidar de la familia, sobre todo vigilar a las mujeres, que solían ser muy zorras; esto no lo entendía bien porque mi madre y mi hermana Loli eran de lo más normal… no me atreví a preguntarle y él me dijo”Ya lo entenderás”…

Y por último había que aprender a correr como un conejo. Esto te podía sacar de muchos apuros.

Me enseñó cuando me llevaba con él de furtivo a cazar conejos y perdices con la escopeta que le regaló D. Rafael, el amo. Tenía que fijarme como los pobres animales, que eran muy listos, sorteaban los obstáculos y corrían enloquecidos. Pero a mi padre no se le escapaban.

Yo aprendí a correr así y me escapé.

D. Rafael era el amo, él y su mujer, la señora Pepita. Según mi padre ella era muy buena, pero él… había algo que yo no comprendía y cuando estaban en el cortijo mi padre se ponía de un humor de perros, aunque delante de él, disimulaba y hacía todo lo que le pedía.

Cuando iban sus sobrinos se venían muchos días con nosotros. Ahí yo les mentí, les dije que tenía once años aunque en realidad eran trece, pero estaba mucho más bajo que ellos y eso me daba rabia. Así les dejaba asombrados de las cosas que sabía. Nadaba mejor que ellos, sabía coger todo lo de la huerta con habilidad, montar en burro y hacer que galopara…¡que torpes eran!… pero lo mejor de todo era el miedo que le tenían a mis bichos. Yo coleccionaba víboras y alacranes, mi padre me había enseñado cómo tenía que tratarlos para que no me picaran. Eran lo que los sobrinos llamaban mis “mascotas”… vaya palabrita. Les tenían pánico porque su tío Rafael se ponía muy malo solo con que le picara una avispa, era “alérgico,” me contaron. Mi víbora preferida tenía color verde, negro y amarillo brillante, con los ojos muy redondos y los dientecitos con su veneno; Ese era nuestro secreto. No podían contárselo a nadie.

La tenía en un cesto y sabía como manejarla, estoy seguro de que ella me conocía.

El año en que salvé la vida corriendo como un conejo fue muy raro desde el principio. Fue el año en que nació mi último hermano, que solo trajo desgracia.

Mi padre había cambiado mucho, sobre todo con mi madre, que lo aguantaba porque le tenía miedo.

“Ya te lo dije Manolín”. “Ya tienes edad de saberlo” me decía con la boca contraída y los ojos echando fuego “Todas las mujeres son unas zorras y tu madre la primera”…pero yo no lo entendía. ¿Solo porque fue a llevar los tomates, los pimientos y las cebollas a la finca? Él nunca dejaba que lo hiciera, pero ese día no podía andar porque se clavó algo en un pie y la había mandado ir sola. Yo tenía que ayudarle en el huerto y mis hermanos estaban en la escuela.

Él dijo que había tardado más de la cuenta en volver, yo ni me había enterado, pero se puso como una fiera y por más que ella lo negaba no había manera de contenerle.

A los dos o tres meses, a mi madre comenzó a hinchársele la barriga y empezaron con más fuerza las peleas. “¡Ni eso nos dejan los cabrones!”… y se iba por la escopeta…Mis hermanos y yo lo parábamos, pero se había vuelto loco, todo el día reconcomiéndose, con insultos y amenazas… mi madre lo seguía negando y no paraba de llorar.

El día de la tragedia yo estaba cerca de la casa cuando escuché los tiros, empecé a correr como un conejo mientra mi padre gritaba ¡¡”Manolín para, te mando que te pares!!

Yo no paré y corrí y corrí sin mirar atrás hasta que llegué al pueblo casi sin aliento.

Cuando me quedé solo estuve mucho tiempo como pollo sin cabeza. No quería saber nada. Todo era un sueño y tendría que despertarme…pero nunca llegaba.

Me adoptaron los amos porque no tenían hijos y se compadecieron de mí. A ella la tenía que llamar mamá Pepita, no mama sino mamá, eso era muy importante. Decía que lo de mama solo era de catetos.

Se portaba muy bien conmigo y le había cogido cariño, aunque no me olvidaba de mi madre… Si me viera ahora… Vestido como un señorito, con una habitación y una cama para mi solo, sábanas más suaves que la que llevaba la partera cuando ella paría… ¡Un cuarto de baño!… Y comiendo carne buena, y dulces y todo lo que quisiera. No se lo podría imaginar. Y vivir en una ciudad con calles limpias y muchas casas bonitas, y tiendas que nunca había visto.

D. Rafael, papá Rafael, no me caía muy bien pero yo disimulaba. No lo podía ni ver, pero disimulaba. Se me metió en la cabeza que algo de mi desgracia había sido por su culpa… pero por mamá Pepita nos llevábamos bien. Él me aceptó como hijo y hasta me puso como heredero. Yo no sabía lo que era eso pero cuando me enteré casi me desmayo… yo que nunca tuve nada. Solo me había llevado conmigo a mi víbora preferida. Sin que se enteraran, escondida en el cesto. Habría tenido que matarla si lo supieran. Lo único que me quedaba…

Sentí de verdad cuando a los dos años se murió mamá Pepita de una enfermedad muy mala. No había podido llorar ni cuando la tragedia. Pero entonces sí, lloré por todos durante muchos días. Papá Rafael estaba asombrado de que la quisiera tanto…si él supiera…

Ese verano volvimos solos a la finca; el capataz ya me iba aceptando, pero los sobrinos no quisieron volver. Peor para ellos.

Dicen que las desgracias nunca vienen solas y ese verano, una tarde tranquila, a mi papá Rafael le picó una víbora mientras dormía la siesta, tumbado en una hamaca… era verde, negra y amarilla. No dio tiempo a llevarlo al hospital y se murió por el camino.

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